Lucrecia Maldonado
Con alguna frecuencia aparece en mis redes sociales un tipo de fotografía bastante perturbador: generalmente, es una persona adulta, en una calle o una plaza, ambiente siempre urbano; la apariencia no suele ser sospechosa, más bien común y corriente, y a veces no resulta fácil identificar una ciudad o un sector concreto de la misma, aunque puede ser también en el interior de un auto, o en las inmediaciones de una escuela. Lo perturbador está en el pie de foto: “esta persona (hombre, individuo, tipa, mujer, señora…) fue sorprendida intentando secuestrar un niño (una niña, varios niños) por la zona de…, si la ve alerte a las autoridades (tome precauciones, avise a los vecinos, de cuenta a la policía)”. Con frecuencia, la persona fotografiada ni siquiera tiene un aspecto autóctono o de por estas tierras, cabría decirlo. Otras veces, sí. A veces es lo que, irónicamente, se podría llamar un ‘tipo lombrosiano’, pero esto tampoco es una constante.
Siempre, ante esta información, lo primero que se me ocurre es preguntarme si es real, qué pruebas tiene la persona que envía o reenvía el mensaje para hacer tamaña denuncia. Entiendo (trato de entender) que se lo hace con buena intención, como cuando me enviaron la lista de radares controladores de velocidad en la ciudad de Quito y aledaños para que bajara la velocidad al conducir por esos sectores. No se lo hace por maldad, se lo hace, tal vez, por una ingenua ‘viveza criolla’. Y en el caso de las fotografías de los supuestos (aquí sí vale la palabra) secuestradores de niños, como una medida de prevención ante uno de los peores delitos que aquejan a nuestra sociedad. Pero ya reza un refrán: “De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”.
Pero los recientes sucesos de Posorja me han llevado a meditar cuán peligroso puede resultar ese comedimiento. ¿Y si, por mala suerte, un individuo que nada tiene que ver con nada, se viste igual o parecido al de la foto, aparte de que comparte un mismo esquema de calvicie, y pasa por delante de una escuela en su rutina diaria para ir a comprar el pan en la tienda de la esquina? Podría no regresar a su casa. Así de simple. Y posiblemente, mientras la turba enardecida lo lincha, basándose en la ‘prueba’ de una borrosa foto en las redes sociales, ni siquiera entendería bien por qué, o qué mismo está pasando.
El actual gobierno ha puesto el ejemplo: basándose en supuestos, se lleva por delante un poco de ex funcionarios entre persecuciones, apresamientos, boletas de captura y un vasto etcétera. ¿Pruebas? Nanay. ¿Testigos? Igualitos a los que mandan la foto por whatsapp: quizá, tal vez, puede ser, un conocido mío le vio, era pero ya no es, aquí puse y no aparece. La prensa, en ambos casos, difunde el rumor, se desdice, se contradice, sí pero no, es que le vieron, pero no se sabe bien… En fin. Así funcionamos, y por ese motivo es tan fácil ‘meternos el dedo’, hablando en criollo.
Y por otro lado, al justificado temor por la suerte de nuestros niños, se une la triste convicción de que un sistema de justicia cuyo mayor objetivo es perseguir a los funcionarios del régimen anterior nos dejará al fin de una larguísima cola en el momento en que, como ciudadanos comunes, acudamos a ella con algún requerimiento relacionado con nuestra insignificante vida cotidiana.
Pero, más que nada, somos una comunidad que se traga como si fuera un exquisito manjar el chicle masticado y baboseado de cualquier rumor. Miramos la televisión y escuchamos los informativos de la radio como el ganso al que se le embute de comida para una semana después hacer paté con su hígado: totalmente pasivos, maniatados, tragando por reflejo y por una obligación autoimpuesta sin comprender que nos están usando para algo más feo y siniestro que la explícita intención de mantenernos ‘informados’. No alcanzamos a detectar la intención que se esconde detrás de cada ‘supuesto’, ‘habría’, ‘presunto’ o ‘supuestamente’ con que la prensa comercial disfraza sus mentiras. No reflexionamos sobre lo que se nos dice. No contrastamos. Nos da pereza salir al mundo y observar los hechos. Cualquier acusación es válida. Para el prejuicio y el odio enfermizo nunca hacen falta pruebas. Y luego, reaccionamos antes de razonar. No alcanzamos a sopesar la gravedad de una denuncia que puede costarle la vida a un inocente o por lo menos no tan culpable como se nos ha dicho. Queremos investirnos de salvadores de la humanidad sin darnos cuenta de que ese es un título que requiere de mucho tiempo de estudio y preparación, sin contar la sabiduría y la ética que lo deben acompañar.
Miro la foto de los tres ajusticiados de Posorja poco tiempo antes de ser asesinados (sí, asesinados, con todas sus letras) por una turba tan embravecida como ignorante, y menos ‘bien intencionada’ que cruel y criminal. Me llaman la atención los ojos de la mujer, suplicantes, y tal vez resignados a su terrible suerte. Miro luego la fotografía de los tres cuerpos cubiertos con telas, abandonados en la calle. Algo dentro de mí pide que, misericordiosamente, la muerte les haya llegado pronto, aunque sé que no fue así. Me hago una sola pregunta, en medio del dolor y la impotencia: ¿de qué barro, o de qué espantosa mezcla de estiércol y barro estamos hechos?