Por Juan Paz y Miño Cepeda
En las elecciones presidenciales de segunda vuelta efectuadas ayer (19/12/21) en Chile, no solo confrontaron dos candidatos: el izquierdista Gabriel Boric y el ultraderechista José Antonio Kast, sino, evidentemente, dos modelos de economía y de sociedad. Se trata de un proceso de polarización que igualmente caracteriza el presente histórico entre los países latinoamericanos.
Hasta último momento (el viernes 17 se realizó el debate entre los dos candidatos) y como era de esperarse, Kast defendió el neoliberalismo y afirmó: «Fuimos un modelo para el mundo y tenemos que recuperar eso”. Solo que, como siempre ocurre entre quienes exaltan ese “modelo”, se deja a un lado la historia oculta y los resultados sociales a los que condujo.
El punto de partida del neoliberalismo chileno fue la dictadura militar-terrorista de Augusto Pinochet (1973-1990), que también fue ejemplo para las dictaduras del Cono Sur implantadas en la década de 1970. Inspirada en los conceptos de la “seguridad nacional” y el anticomunismo de la guerra fría, el derrocamiento de Salvador Allende (1970-1973) fue acompañado con la prisión de miles de ciudadanos identificados como izquierdistas y comunistas, campos de concentración, ejecuciones, torturas permanentes, desaparición de personas, asesinatos y, además, represión a todo movimiento social, aniquilamiento de cualquier oposición, destrucción de la democracia, imposición de una nueva institucionalidad de Estado y creación de un sistema al servicio de la empresa privada, con particular privilegio de una elite social, sustentada en la acumulación de riqueza y la amplia explotación a la fuerza de trabajo. Hasta 1989 se experimentó un permanente deterioro de las condiciones de vida y trabajo.
La transición a la democracia, vigilada por los militares y asentada en la Constitución de 1980 preparada por la dictadura, se levantó sobre esas herencias. Aunque entre 1990 y 2021 se han sucedido siete presidentes, hubo unas 50 reformas constitucionales y en 2015 la presidenta Michelle Bachelet anunció un proceso constituyente, ningún gobierno desmontó el neoliberalismo ni se dictó otra Constitución. La idea del “milagro” chileno surgió por el exitoso crecimiento del PIB durante esta época democrática, acompañado por una sustantiva reducción de la pobreza y la ampliación de la clase media, que era, en definitiva, la recuperación de lo perdido durante el pinochetismo. Este espejismo logró esconder otras realidades históricas: la liquidación de los servicios públicos; las reducciones de gastos en educación, salud y vivienda; la privatización de bienes, empresas y servicios estatales (incluyendo las fuentes de agua); el estrangulamiento a los derechos laborales y particularmente la sindicalización y la huelga; la liquidación del sistema de seguridad social para dar paso al lucrativo negocio de las administradoras privadas de fondos de pensiones (AFP) basadas en la capitalización individual; la implantación del sistema de salud privada y también el de educación privada.
El sustento se mantuvo en las rentas mineras (cobre) y la alta tasa de explotación de la fuerza de trabajo, en tanto ha resultado amplio el crecimiento del capital extranjero y nacional, con una aguda concentración de la riqueza y el aperturismo indiscriminado con más de una veintena de tratados de libre comercio. Chile pasó a ser un país de grupos económicos, con millonarios y elites sociales endogámicas y dominantes, bajo una cultura del privilegio. Bastaría leer el Informe de la Fundación Sol titulado “Los Verdaderos Sueldos de Chile” (2020), para advertir que más de la mitad de la población tiene sueldos bajos y algunos de mera supervivencia, así como las pensiones por jubilación son miserables (https://bit.ly/3yADvYe). Y otro informe de la misma Fundación: “La pobreza del ¨modelo¨ chileno” (2018), revela que la pobreza alcanza prácticamente a 3 de cada 10 chilenos (https://bit.ly/3F5GuKJ). Es uno de los países más inequitativos del mundo, comparable con Brasil o Ecuador.
Chile fue un referente en Ecuador desde la época de Pinochet. Las elites ricas y empresariales repetían en privado “necesitamos un Pinochet” y se volcaron a apoyar a León Febres Cordero (1984-1988), primer presidente empresario y millonario, quien fue promovido por el Partido Social Cristiano y el pomposo “Frente de Reconstrucción Nacional”, que se proponían superar el “desastre” dejado por los gobiernos de Jaime Roldós y particularmente del democristiano Osvaldo Hurtado (ambos atacados de “comunistas”). El gobierno febrescorderista representaba a quienes no roban, saben hacer la riqueza, generar trabajo y dirigir empresas. Así lo repetían sus partidarios. El neoliberalismo en camino requirió de autoritarismo y represión. Sobre ello ha quedado un Informe de la Comisión de la Verdad (integrada por Julio César Trujillo), que destacó las violaciones a los derechos humanos (https://bit.ly/3e4Mo2Q). También O. Hurtado dejó el testimonio de aquellos años en su libro La dictadura civil (1988). Sin embargo, la continuidad del “modelo” empresarial-neoliberal se profundizó con los gobiernos sucedidos hasta 2006. Prácticamente en dos décadas y media las condiciones sociales solo se deterioraron, mientras lucraron de la acumulación de riqueza las elites concentradoras del capital, en medio de una millonaria corrupción privada inédita en la historia nacional, como se evidenció en la “sucretización” de deudas, los “salvatajes” bancarios, el feriado de 1999, la dolarización de 2000, los negociados con bonos, certificados y paraísos fiscales o las privatizaciones de bienes y servicios estatales, entre los casos más sonados. Entre 1996 y 2006 la institucionalidad democrática igualmente se desestabilizó (7 gobiernos, 1 dictadura, 3 presidentes derrocados). Siguió una década identificada con el progresismo latinoamericano; pero desde 2017 el gobierno de Lenín Moreno debió desmantelar los avances logrados y utilizar el control del Estado para perseguir y proscribir toda fuerza progresista, social y de nueva izquierda, a fin de revivir el modelo reivindicado por los grandes grupos económicos del país y dejar sentadas así las bases para la articulación del bloque de poder que une a derechas económicas y políticas en la hegemonía estatal actualmente vigente en Ecuador.
Como suele ocurrir en la historia, más tarde o más temprano, los pueblos adquieren conciencia de su situación y se lanzan a lo imposible. Por eso, desde 1990 son distintos los momentos de reacción social contra las herencias del pinochetismo en Chile y esa acumulación de fuerzas se hizo sentir, con particular agudeza, en octubre de 2019. Gracias a ello se abrió el proceso constituyente que pondrá fin a la Constitución de 1980, a pesar de todos los obstáculos levantados en el camino. Y la esperanza para un cambio de rumbos se ha concentrado en las elecciones presidenciales, porque, frente al “modelo” que representa Kast, el candidato Boric ha logrado representar a esas fuerzas de clases medias, trabajadores y sectores populares que anhelan derrumbar el régimen neoliberal tan nefasto para su vida y su trabajo.
Boric ofreció una economía social de bienestar e incluso sostuvo que conviene levantar un sistema como el que caracteriza a los países europeos. Su propuesta coincide con el tipo de economías sociales que comenzaron a establecer los gobiernos del primer ciclo progresista en América Latina durante los cinco lustros iniciales del siglo XXI, y que han tratado de levantar los del segundo ciclo, tras la arremetida neoliberal que siguió al primero. De modo que el triunfo de Boric puede provocar el giro que el pueblo chileno anhela en contra del modelo neoliberal que se volvió insostenible. Y, de otra parte, alienta las perspectivas que existen en América Latina para derrotar al férreo bloque de poder que han sabido construir las clases ricas, los altos empresarios, los medios de comunicación dominantes y las derechas económicas y políticas. En Ecuador es un triunfo que descoloca los sueños e ideales de quienes querían encontrar en Kast el ejemplo de los nuevos tiempos.