Lucrecia Maldonado
Recuerdo que corrían los primeros meses del mandato de Rafael Correa, y sin duda los medios, la partidocracia y los poderes fácticos tenían ya desde hace rato la consigna de perseguir con lupa y agigantar cualquier desliz, de la clase que fuera, del nuevo presidente. No existe un recuerdo claro del incidente, pues así como hay almas carroñeras, también existen otras que, en un afán de sanidad mental, prefieren enfocarse en otras cosas. De lo que sí resulta imposible olvidarse es del escándalo subsiguiente, que, lo sabemos, también era una estrategia similar a la del periodista Cueva, a quien un policía de tránsito se le acerca a cincuenta centímetros y cae al suelo dando alaridos porque seguramente se le lastimó el aura.
Pero eso no es lo único criticable: más lamentable aún resulta el modo cómo la ciudadanía se hizo eco de tamaño ‘insulto’. A un montón de gente se le activó el obeso bulleado que llevaba dentro, y se podría decir que incluso hubo quién llegó a llorar ante tamaña ofensa.
Lo que sucedió, básicamente, es que el presidente Correa, durante un enlace ciudadano, llamó ‘gordita horrorosa’ a la comunicadora Sandra Ochoa, quien le había planteado, inquisitivamente (como, por otro lado, era y sigue siendo la consigna de la prensa ante cualquier entrevistado que no responda al equivalente al WASP político criollo), algún cuestionamiento sobre la distribución de auxilios y recursos para las inundaciones de la Costa. La periodista, que se llamaba Sandra Ochoa, falleció hace poco tiempo a causa de una enfermedad terminal, y por respeto a su memoria no se hablará más de ella en este artículo.
Para el uso de aquellos calificativos había una explicación lingüística bastante sencilla: desde el léxico de la Costa del Ecuador, particularmente de la ciudad de Guayaquil, no era un insulto propiamente dicho. ¿O no han escuchado el trato cariñoso ese que a veces se da entre parejas, en donde se dicen afectuosamente ‘gordo’, ‘gorda’, o con más cariño ‘gordita’ o ‘gordito’? Y, por otro lado, el término ‘horroroso’ empleado en este contexto es un modo nada agresivo de calificar a alguna persona traviesa, recursiva, quizá sarcástica o algo parecido. Obviamente, en ámbitos como el serrano o el quiteño, en donde el corazón de cristal de bohemia suele ser una constante, sobre todo en ciertos sectores sociales, las cosas cambiaban. Pero, así y todo, la intensidad y duración del escándalo subsiguiente sobrepasaron cualquier expectativa. En algún medio digital o foro incluso hubo una señora que entretuvo a algunos lectores con el lacrimoso relato de su infancia de niña obesa maltratada por sus compañeritas de colegio, hechos que la persona en cuestión ya llevaba varios lustros sin superar.
Y así: aupados por Fundamedios, la SIP, las asociaciones de radiodifusores, canales de televisión y periodiqueros, se tildó al expresidente de machista, de misógino, de grosero, de soez, de atrevido, de insensible, de mala gente… y si no se dijo que tenía mal aliento es porque lo dijo a través de los micrófonos.
En los últimos días ha ocurrido un hecho no similar, sino bastante más agresivo. Santiago Cuesta, el consejero del presidente Lenín Moreno (y su brazo ejecutor para algunas tareas no del todo impolutas, podríamos decir), refiriéndose a una periodista que cuestionó la oferta del famoso ‘tren playero’, la llamó “retrasada mental” con todo desparpajo en una entrevista radial. El entrevistador ad hoc ni siquiera dio un respingo (hay video), peor una contestación y ni se diga una protesta. Los otros comunicadores o periodistas tampoco han dicho nada, y no hay una sola declaración de Fundamedios, de la SIP o de las asociaciones de canales de televisión, radiodifusores o prensa escrita. Silencio total, miradas a otra parte. Tampoco se han manifestado los familiares de personas con síndrome de Down, parálisis cerebral o cualquier dolencia similar. Más allá del apelativo “gordita horrorosa”, que tenía más de humorístico que de ofensivo, es francamente agresivo y grosero llamar a alguien “retrasada mental” porque cumple con una de las principales tareas de un comunicador o periodista, como es la de cuestionar, cosa que cuando lo hace su prensa y desde sus parámetros está perfecta, aunque sea hecha con una sintaxis deplorable, un prístino desconocimiento de lo más básico, una concordancia muy poco recomendable, una lógica bastante entumecida y unas intenciones de las que mejor no hablar.
No solo es una época de falsedad y represión solapada la que estamos viviendo. Es, sobre todo, una época en donde la norma del comportamiento de quienes se han entronizado en el poder (sería impresentable llamarles ‘autoridades’), así como sus adláteres, ostentan (en el sentido total de la palabra) el más burdo cinismo, la más grosera desvergüenza y la más brutal estulticia. Sin sangre en la cara, movidos por intereses inconfesables, van empujando hacia el abismo total a un pequeño país que alguna vez tuvo la ilusión de salir del marasmo y dirigirse hacia mejores días.