Por Lucrecia Maldonado
En el año 1988 formé parte del Coro de la Casa de la Cultura. Teníamos un aula en el segundo piso de la vieja casona, que según contaba algún anciano vigilante trasnochado, guardaba entre sus paredes los sonidos de los ensayos cuando no había nadie más que él en la edificación. Fueron unos años felices de música y amistad, como felices fueron todos los eventos que aquel lugar físico y simbólico cobijó en mi vida y en la de muchas otras personas. Presentaciones de libros, exposiciones, talleres literarios, obras de títeres, obras de teatro, conciertos…
La Casa de la Cultura Ecuatoriana, o como se la llama ahora, más propiamente, la Casa de las Culturas, nació en un momento doloroso para la vida y la autoestima del país. Víctimas tanto del proverbial descuido de un gobierno plutocrático, de su propio servilismo, y de las maquinaciones de la gran potencia que se cree dueña del patio trasero, habíamos sellado, finalmente, en un humillante proceso, la pérdida de casi el 50% de nuestro territorio. Benjamín Carrión, intelectual ecuatoriano de pensamiento socialista, junto con otras personas de diferentes tendencias ideológicas, pero con un interés común: el bien de nuestro país, se juntaron para crear la Casa de la Cultura, cuya constitución se selló en 1944. La premisa era simple: si no podíamos ser una potencia militar, si no podíamos ser una potencia económica ni tecnológica… podríamos ser una potencia cultural.
Más allá de si fue un acierto o una exageración la intención del grupo de intelectuales ecuatorianos que trabajaron con Benjamín Carrión en la forja de esta institución, lo que es verdad es que la Casa de las Culturas ecuatorianas no solamente se convirtió en un repositorio de la cultura del país, de sus manifestaciones artísticas y de su bella literatura, sino también en el hogar de quienes practican estas disciplinas y de quienes las disfrutan. Sus espacios, aparte de lo académico y lo erudito estaban impregnados de la calidez que emana de quienes se acercan con integridad y respeto a las cosas del espíritu.
Como todo hogar, no era perfecto, y de seguro hubo deslices y errores a lo largo de los años. Sin embargo, era nuestra casa, la casa del pensamiento, la casa del arte, la casa de la identidad y de la creación. Por eso resulta tan grave y dolorosa la invasión que, en un criminal acto bélico (no velico), fuerzas policiales al mando de, como diría Mario Benedetti, ‘otros más duros y siniestros’ la hayan invadido para evitar que se convierta en albergue de la gente que venía a manifestarse en el Paro Nacional.
Pretendieron ingresar saltándose las rejas, recordando a esos versos del mismo Benedetti: “y jugué por ejemplo a los ladrones/ y los ladrones eran policías”. Luego volvieron en la noche y se instalaron en la casa. ¿La excusa? La denuncia supuestamente anónima de que en las instalaciones de la Casa se había ocultado material velico [sic] que, por supuesto, hasta la fecha no se encuentra. La otra excusa, aupada por un par de funcionarias que no merecen el nombre de Ministra ni de Viceministra de Cultura, sino tal vez de Estulticia, que la policía estaba ahí para ‘proteger el patrimonio’.
Huelga decir que los artistas y gestores culturales han permanecido vigilantes en el entorno de la Casa de las Culturas, protegiéndola y defendiéndola hasta donde sea posible. Sin embargo, duele este secuestro de un sitio tan entrañable para todos.
Vivimos tiempos difíciles, signados por ubicuas imposiciones imperiales, manipuleo político de impresentables mal llamadas ‘élites’, y todo esto exacerbado por el irracional odio de los que siempre medraron del caos y regresaron por sus fueros con hambre atrasada. Sin embargo, sabemos que, como las amplias avenidas de Santiago, la Casa de las Culturas abrirá sus puertas y volveremos a pisar su suelo acogedor, a ocupar sus espacios cálidos, repletos de sapiencia y de memoria, y a cantar entre las paredes que guardan la memoria de las voces y las almas que de seguro la están resguardando en esta triste hora de la codicia y la estulticia que hoy por hoy ensucian su presencia.