Por Atilio Boron
Como un tumor muy agresivo, el lawfare hizo metástasis y amenaza de muerte a la democracia argentina. La decisión tomada por una banda de malhechores disimulados tras la engañosa solemnidad de un estrado judicial asestó un durísimo golpe al régimen democrático porque, en un juicio amañado y en donde se burlaron todas las cláusulas del debido proceso, condenaron sin prueba alguna a la actual vicepresidenta de la Argentina y la desterraron a perpetuidad de la vida política nacional. Una vez más aparece la proscripción como el recurso al que apelan la clase dominante y sus peones para sacar de la escena pública a quien, sin duda alguna, es la figura política más importante del país.
Claro está que los verdugos de las instituciones argentinas no sólo anidan en los nauseabundos despachos de la Justicia Federal. Aquellos son los ejecutores finales de un plan siniestro que reúne una parte del empresariado (industrial, agronegocios, especulativo, etcétera); agentes non sanctos de ciertos intereses internacionales -como el usurpador del Lago Escondido, por ejemplo- y, por supuesto, el duopolio mediático que transitó velozmente desde el periodismo al big business convirtiendo a ambos multimedios en poderosísimas corporaciones económicas. En esta infeliz mutación, la regla de oro de la noble profesión periodística: «decir la verdad y denunciar la mentira», Chomsky dixit, fue sepultada sin ceremonia alguna y el «periodismo de guerra», las fake news, la difamación y el chantaje se convirtieron en el modus operandi de los medios. Éstos, por su maligna (y antidemocrática) capacidad para formatear a una opinión pública cada vez menos -y peor- informada, carente de contrapesos comunicacionales, se convirtieron en la vanguardia organizadora del bloque reaccionario. Es por eso que en el tramo final de su elocuente y vibrante alocución Cristina Fernández señaló directamente al dueño de Clarín como el «capo di tutti i capi», denunciando el carácter mafioso de sus operaciones y de la coalición que dirige y que, sospechamos, se mantiene unida y obediente a sus directivas dada su formidable capacidad de extorsión sobre empresarios, jueces, fiscales, políticos y periodistas, amén de gente del común, impotentes para resistir la divulgación de los chanchullos puestos a buen resguardo en los archivos del «gran diario argentino».
La escandalosa sentencia condenatoria de Cristina sólo se empareja en su inmoralidad con la aventura de la jubilosa muchachada que participó en el cónclave reunido en la mansión del «okupa» Lewis en Lago Escondido. Nunca se había visto en la Argentina tamaña afrenta a la legalidad, a la separación de poderes, a la necesaria independencia e imparcialidad del Poder Judicial; nunca supimos de tan descarada promiscuidad entre jueces y fiscales, ex espías de la AFI, funcionarios del gobierno de la ciudad de Buenos Aires y un par de empresarios periodísticos que los agasajaron con sus dádivas. Lo que revela el chat de Telegram es que la catadura ética de esos santos varones no es mejor que la de Al Capone, Vito Genovese, Lucky Luciano y los hampones que en su momento se apoderaron de Chicago y Nueva York. Sus posteos y sus audios revelan la bajeza, la grosería y la inmundicia en la cual estos personajes se hallan tan a gusto. Pero, por décadas, estos malvivientes fueron y -aún hoy, luego del escándalo- son ensalzados por los pseudo periodistas de los grandes medios que los consideran como dignos custodios de la pureza de las instituciones y del Estado de Derecho.
Toda esta deplorable situación no se resolverá confiando en la autocrítica de la Justicia Federal, en su probada (falta de) voluntad de autorreforma o en un improductivo diálogo con los beneficiarios de la regresión mafiosa de la justicia y la política argentinas. Creo que sólo un «hecho de masas» -como el 17 de octubre, que fundó la Argentina moderna; como las grandes manifestaciones que pacíficamente derrocaron a los regímenes del Sha de Irán y Hosni Mubarak en Egipto, o liberaron a la India del dominio inglés- creará las condiciones necesarias para resolver esta crisis. Es decir, una irrupción multitudinaria, no violenta pero políticamente arrolladora podrá remover los fundamentos de un aparato judicial corrompido hasta la médula. Ante el previsible escepticismo de más de un lector o lectora me permito recordar la aguda observación de Maquiavelo cuando sentenció «que la grandeza de la república romana se asentó en el equilibrio entre el senado controlado por la nobleza y el pueblo de Roma», movilizado y agitado por los tribunos de la plebe. En línea con esta argumentación y para evitar que ese «hecho de masas» se convierta en una efímera y estéril catarsis política será imprescindible que el presidente Alberto Fernández convoque sin más demora a una consulta popular no vinculante, que sólo requiere un simple decreto, el cual, como lo establece la Ley 25.432 debe ser «decidido en acuerdo general de ministros y refrendado por todos ellos». Esta consulta deberá contener unas pocas preguntas muy simples que, según la ley, deberán responderse con un sí o un no. Propongo las siguientes:
a) ¿Está de acuerdo con someter a juicio político a los integrantes de la Corte Suprema y los jueces y fiscales de la Justicia Federal?
b) ¿Cree que jueces y fiscales y todo el personal jerárquico del Poder Judicial de la Nación ingresado con anterioridad a 2017 deben pagar el Impuesto a las Ganancias?
c) ¿Está de acuerdo en poner fin al carácter vitalicio de jueces y fiscales, obligándolos a reevaluar sus antecedentes periódicamente como condición de la renovación de sus mandatos?
d) ¿Está de acuerdo con que, tal como lo manda la Constitución de 1994, se comience a aplicar en la Argentina el juicio por jurados?
Sí, como parece, la respuesta de la ciudadanía resulta muy favorable se abrirían las puertas para avanzar, dentro del marco legal vigente, en una profunda reforma de la Justicia argentina. Incluso los diputados y senadores hoy refractarios a la reforma se verán compelidos a cambiar sus posturas una vez que la potente voz del pueblo se haya hecho oír. Por algo la derecha nunca quiere que el pueblo se manifieste. Ojalá que el presidente tenga la audacia necesaria para enfrentar de este modo un tema que no admite otra solución, y que medite sobre la aguda observación de Charles Fourier cuando dijo que «no es con la moderación como se hacen las grandes cosas». Y este país debe encarar la realización de «grandes cosas». De no actuar de esa manera la Argentina se internaría en un sombrío laberinto que solo nos asegura un desenlace de violencia y muerte. Aún estamos a tiempo, pero no queda mucho.