Verena Hitner

Los más creyentes hacen uso de las fatalidades del destino para explicar una sucesión inevitable de acontecimientos de los que una persona no puede escapar. Desde la redemocratización de Brasil en 1989, después de 20 años de gobiernos militares, Lula ha disputado las 5 primeras elecciones para presidente, ganando 2. Y la candidata apoyada por él, ha ganado las 2 últimas.

El hecho común a estos siete procesos fue que el debate sobre las reglas electorales orbitó alrededor de su figura. En las elecciones de 2018 no es diferente. El día 4 de junio del 2010, Lula, entonces presidente de la república, firmaba la Ley “Ficha Limpa” en un intento por disminuir la falta de legitimidad del Congreso Nacional y sus partidos, frente a la sociedad. Algunos años después, él mismo es condenado por esa Ley que, por ahora, le impide participar en el proceso electoral. La derecha, en el afán de mantenerse en poder, judicializó la política y pone en riesgo las instituciones que garantizan la república en Brasil.

Esa ley brasileña hace inelegible por ocho años a un candidato que tuvo un término anticipado de mandato, al que renuncia para evitar su finalización, o al que sea condenado por decisión colegiada de un tribunal, incluso en los casos en que aún exista posibilidad de recurso. En el último caso está Lula desde el 24 de enero, condenado por la justicia por corrupción y lavado de dinero.

Pero la pregunta que nadie entiende es: ¿cómo es posible que el presidente que más ha logrado cambios en la disminución de las desigualdades sociales en la historia de Brasil, que tiene hoy más de 40% de las intenciones de voto, pueda ser el primer expresidente enjuiciado en la justicia común, por un proceso que parece teatro de mal gusto?

Una de las explicaciones, es externa. Mucho se comenta sobre el Plan Atlanta, una trama conservadora construida en los Estados Unidos en 2012, que tiene por objetivo desmontar y desmoralizar los gobiernos progresistas de la región vía medios de comunicación, con acusaciones de corrupción y ataques a sus vidas privadas.

Otra explicación es interna y recae sobre los acontecimientos históricos recientes de Brasil, que tienen inicio con el golpe de Estado sufrido por la entonces presidenta Dilma Rousseff.

Dilma se reelige en un escenario de polarización social y crecimiento de la derecha en el parlamento y en la calle. Gana las elecciones con una agenda progresista que movilizó mucha gente que temía el retroceso. Sin embargo, después de la victoria, la presidenta cometió un error importante: en lugar de sustentarse en ese proceso de movilización para sostener un programa de avances en los derechos sociales, buscó acuerdos con los sectores más conservadores y adoptó parte importante de la agenda económica que había sido derrotada en las urnas. Nombró como ministro de Economía a un ejecutivo de la banca privada, que tomó medidas impopulares con el argumento de ajustar las cuentas públicas.

Con ello, ocurre un doble movimiento. Por un lado, pierde el apoyo de una parte de la base social que la había elegido meses antes: su aprobación cae rápidamente hasta cerca del 10% de la población. Por otro, queda rehén de sectores de la derecha, que ganan fuerza para organizar el movimiento golpista. Cuanto más cedió, más fuerza perdió.

Por su lado, la derecha, desde el primer momento, no aceptó los resultados electorales y apostó con todo a las denuncias de corrupción y al uso de instrumentos jurídicos para lograr fines políticos (lawfare), que tienen en la Operación Lava Jato su cara más conocida.

La operación Lava Jato de la policía federal busca investigar un esquema de lavado de dinero. La operación se inició en 2014, autorizada por el juez Sérgio Moro, quien condenó a Lula en primera instancia y, desde entonces, viene en una ‘guerra santa’ contra la corrupción en el país. Durante ese proceso, muchas personas de partidos políticos de todo el espectro ideológico fueron comprobadamente involucradas en procesos de corrupción. Más de cien fueron apresadas y condenadas, pero ninguno de ellos es figura pública relevante de los partidos de la derecha. Los medios de comunicación contribuyen construyendo la retórica de que ese es un problema del Partido de los Trabajadores y no del sistema, vendiendo el imagen de “partido de la corrupción” a la agrupación de Lula y Dilma.

La condena de Lula busca respaldo en una teoría jurídica conocida como “dominio del hecho”. Desarrollada en la década de 1960 por el jurista alemán Claus Roxin, defiende que un jefe de organización criminosa comete un crimen cuando ordena y comanda sus subordinados en la práctica de los actos ilícitos. La teoría nos convoca a reflexionar: ¿ejercer una posición política, en ese caso presidente de la república, es suficiente para determinar la autoría del crimen? En el derecho penal, una persona solo puede ser condenada por hechos concretos tipificados en la legislación, bien delimitados en el tiempo y en el espacio, y no por la detención del poder político. Los abogados de Lula suelen decir que se invoca esa teoría justamente por la ausencia de pruebas. Según juristas de renombre y estudiosos de la teoría, si la determinación de la autoría del crimen se basa solamente en esa teoría, no se puede culpar a Lula. Suena raro el hecho de que el 24E Lula fuera condenado por un crimen diferente al denunciado en el principio.

En una entrevista al diario argentino Página 12, Dilma argumenta que la persecución a Lula es la segunda fase del golpe. Tiene toda la razón. Los golpes militares del pasado reciente ya no son posibles en nuestra sociedad del espectáculo. Los nuevos golpes se esconden detrás del poder judicial y de una pretendida legalidad que, si se observa de cerca, carece de respeto a las instituciones republicanas. En Brasil, la certeza de la derecha de no poder ganar las elecciones por la vía democrática, les obliga a crear instrumentos para eludir el estado de derecho. El espectáculo de los juicios sin prueba, que se basan en convicciones, hace que el principal candidato de la izquierda sea inelegible.

 

Por admin