Verena Hitner

Brasil vive hoy el peor momento político de su historia democrática. Desde el fin de la dictadura militar, que duró 20 años, no hemos tenido una situación como la actual en la que lo que se juega es la misma civilidad de las personas.

La democracia liberal parece haber sido minada no solo como sistema político para tomar decisiones, sino también como régimen de garantías de derechos mínimos. Nancy Fraser, en su famoso artículo El final del neoliberalismo “progresista” argumenta que las insurrecciones electorales de 2016 como el Brexit y la elección de Donald Trump marcan una reacción radical de la población contra “la globalización corporativa, el neoliberalismo y a las élites políticas establecidas que los promueven”.

Ese diagnóstico formulado teniendo en la mira a las sociedades de Europa y de América del Norte, donde la fuerza del neoliberalismo siguió prácticamente incuestionada en los últimos 30 años, debe ser relativizado para el contexto de los países latinoamericanos donde, por el contrario, desde fines de los años ‘90, un conjunto de gobiernos progresistas trabajó, con distintos grados de radicalidad y éxito, en la construcción de una sociedad pos-neoliberal. Sin embargo, errores cometidos y contradicciones inherentes a estos procesos contribuyeron para que las corrientes neoliberales se hayan mantenido presentes, generando también en esta región del mundo un proceso de crisis política que sacudió profundamente a la democracia, permitiendo un escenario como el que vivimos actualmente en Brasil.

Vale recordar que al analizar los datos sistematizados por Latinobarómetro en los últimos veinte años, es posible ver que el apoyo a la democracia, a pesar de haber crecido en el comienzo del siglo XXI, volvió a caer después de 2010. Más allá de eso, los datos apuntan a una caída en el nivel de confianza en las instituciones políticas tradicionales por parte de la población de América Latina (www.latinobarometro.org). La confianza en instituciones como el gobierno, el congreso, la justicia y los partidos políticos, históricamente bajos, cayó aún más en los últimos diez años.

En Brasil eso generó un fenómeno en el que uno de los candidatos, que se presenta como el contrario al establishment político, y que aparece como primero en las encuestas, tiene como agenda electoral el ataque a los derechos y valores que sostienen la democracia brasileña. Su trayectoria política fue y es alimentada, desde los inicios de su vida política, por la apología abierta a la dictadura, la exaltación de la tortura, la banalización del estupro y el incentivo a la discriminación contra las mujeres, los negros y los indígenas.

Así, asistimos consternados el efecto de la actuación de ese candidato y de muchos de sus partidarios, en nuestra propia sociabilidad cotidiana: el discurso rabioso e intolerante contamina las redes sociales y cada día surgen nuevos casos de violencia, perpetrados por quienes comparten una opinión política diferente. La semana pasada, una joven tuvo un esvástica dibujada violentamente en su piel y un maestro de capoeira fue asesinado. Estamos frente a un modo de hacer política que no considera como adversario los que tienen otra opinión o ideología. Según esa lógica, los adversarios son enemigos a ser exterminados.

Además, desde el inicio del proceso electoral, el mismo candidato ha demostrado un total desprecio por las reglas que garantizan el carácter democrático de las elecciones. Desde un principio, el candidato levanta sospechas infundadas sobre la inviolabilidad de la urna electrónica; proclamó el no reconocimiento del resultado de las elecciones, en el caso de su derrota, y no participa de los debates públicos organizados por los medios de comunicación, en una actitud que sustrae de la población la posibilidad de tener información sobre sus polémicas propuestas. Entre las propuestas, destacamos la educación primaria a distancia, privando los niños de ir a la escuela, liberación del uso de armas de fuego, la salida de la Convención del Clima de París de Brasil (país con la más grande floresta tropical del mundo) y reversión de los derechos sociales adquiridos en los últimos años.

Hoy, lo esencial es la preservación de la cultura y de las instituciones que garantizan la vida democrática. No queremos en Brasil lo que pasó con Pinochet en Chile.  

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