Por Miguel Ruiz Acosta
Es bien conocida la sentencia leninista de 1921 respecto a que «la política es la expresión más concentrada de la economía». Si esto es así, las coyunturas electorales son, a su vez, el súmmum de la concentración, pues, si bien la política no es en absoluto reducible a los momentos electorales, éstos sí son decisivos para la reordenación de las fuerzas que se disputan la conducción del gobierno. Y, como sabemos, el espacio gubernamental es una pieza clave (que no única) para orientar las reglas de convivencia de una comunidad política de ciudadanos. Una comunidad que, dicho sea de paso, no es una comunidad de iguales, pues se encuentra atravesada por un sinnúmero de relaciones de poder que estructuran de forma jerárquica el tejido social. Dicho brevemente, detrás de la igualdad formal ante las urnas (una persona=un voto), se esconden múltiples relaciones de poder entre grupos sociales con grados diferenciados de acceso a la riqueza, al poder político y a la capacidad para hacer pasar sus intereses como si fuesen los intereses generales (ideología).
Por tanto, los periodos electorales son también una buena oportunidad para esclarecer lo que se juega en términos de las relaciones de poder y de la orientación de proyectos de país diferentes. Y, en algunos casos, como el del Ecuador actual, la disyuntiva no está planteada sólo en términos de diferencia, sino que es fácil identificar que se trata de proyectos esencialmente contrapuestos. En lo que sigue, argumentaremos qué dicha contraposición puede ser analizada desde la perspectiva de dos modalidades de pensar y construir la República: el republicanismo oligárquico y el republicanismo democrático.
En primer lugar toca precisar que entendemos por República. Esta es no es solamente una forma de gobierno que se opone a la Monarquía. Es, como sostiene Julio Cesar Guanche, «una propuesta sobre cómo organizar la sociedad, una escala de valores, un tipo de comportamiento político esperable de las instituciones y de los ciudadanos.” ¿En qué consiste dicha propuesta? Brevemente, en la capacidad que tienen los ciudadanos de ejercer el autogobierno en libertad y de forma virtuosa, para establecer una convivencia centrada en el bien común. Sin embargo, desde su nacimiento, el paradigma republicano albergó en su seno dos corrientes radicalmente contradictorias entre sí. Por un lado, estaban aquellos que defendían un tipo de estados formalmente republicanos, pero con prácticas del ejercicio del poder que son propias de un régimen político denominado oligarquía: una forma de organizar la sociedad en donde el ejercicio del poder fáctico es monopolizado por un reducido grupo de personas (los super ricos, las élites) para su propio beneficio. La forma de revestir de ropajes republicanos a los poderes oligárquicos fue mudando a lo largo de la historia, pero mantuvo un hilo común que se prolonga hasta el presente: la capacidad de las élites para hacer pasar sus intereses particulares como si fuesen intereses «de todos». En breve, si lo que está en el centro del ejercicio del poder no es el bien común sino el interés particular, estamos ante una República aparente; una pseudorepública o, si se prefiere, ante una oligarquía disfrazada.
Contra esa forma de organizar la cosa pública (Res publica) desde muy temprano en la historia se levantaron algunas voces que advirtieron sobre diferentes peligros de otorgar el poder político a la clase de los super ricos. Entre ellas, una que resulta harto sugerente es la de un pensador escocés del S. XVIII que hoy día pasa equívocamente como «padre» de los mercados desregulados: Adam Smith. No obstante, contra la vulgata neoliberal en boga, hay múltiples indicios de que Smith era un republicano profundamente precavido respecto al otorgarles demasiado poder político a las élites, como queda de manifiesto en la conclusión del Libro I de su famoso tratado de 1776 La Riqueza de las Naciones, en donde sostenía que:
«Cualquier propuesta de una nueva ley o regulación comercial que provenga de esta categoría de personas [los ricos que buscan su beneficio] debe siempre ser considerada con la máxima precaución, y nunca debe ser adoptada sino después de una investigación prolongada y cuidadosa, desarrollada no sólo con la atención más escrupulosa sino también con el máximo recelo. Porque provendrá de una clase de hombres cuyos intereses nunca coinciden exactamente con los de la sociedad, que tienen generalmente un interés en en ganar e incluso oprimir a la comunidad, y que de hecho la han engañado y oprimido en numerosas oportunidades». (Resaltado nuestro)
En otras palabras, Smith era muy consciente de los enormes riesgos que significaba para el bien común (supremo valor del republicanismo) el permitir que fueran las propias élites las que pusieran las reglas del juego que regulan los mecanismos de producción y distribución de la riqueza. O sea, no era deseable, desde un punto de vista republicano, poner a los zorros a cuidar del gallinero. Como ya se habrá advertido, esto nos conecta con el otro polo del republicanismo histórico: aquel que ha sido llamado republicanismo democrático o popular.
A diferencia de las posturas oligárquicas, esta perspectiva pone el acento en la doble obligación que tiene la República de: a) vigilar que las élites no abusen de sus posiciones de privilegio para utilizar a los poderes públicos en su propio beneficio; b) propiciar las condiciones políticas, económicas y culturales para que todas y todos puedan participar activamente en la definición de unas reglas del juego encaminadas a garantizar el bien común, y no solo el bienestar de unos pocos. En principio, el republicanismo no se opone a la riqueza, siempre y cuando dicha riqueza no interfiera con la posibilidad de que las mayorías puedan gozar de una vida auténticamente libre y virtuosa; y, para ello, es necesario desterrar de la comunidad política las desigualdades extremas que engendran miseria, ignorancia y dependencia de unos respecto de otros. En otras palabras, el republicanismo democrático no puede desarrollarse plenamente si no va acompañado de una economía política popular; una economía política radicalmente opuesta a la economía política tiránica propia del republicanismo oligárquico. En suma, es poner a los poderes públicos bajo el control de los intereses de las mayorías y para el bienestar de las mayorías.
Es verdad que no siempre los pueblos se enfrentan en las urnas a la disyuntiva de escoger entre las dos modalidades de proyectos referidos. Pongamos por caso, la historia reciente de los Estados Unidos, cuyo sistema político bipartidista está organizado para restringir lo máximo posible el arco de posibilidades que se le otorga a la ciudadanía. Así, a los norteamericanos casi siempre les toca optar por cualquiera de los dos partidos hegemónicos, que no encarnan sino dos matices ligeramente diferentes de un mismo modelo de administración de una república histórica y estructuralmente oligárquica, organizada en función de la codicia de un número muy reducido de corporaciones y multimillonarios. Sin embargo, las cosas no siempre marcha así en otros lugares del planeta. La historia reciente de América Latina da cuenta de que en no pocas batallas electorales los contendientes finales si son portadores de proyectos sustancialmente diferentes desde el punto de vista del tipo de republicanismo que los inspira.
Tomemos, por ejemplo, la oleada de «presidentes-empresarios» analizada a profundidad en el reciente libro de Inés Nercesian. Allí queda claro como prácticamente en todas las latitudes de Nuestra América en donde las élites económicas asumieron la tarea de gobernar de forma directa, el poder político fue puesto al servicio del enriquecimiento privado, en detrimento del bienestar de las mayorías. Los mecanismos son múltiples y las consecuencias variadas: privatizaciones de bienes públicos; privilegios tributarios para las élites; permisividad con la evasión fiscal; recorte del gasto social; modelos de acumulación altamente excluyentes; precarización de las condiciones laborales y de vida; ensanchamiento de las desigualdades; ruptura del tejido social; incremento de los niveles de pobreza y miseria; explosión de los niveles de violencia y criminalidad… y represión estatal para quienes protestaran contra las políticas oligárquicas del neoliberalismo.
Ante ese panorama y regresando al tema de las elecciones en el Ecuador, nos vemos obligados hacernos la pregunta de por qué en esta ocasión podría ser diferente el resultado. La verdad, no parece haber ningún indicio de aquello. Por el contrario, hay múltiples evidencias de que las prácticas políticas de la familia y de la élite a la cual pertenece el candidato del polo oligárquico son esencialmente las mismas de siempre. Afortunadamente, en el otro lado de la papeleta, los ecuatorianos tendremos la posibilidad de optar por una candidatura que encarna en buena medida los valores del republicanismo democrático: ese que pone en el centro de sus preocupaciones la responsabilidad estatal por el bienestar de las mayorías y no de unos cuantos. Es tarea urgente de esa corriente, y de quienes la respaldamos, explicar lo mejor posible (y no sólo a sus habituales votantes) las diferencias profundas que la separan del proyecto elitista del Grupo Noboa al que nos enfrentamos. Pero también es menester enriquecer dicho proyecto con perspectivas democrático-republicanas abanderadas por otras fuerzas políticas con las que las coincidencias son mayores que los puntos de fuga; con aquellas que también han enfrentado en las calles y en las urnas la voracidad oligárquica.Y, para concluir: esta no una tarea exclusivamente de orden intelectual; es también un trabajo que pasa por articular las ideas con las emociones y con los sueños de la gente, pues de eso también está hecha la política.