Por Daniel Kersffeld
La ultraderecha tiene una extraña obsesión frente a la pedofilia: denuncia sus presuntas redes mediante teorías conspirativas y, sin pruebas definitivas ni comprobables sobre sus acusaciones, obtiene en cambio crecientes beneficios políticos y una enorme repercusión mediática.
Según el historiador británico Norman Cohn, las conspiraciones centradas en la vulnerabilidad infantil no son nuevas y pueden ser rastreadas desde principios de la era cristiana. Estos relatos alcanzaron su mayor desenvolvimiento a partir del siglo XII, cuando alimentaron un primitivo relato antisemita, conocido como “libelos de sangre”, según el cual los judíos secuestraban y mataban a niños cristianos para utilizar su sangre en rituales religiosos.
Este tipo de argumentaciones falaces, creadas para denunciar y hostigar a distintas minorías responsables de una supuesta “crisis moral” de Occidente, no sólo no decayó con el avance de la modernización, sino que consiguió un impacto cada vez más amplio gracias al uso de la tecnología y a la proliferación de contenidos vinculados con la sexualidad y la pornografía.
En tiempos recientes, las versiones que ligan a la pedofilia con las conspiraciones registran al menos dos antecedentes clave para la consolidación ideológica de la ultraderecha internacional.
El primer caso, en plena era Reagan, comenzó en 1983 con acusaciones a la familia McMartin, la que supuestamente nutría a una enorme red de pedofilia escondida bajo una escuela preescolar de su propiedad en California. La investigación sobre los supuestos abusos sexuales a más de 300 niños desató una histeria colectiva contra las guarderías, pero terminó en 1990, sin ninguna condena y como el juicio penal más largo y costoso de la historia estadounidense.
El Pizzagate se tramó durante la campaña presidencial de 2016 y alegó que figuras prominentes del Partido Demócrata dirigían una red de explotación sexual infantil en túneles bajo la pizzería Comet Ping Pong, en Chevy Chase, un barrio residencial de Washington DC. En pocos meses, la teoría estuvo totalmente desacreditada, lo que no impidió que un hombre se acercara al local comercial con un rifle de asalto para rescatar a los niños que creía que estaban encerrados allí.
En ambos casos, el detonante del relato conspirativo fue la reacción conservadora frente a las conquistas sociales obtenidas por aquellos conjuntos sociales que determinaron buena parte de la política progresista de aquellos años.
El caso McMartin simbolizó en las guarderías la definitiva incorporación de las mujeres al mercado laboral y la ampliación de un universo que hasta ese momento sólo se encontraba determinado por la familia y por el hogar. En tanto que, con el Pizzagate, la ultraderecha impugnó los avances, sobre todo, en áreas como el matrimonio igualitario, la creciente aceptación de los derechos de las personas transgénero y, principalmente, la hegemonía cultural de la agenda de justicia social.
La principal herencia del Pizzagate fue la puesta en marcha de QAnon, un colectivo constituido en torno a las siempre volátiles redes sociales y que apoyaba el presunto interés de Trump por atrapar a un grupo de la élite liberal responsable de la construcción de una extensa red de tráfico sexual infantil. El relato fue incentivado por varios usuarios anónimos de internet que se hacían llamar “Q” y que afirmaban ser miembros del partido republicano en su lucha contra la cúpula del partido Demócrata y contra el progresismo de Hollywood. De las filas de QAnon surgiría la hoy congresista Marjorie Taylor Greene, una de las activistas del trumpismo más recalcitrante.
Como en su primer mandato, hoy también los seguidores de Donald Trump asumen la centralidad del combate contra las redes de pedófilos y de trata de niños que operan en las sombras.
Con la expansión global de las ultraderechas y su creciente alineamiento con el régimen republicano, no sorprende que este relato conspirativo también se internacionalice, como ocurrió en México, donde el extremismo acecha actualmente al gobierno de izquierda de Claudia Sheinbaum a través de portavoces como el actor y activista Eduardo Verástegui, productor de “Sonido de Libertad” (Sound of Freedom, 2023), film centrado en el rescate de niños víctimas de explotación sexual en Colombia y al que la derecha considera como uno de sus productos culturales más representativos en torno a sus inquietudes, temores y definiciones políticas.
En Argentina, la ultraderecha avanza por ese mismo camino, a partir de la denuncia mediática de una supuesta red de trata y pedofilia vinculada a un grupo de figuras ligadas a la oposición al gobierno, pero principalmente, a los grupos LGBTIQ+. La acusación no es casual: es política, mantiene una agenda ideológica evidente y tiene inocultables resonancias internacionales.