Carol Murillo Ruiz
La historia detalla los diferentes estadios del feminismo tibio y el feminismo radical. Semejante recorrido de las luchas de las mujeres, en Occidente, muestra los arduos momentos que han pasado las sociedades para que lo humano alcance su factor de riesgo más frágil: el equilibrio necesario de la condición humana.
La conmemoración del Día Internacional de la Mujer, la semana pasada, coincidió con una corriente que hoy intoxica todos los feminismos posibles: la cruzada contra los hombres que acosan o matan a las mujeres. ¿Por qué cruzada? No me opongo a que una lucha tan desigual como la emprendida por las mujeres –desde cualquier trinchera, sea política o no, feminista tibia o radical- se escenifique con los recursos que la modernidad, la tecnología y la creatividad lo permiten, en las calles o en las redes virtuales, para herir un canon creado a imagen y semejanza de una falocracia social que reprime cada enunciado de equidad y/o diferencia (diferencia entendida a lo Alain Badiou, o sea, solo aceptar la diferencia entre hombres y mujeres posiciona de verdad a la mujer históricamente), pero sí me opongo a que la lucha por la aparente igualdad hombre/mujer se confine, en conceptos y acciones, tras lo que podría denominarse como la criminalización del feminismo. ¿Qué quiero decir?
La personalización e individualización de la lucha contra el acoso y el femicidio tienen un tufo a venganza (no desagravio) lo cual vacía de sentido las tesis justas y legítimas que destapan delitos que, en otras épocas, se han mal tolerado social y legalmente. Cuando las mujeres empezaron a pelear, por ejemplo, por la igualdad de salarios y horarios laborales, estaba implícito que el capitalismo discriminaba –y discrimina- la fibra femenina por su natural debilidad y el rol ancestral de la división del trabajo. Costó muertes la relativa equiparación de la paga y la aprobación social de que la mujer abriga tanta energía como un hombre según las demandas materiales del trabajo encargado.
Ahora bien, al decir que cierto feminismo basa su lucha contra el patriarcado, a veces en abstracto, o a veces con nombres y apellidos –como es la contraproducente moda actual- lo que trato de hacer es reconocer que esa vía impulsa una, aún, precaria consecuencia: el nacimiento de una extraña misoginia social que viene de hombres y mujeres no habituados a ningún feminismo ya sea teórico o práctico. ¡Y eso es un peligro! La gente no se unirá a la lucha contra el acoso sexual y el femicidio porque un grupo de mujeres (y algunos hombres), pequeño o grande, se consagre a denunciar a acosadores y presuntos femicidas, circulando nombres y fotografías de manera infame o creando perfiles en Facebook para descargar traumas reales, tristes y dolorosos, sino cuando esa lucha se sustraiga del psicologismo fácil y se la politice al máximo en el espacio del debate crítico.
El feminismo, de cualquier vertiente, no debe caer en el activismo que despoja a otros seres –los hombres- de su condición humana; condición forjada en un sistema del que, oh paradoja espantosa, son victimarios y víctimas… también; esa doble situación exige entender una trama mucho más compleja que el delito en sí mismo (acoso o femicidio), pues las dos caras de la moneda guardan el imperativo emocional, intelectual, político y, sobre todo, filosófico de interpretar, en sus distintos influjos, el tormento de las relaciones de hombres y mujeres milenariamente.
Campañas o cruzadas como Me too o Yo también han inundado la red virtual y aspirado concientizar el mundo patriarcal, lo que es apuntar a ¡todo el mundo! ¿Lo han logrado? Lo obtenido es la instalación de un discurso anti hombres que impide andar y revelar el laberinto de las relaciones de poder tácitas en el acoso y el femicidio. Relaciones de poder que son tan o más crueles en su entramado cuotidiano que su hipotético final (el acoso sexual).
Ergo, hay que explorar en macro los aprietos y las tribulaciones de la sociedad. Acoso y femicidio no han de verse solo como delitos o materia estricta del derecho (fichar y castigar). No. El sentido de la justicia, que no de la ley, viene del discernimiento exhaustivo de un hecho cultural violento que resiente causas económicas y políticas; un habitus social, acaso, que aprueba evadir las tensiones humanas a través de una sexualidad reprimida o desfogada de modo ‘anormal’. Por tanto, no es azotando a los acosadores o a los femicidas, por separado, cómo las sociedades van a deducir y contener la violencia machista sino apelando a la disección de un estándar social y cultural que desregula a hombres y mujeres más allá de sus propias pretensiones redentoras.
Una cruzada que busca sancionar mediáticamente, primero, y, judicialmente después a los supuestos acosadores o femicidas apenas roza la puerta de un infierno mayor: convertir al feminismo radical en su opuesto ante unas audiencias desprevenidas. ¿Cuál es su opuesto? Montar una especie de misoginia social o, lo que es peor, que la gente criminalice toda expresión de feminismo.
Y el feminismo beligerante pero liberador no lo merece.