Lucrecia Maldonado
La población promedio del Ecuador es tremendamente apegada a todo lo que sea rumor, frase hecha, cliché o ruido de piedra en el río. Nos encanta el chisme. Tragamos opiniones como si fueran hechos. Consideramos los rumores como testimonios irrefutables. No nos preocupamos de averiguar, de consultar otra fuente, de buscar una segunda opinión, y peor de leer entre líneas para inferir lo no dicho, que con frecuencia suele ser más importante y fundamental que lo dicho a voces.
A partir de esta falencia han hecho su agosto avezados políticos, sagaces comunicólogos, manipuladores de púlpito y otras especies de igual ralea. ¿Qué fue, si no, la hoguera bárbara, macabro suceso en donde la perversidad natural de ciertos individuos se vio azuzada por una prensa mal intencionada y un poco de fanáticos carentes de la más mínima esencia humana? Y así, con todo.
Ahora, con lío entre narcos, guerrilleros, periodistas, secuestros, asesinatos y desatinados comentarios de quien debería conducir adecuadamente la situación pero tal vez ni entiende bien de qué se trata, se ha dado en repetir que “la culpa es de Correa porque él puso la Tabla de Consumo Mínimo”. Lo triste no es que una persona que ocupa muy orondamente un cargo que le queda demasiado grande lance al aire este tipo de afirmaciones. Lo triste es que se comience a repetir con acuciosidad de abeja. Y lo trágico es que todo el mundo comience a creérselo, y lo siga repitiendo.
El Ecuador ha sido un país con gravísimos problemas de adicción a las sustancias desde siempre. ¿Quién no recuerda a los poetas de la Generación Decapitada, casi todos ellos presos de los opiáceos y, por lo menos uno, muerto de una sobredosis de morfina? Cuando aún no existía la tan estigmatizada tabla, igual muchas personas consumían cualquier cantidad de sustancias, dándose modos para esquivar el brazo de una ley muy punitiva, pero para nada versada en un tema tan complejo como es el de la drogadicción.
Es muy conocido que el establecimiento de la “Ley seca” en los Estados Unidos de principios del siglo XX disparó los niveles no solo de fabricación y expendio clandestinos de bebidas alcohólicas, sino también de alcoholismo. Tanto así que en aquella época surgió la organización de Alcohólicos Anónimos. Y es sabido por profesionales y otras personas versadas en el asunto que, en casos como el del terrible trastorno que es la adicción a sustancias, el castigo no disuade per se a nadie de consumir la sustancia que lo tiene preso. Porque la adicción no es un problema de mala educación, tampoco es eso que cierta gente llama, llenándose la boca, “falta de valores”. La adicción es un trastorno de la conducta, y es multicausal. No es un problema moral. Tal vez sí un problema de salud pública, pero que no se soluciona con eliminar esa Tabla que, de alguna manera, siempre imperfecta, ponía las cosas en su sitio y contribuía a llamarlas por su nombre.
¿Por qué quienes protestan a coro contra la tabla no piden también que se prohíba y penalice la venta de alcohol, de cigarrillos, de bebidas azucaradas? Quienes consumen estas sustancias compulsivamente también son adictos, y a nadie se le ocurre siquiera sugerir que el estado tome cartas en el asunto. Más allá de la perversidad del contracorreísmo (que también es un comportamiento enfermizo, obsesivo y compulsivo), es importante investigar un poco más, poner a trabajar el cerebro y dejar de repetir como periquitos lo que los acólitos del sistema nos dictan a través de sus medio-medios.