Nunca vamos a engañar a la gente. Les diremos qué vamos a hacer primero, y cómo y cuándo. Y si algo fracasa, debemos con decisión explicar los motivos de ese fracaso. Vamos a mantener un diálogo permanente con el pueblo. Nadie debe ilusionarse falsamente. Hay problemas en este país que se arrastran por más de un siglo. Esos problemas no se van a solucionar de la noche a la mañana, como por arte de magia.
Salvador Allende, 9 de septiembre de 1970
Un día como hoy hace 50 años (4.09.70) el pueblo de Chile le daba la victoria electoral al Dr. Salvador Allende, quien se presentaba por tercera ocasión a la contienda presidencial, en esta ocasión compitiendo contra el derechista Jorge Alessandri y Rodomiro Tomic de la Democracia Cristiana. Allende, por su parte, era apoyado por una amplia coalición: la Unidad Popular. La UP estaba integrada por los partidos Socialista, Comunista, Social Demócrata, así como por escisiones de grupos de la izquierda de la Democracia Cristiana: movimientos políticos que, pese a sus diferencias ideológicas, tuvieron la inteligencia de apostar por la unidad en la acción para impulsar un programa común. La del 4 de septiembre de 1970 no era una elección cualquiera, y no sólo para los chilenos sino, en muchos aspectos, para toda América Latina: era la primera vez en la historia que un candidato con un programa de inspiración claramente socialista se encontraba a las puertas de convertirse en primer mandatario mediante sufragio popular.
Allende se había convertido en la esperanza de un amplio abanico de sectores sociales que, organizados o no, vieron en el movimiento que encabezaba la posibilidad de ir construyendo una alternativa a los grandes problemas que tenía un país altamente polarizado en términos económicos y sociales. Como recuerda Mario Amorós en su reciente libro Entre la araña y la flecha: La trama civil contra la Unidad Popular, el Chile de 1970 era una nación en donde gran parte de la población carecía de vivienda digna; de salarios que cubrieran las necesidades vitales; donde la mitad de los niños menores de quince años padecía desnutrición. Por el contrario, menos del 10% de los chilenos acaparaban la mitad de la riqueza del país.
Aún con la victoria electoral del 4 de septiembre el camino de Allende a la Presidencia estaba plagado de dificultades. De acuerdo a la Constitución, si ninguno de los candidatos lograba una mayoría absoluta en las urnas (que era el caso) la responsabilidad de la elección recaía en el Congreso Pleno, donde la UP tenía una representación muy pequeña, aunque la costumbre era que el Congreso ratificara al candidato con la mayor votación popular. No obstante, en esa ocasión las cosas no serían tan sencillas, pues la oligarquía chilena, en complicidad con el gobierno de los Estados Unidos, hicieron lo imposible porque Allende no asumiera el cargo: desde la presión a los dirigentes de la Democracia Cristiana para que ordenaran a sus congresistas votar por Alessandri (segundo en sufragios), hasta el apoyo de la CIA al grupo fascista Patria y Libertad para secuestrar al Comandante del Ejército, René Schneider, y poder inculpar a la izquierda de la creación de caos social, pasando por el viaje a Washington del magnate de la prensa chilena, Agustín Edwards, con la finalidad de convencer al gobierno norteamericano de la necesidad de intervenir en la coyuntura electoral. Por diferentes razones todos esos intentos fallaron, aunque dejaron algunas víctimas en el camino, como el propio Schneider, asesinado por los fascistas.
El fracaso de los golpistas permitió que Allende pudiera asumir el mandato presidencial el 3 de noviembre, dos meses después de su elección. Una vez instalado en el Palacio de la Moneda, el Compañero Presidente puso en marcha un ambicioso programa de reformas encaminadas a reducir las enormes brechas de desigualdad que atravesaban el país, como bien resume Amorós: «recuperó para Chile la gran minería del cobre y profundizó la Reforma Agraria hasta erradicar el latifundio, nacionalizó la banca y los grandes monopolios industriales y abrió paso a la participación de la clase obrera en la dirección de la economía, desplegó una política integral en áreas como la salud y la educación, alumbró una gran obra cultural … y exhibió una política internacional ejemplar en el mundo de la Guerra Fría, que convirtió al Chile de Allende en una referencia universal».
Vale la pena recordar que en esa empresa Allende no estuvo sólo. Además de la amplia capa de militantes de los diferentes partidos que lo acompañaron en las tareas de gobierno, el programa de la UP pudo avanzar gracias a la participación de cientos de organizaciones populares rurales y urbanas que, desde abajo, desplegaron múltiples iniciativas tanto de respaldo a las políticas gubernamentales como de demandas propias, en mayor o menor sintonía con lo que planteaba la UP; un proceso que fue descrito por Frank Gaudichaud como poder popular constituyente, resultado de un acumulado de fuerzas sociales que habían ido madurando en términos organizativos y de formación política durante los años anteriores al triunfo electoral. Ese acumulado de fuerzas era producto, a su vez, de un arduo trabajo de miles de militantes de partidos y organizaciones de base como sindicatos, movimientos urbano-populares, estudiantiles, campesinos, artísticos… De acuerdo a Gaudichaud, con el triunfo electoral de la UP, esas organizaciones se abocaron a la doble tarea de defender al gobierno de la insurrección política (y militar) de la derecha que no dejaba gobernar a Allende y amenazaba las conquistas populares, al tiempo que trabajaban por «profundizar el proceso de transformación revolucionaria con las herramientas que disponían: ocupación de fábricas, manifestaciones en la calle, autodefensa de las poblaciones».
Como está ampliamente documentado por historiadores, periodistas y cineastas como Patricio Guzmán (La batalla de Chile), lo que la derecha no pudo conseguir en las urnas ni mediante la manipulación del sistema político, trató de arrebatárselo por la fuerza al pueblo chileno. Y no nos referimos únicamente al conocido desenlace del golpe militar del 11 de septiembre de 1973, sino a la incesante guerra económica, mediática y parapolicial que desplegó la oligarquía y el imperialismo norteamericano a lo largo de los cerca de tres años que siguieron a la elección de Allende: huelgas patronales, boicot a la economía, guerra psicológica mediante la manipulación mediática y demás operaciones encubiertas que fueron auspiciadas por la CIA a través de la Operación FUBELT. Dichas acciones fueron minando no sólo la capacidad gubernamental para administrar el país, sino que también calaron en la conciencia política de algunas capas de la población, pues fueron convencidas de que los problemas que atravesaba el país eran de única responsabilidad del gobierno, ocultando con bastante éxito a los verdaderos generadores del caos. No fue sino muchos años después del golpe definitivo, cuando se comenzaron a conocer los detalles de la ofensiva coordinada entre los poderosos de Chile y la administración de Richard Nixon contra la Unidad Popular y el pueblo chileno.
A 50 años del triunfo de la UP, y después de una larga experiencia de victorias y derrotas populares, América Latina sigue enfrentando la violenta oposición de sus élites y demás poderes internacionales a las diferentes iniciativas de construir proyectos nacionales más inclusivos y justos. Se engañan aquellos que creen ingenuamente que las derechas criollas e injerencistas van a jugar limpio si perciben que sus intereses pueden ser tocados por proyectos que les disputen su poder. Lo vimos recientemente en Brasil o en Bolivia: las agendas golpistas están de vuelta, con un amplio repertorio de herramientas (lawfare, guerra mediática, insurrección policiaco-militar…). No podemos descartar en absoluto que sigan jugando estas cartas en los diferentes países de Nuestra América, sobre todo allí donde van cobrando fuerza las iniciativas políticas y electorales capaces de desafiar el injusto orden que hoy reina en la región.