Por Galo Mora Witt

Su timbre arenoso nos llegó hace muchos años, cuando la ilusión del pueblo chileno, encarnada por Salvador Allende, colocaba en la esfera de la realidad las utopías y buenos augurios de los viejos socialistas del continente y enlagunaba los ojos de millares de obreras, estudiantes, trabajadores, que avistaban por primera vez el rostro de la esperanza. Arriba en la cordillera, El andariego, Cautivo en Til Til, Ya no canto tu nombre, América Novia Mía, Samba landó, fueron las primeras canciones que escuchamos de ese infatigable creador, ligado a los manifiestos fundacionales de la Nueva Canción Chilena junto a la matria Violeta Parra y sus hijos filiales o adoptivos: Isabel y Ángel, Víctor Jara, Oswaldo El Gitano Rodríguez, Quilapayún, Inti Illimani, Aparcoa.

El azar venturoso hizo posible conocerlo personalmente, y, desde entonces, su imagen permanecería ligada a lo más sensible de nuestro cancionero. Llegó a Guayaquil en 1981, con su optimismo intacto y su equipaje del destierro; más tarde, en el III festival de la Nueva Canción, evento realizado entre 8 y 14 de julio de 1984, las madrugadas nos sorprendían en torno a interminables tertulias sobre un cántico que se iría cada vez haciendo más tormenta que romance.

Ya no somos nosotros, Retrato, Bandido, Elegía para una muchacha roja, La canción que te debo (compuesta para su madre y todas las madres de Chile)entre otras canciones de sus primeras producciones, abrieron el camino hacia una obra diferente, sin lugares comunes, sin recursos mercantiles ni oropeles. Una noche del año 2007, gracias a Max Berrú, fuimos hasta su casa de Reñaca, playa cercana a Viña del Mar en la región de Valparaíso. Fue una noche larga, donde la charla se animó con media docena de botellas de vino, recuerdos, memoriales o actas, como solía llamar a sus producciones literarias, entre ellas, las Actas del cazador en Movimiento o las Actas de Marusia, que dieron origen a la legendaria película del mismo nombre.

Al calor de la noche nos llevó por una breve peregrinación por posters y afiches que adornaban su casa, referencias a sus obras teatrales, premios internacionales, y, en grata confesión dijo: ustedes, los ecuatorianos, pueden enorgullecerse de contar con el más grande poeta de América Latina después de Neruda, César Dávila Andrade. Decidimos entonces emprender juntos una aventura: la cantata a Eloy Alfaro que él había borroneado, porque, decía, es el hombre más puro del continente. La empresa perdió el rumbo, no volvimos a vernos, pero llevamos su palabra y sus versos en nuestras vihuelas y alforjas campesinas.

Fue protagonista del atentado de 1986 contra el sátrapa Pinochet; escribió centenares de canciones sobre el desarraigo y el exilio, con tal nobleza que nos hizo envalentonar para tararear La muerte no va conmigo, Las caídas, Cuando me acuerdo de mi país. Hoy que su muerte ha dejado en orfandad a Chile, recordamos su honradez intelectual, su compromiso con el arte y la vida.

Volvió a su amado país para decirle esa letanía del coraje que esperamos repetir con la misma dignidad: Vuelvo al fin sin humillarme, sin pedir perdón ni olvido, nunca el hombre está vencido, su derrota es siempre breve.

Hasta siempre amigo y camarada Patricio Manns, solo queda invitarte otra vez a la farra que en la madrugada estallará con tus palabras:

Ven a beber conmigo en doce copas

doce campanas esta medianoche

escucharás el bronce congelado

tañendo nuestro adiós en doce copas…

Por Editor