El presidente Lenín Moreno gobierna el país con un bajo porcentaje de credibilidad y de aceptación, que apenas llega al 15 por ciento. Se podría decir que con esas cifras -las más bajas que algún mandatario haya tenido desde el regreso a la democracia- su gestión estaría llegando a los límites peligrosos de la un estado de ilegitimidad que podría provocar su salida anticipada.
Los hechos y la realidad parecen desmentirnos porque Moreno cuenta con el respaldo pleno y casi absoluto del gobierno de los Estados Unidos, como lo acaban de corroborar las declaraciones del jefe de la diplomacia estadounidense Mike Pompeo, en su expedita visita al Ecuador. Si consideramos estos factores, la baja credibilidad y la popularidad del presidente y el respaldo de los Estados Unidos, tendríamos una ecuación siniestra para la supervivencia de la democracia ecuatoriana y latinoamericana que ahora dependen de protectores o tutores externos.
Y depende, además, del nivel de obediencia y acatamiento del mandatario y su disposición a cumplir al pie de la letra las tareas encomendadas. Hemos llegado, en apenas dos años, más allá del servilismo y la genuflexión mientras el país acaba de entrar en un franco estado de anomia, cuando el nivel de desconfianza de los ciudadanos se extiende ahora a las otras funciones del estado como la asamblea nacional, la fiscalía, el consejo nacional electoral y la contraloría con porcentajes parecidos a los del presidente.
La anomia es el reconocimiento del fracaso de la institucionalidad y de la racionalidad, es decir, del estado de derecho y de la democracia. De acuerdo a Gerard Imbert, (Los escenarios de la violencia) y Emile Durkeim, la anomia ‘indica un ruptura de la solidaridad, una dilución de los puntos de referencia que expresa una pérdida de la identidad social’. La anomia, que significa de manera literal ausencia de reglas, de normas, de falta de ley, ‘aparece en períodos de cambios históricos, en contexto de crisis nacional y se expresa mediante manifestaciones de desorden que reflejan una crisis de valores’ y por consiguiente, el deterioro directo de la institucionalidad, frente al ‘desarrollo técnico de los medios de intimidación’.
Y junto a esta consideración -la de los medios y el poder- el país acaba viviendo el signo de una anomia que también se inscribe en el lenguaje e incluso lo supera pero como fracaso de la misma racionalidad. Es decir, en esta forma de lenguaje lo sustantivo es el abuso de la subjetividad, la descontextualización para la construcción de un ‘discurso de la violencia preferentemente cultivada por los medios de comunicación’.
De esa manera, la anomia como factor de disuasión, copa el discurso de la violencia y el actual discurso de la espectacularidad, que es propio de los medios de comunicación. Porque la intención final del poder y de los medios, es fomentar y exacerbar el debate colectivo de una polémica trivial y vacía sobre la actualidad a través de dos momentos: la información y la opinión. Eso es lo que Harald Wenrich (El Tiempo, Leteo: arte y crítica del olvido) denominó ‘la lingüística de la mentira’ que opera en la corrupción y la falsificación del lenguaje.
Los entendidos, es decir, los ‘idólatras del lenguaje’, llamaron la construcción de la verdad. Construcción de la verdad solo sustentada en las apariencias o las imágenes ilusorias de la propia realidad. Ese es el del discurso del orden. Un discurso ordenador de estructuras -dice Imbert- ‘conformador de un universo de referencias más o menos imaginarias, que inmunizan de alguna manera contra el desorden y que puede coincidir en el plano del intercambio económico, con la función cumplida por el dinero’.
Para corroborar la conjetura inicial, solo bastaría con remitirse a ciertos medios de comunicación, en los que en términos modales, opera la transgresión del sentido de un poder ver, que se ejerce sobre asuntos públicos, como sobre una de las caras del discurso político. El poder ver es capaz de poner la mirada en otros objetos o hechos, por supuesto a la conveniencia de la misma autoridad: las acusaciones contra funcionarios del gobierno anterior, por ejemplo, por ser ‘correístas’, mientras se oculta la inculpación de Moreno por supuestos actos de corrupción en el caso Ina Papers. O la censura pública a la exvicepresidente Alejandra Vicuña a partir de una ‘crónica’ de Tele Amazonas. Y antes la destitución sin pruebas de Jorge Glas. O lo que ahora mismo está ocurriendo con el Consejo de Participación Ciudadana, víctima de la ‘mostración dramatizada’, que la prensa privada designa como la víctima propiciatoria que debe ser eliminada (física o simbólicamente) para que la institucionalidad recobre fuerza y reencuentre su perdida unidad, aprovechando las confusiones ideológicas y dogmáticas del sacerdote José Carlos Tuárez, presidente del organismo.
A la economía de la violencia con una enorme carga simbólica, es decir, con un efecto en el imaginario colectivo y una función catártica, ha sucedido una proliferación de la violencia, una visibilización de la violencia: una violencia serializada, desimbolizada. (Imbert) tal como acontece en las cárceles ecuatorianas.
Orden y democracia andan juntos, desde antaño. Se perfeccionan en la fragilidad que cada uno representa, aunque apelen a la estrategia del cinismo. Se dejan juzgar por quienes los combaten para que rápidamente olvidemos sus resultados. La violencia en sus diferentes facetas, incluyendo el terrorismo o el narcotráfico, es la coartada de la democracia, como en su momento la derecha fue la coartada de la izquierda.
Esta democracia representativa, dentro de los mismos signos de violencia que dice condenar, sigue “decidiendo y ejecutando de noche”. En el día toma el sol y se despereza estirando las piernas de soslayo para que, ungidos por el espectáculo que nos brinda, aceptemos la provocación de que todo lo que puede hacerse debe ser hecho.
Como cuando Hobbes (El Leviatán) dijo: “Acuerdos, sin la espada, son sólo palabras” lo que acaba de ratificar Mike Pompeo, el catecúmeno del presidente Trump para América Latina, que ha puesto de rodillas al presidente Moreno y a su gobierno de empresarios que negocian con fruición la suerte del país intimidados por el BID y el Fondo Monetario Internacional.