Por Pablo Dávalos

Con el nacimiento del capitalismo la noción de trabajo se convirtió en un ethos civilizatorio. Así, en el siglo XIX, el marxismo transformó a los trabajadores en los sujetos de la emancipación social y, de hecho, fueron ellos los que provocaron las revoluciones de fines del siglo XIX e inicios del siglo XX. El Estado de bienestar, de su parte, los convirtió en clase media. El neoliberalismo de fines del siglo XX e inicios del siglo XXI los condujo a la precarización absoluta.

Sin embargo, es necesaria una reflexión sobre lo que significa el trabajo, en tanto concepto y noción de base para ese proyecto civilizatorio, en contextos de la emergencia de la inteligencia artificial, el internet de las cosas, la automatización de la producción, la emergencia de los bienes informacionales y las redes sociales, el fenómeno de las criptomonedas, entre otros, y que dan cuenta de transformaciones sustanciales en el capitalismo tardío.

Esa reflexión es importante porque el siglo XXI no puede repetir el ethos del siglo XX; porque se necesitan situar las condiciones de posibilidad para otros debates, por ejemplo, la necesidad de la renta básica universal y sin condiciones, o la reducción de la jornada de trabajo sin reducción de la remuneración, entre otros.

El trabajo, los trabajadores

Efectivamente, hay un ethos del trabajo en las sociedades modernas, pero más allá de ese ethos, ¿qué piensan esos trabajadores dentro del proceso de trabajo? Cuáles son sus sueños? ¿Qué sentido de la vida y del mundo han logrado construir? ¿Cómo son sus afectos, sus emociones, sus esperanzas, sus sueños, sus frustraciones, sus anhelos, sus dolores, sus pesadillas? ¿Qué espacio hay ahí para la dignidad humana?

Sabemos desde Kant que los seres humanos deben ser siempre considerados como un fin, no como un medio. Pero en la industria o en la oficina, o en el taller, se convierten no solo en medio sino en apéndice de las máquinas, y muchas veces menos que eso. Están ahí, en la fábrica o la oficina, porque no tienen un plan B que los libere de ello. La satisfacción de sus necesidades más prioritarias depende de ese trabajo. Es la llave de acceso para obtener el ingreso necesario para ellos y sus familias. Fuera de ese trabajo, en general, no tienen otra opción de ingresos y sin ingresos vivir es imposible en el capitalismo. Por ello, hacen lo que sea, como sea, y cuando sea. Son las condiciones sociales los que han dado esa forma al mercado de trabajo, pero eso no quita el hecho que son seres humanos con dignidad y con un sentido ontológico de su presencia en el mundo.

A la economía política nunca le importó eso. El discurso de la economía moderna los considera, mira y registra como datos dentro de la estructura de la producción, el intercambio y el consumo. Los adscribe dentro del concepto de productividad marginal del capital y se transforman en un simple insumo con una capacidad de crear una riqueza determinada. No solo eso, sino que los hace también culpables

del desempleo, al que lo consideran voluntario. Su condición de trabajadores, es decir de seres humanos que tienen una fuerza de trabajo al servicio de la producción de bienes y servicios, forma parte del cálculo de los mercados de trabajo y de los costos marginales de la producción.

Los salarios, en el discurso teórico de la economía, son una especie de balanza que define la frontera entre el empleo y el desempleo en el equilibrio del mercado de trabajo. Pero para ellos, en tanto seres humanos con dignidad y necesidades, el empleo o el desempleo es más que un indicador económico. Es la frontera entre la angustia y la certeza, y, en algunos casos, entre la vida y la muerte. Se trata de una frontera que tiene mucho de metafísica porque atañe al sustrato más íntimo del ser en el mundo, un estatuto de incertidumbre y vulnerabilidad que se define desde el empleo, pero que nunca es ni será considerado como un dato en el discurso de la economía.

El ethos del trabajo atraviesa a la sociedad como uno de sus vectores fundamentales, y la unifica y solidifica bajo un objetivo común: la productividad. Se resalta y magnifica la condición de trabajadores porque, efectivamente es su trabajo el que crea valor, pero al mismo tiempo que esa condición de trabajo se impone como norma social, se soslayan y se ocultan todas las dimensiones afectivas, éticas, estéticas, eróticas, lúdicas y emocionales que otorgan a los seres humanos su especificidad y su ontología.

En efecto, como seres humanos conscientes, afectivos, emocionales e inteligentes, por supuesto que los obreros son mucho más que solamente trabajo, o fuerza de trabajo. La conversión de los seres humanos en obreros implicaba, a fortiori, una pérdida de su condición ontológica. Todos los testimonios dan cuenta que en las fábricas se produce un vaciamiento ontológico de lo humano, pero ello no obsta para acotar a la ideología sobre el trabajo y cuestionarla. Justo por eso cabe interrogarse sobre ese sesgo teórico de la modernidad y el capitalismo sobre el ethos del trabajo, y preguntarse radicalmente si ese sesgo empobreció la complejidad de lo humano al convertirlo solamente en trabajador. Lewis Mumford tiene razón cuando señala: “El evangelio del trabajo era el lado positivo de la incapacidad para el arte, el juego, el recreo o la pura artesanía que había producido el agotamiento de los valores culturales y religiosos del pasado” (Mumford 1971, 195-196).

El “fenómeno humano”, al que hacía referencia Theilard de Chardin pierde toda consistencia ontológica, ética, erótica, lúdica y estética al convertir al ser humano en obrero. Se puede romantizar todo lo que se quiera al trabajo, pero en sí mismo, como trabajo, siempre es embrutecedor. Al entrar en la fábrica, se pregunta Simone Weil, “¿Qué gané con esta experiencia?” y se responde: “El sentimiento de no poseer ningún derecho, cualquiera que este sea…” (Weil 2002, 170), y continúa: “confundida a los ojos de todos y a mis propios ojos con la masa anónima, la desgracia de los demás ha entrado en mi carne y en mi alma” (Weil 2002, 32). Curiosamente el testimonio de Simone Weil se parece mucho a aquel de Primo Levi, cuando contaba su experiencia como “trabajador” en el Lager. A propósito de su experiencia como obrera, Simone Weil escribe: “recibí ahí y para siempre la marca del esclavo” (Weil 2002, 38). El testimonio de Weil da cuenta que el trabajo de los obreros es embrutecedor por definición y que “ninguna perfecta equidad social podrá borrar jamás” esa condición de esclavitud moderna (Weil 2002, 39).

Definitivamente, la condición de obrero empobrece la condición humana. No solamente por su adscripción al capitalismo y la conversión del trabajo humano en plusvalía sino en su esencia misma. El trabajo en tanto trabajo desaloja de toda consistencia ética, erótica, estética y ontológica al “fenómeno humano”. Ahora tenemos más argumentos para comprender que Paul Lafargue finalmente tenía razón, hay que oponer al ethos del trabajo el derecho a la pereza, o cuando Schiller proponía la ética del juego como fundamento y ethos alternativo al trabajo: “Pues por decirlo de una vez, el hombre sólo juega donde es hombre en toda la plenitud de la palabra, y sólo es completamente hombre donde juega”, (Schiller, citado por Lukács (Luckács 1985, 68, cursivas el original)).

Detrás del ethos del trabajo estaba la realidad más prosaica que el trabajo humano es la fuente primigenia de todo valor. La defensa civilizatoria del trabajo es la protección al núcleo fundamental del valor, de donde la burguesía extrae su poder y sus propias condiciones de posibilidad. La creación de riquezas, en el orden burgués, depende de la voluntad de poder que, como sabemos, no tiene límites.

Como trabajo y fuente de valor, los seres humanos, al ingresar a la industria, fueron mutilados de toda consideración ontológica y transformados en obreros. La ideología del trabajo somete a todos, pero es imposible criticar esa ideología. Hay, además, un orgullo en reclamarse obrero. Si el mundo ha sido creado por manos obreras, entonces ¿porqué no estar orgulloso de ello? Por ello, el trabajo como ethos podía estar a la entrada del campo de exterminio de Auschwitz, así como en las funciones matemáticas de la teoría económica moderna. No importa cuántos sueños, esperanzas, frustraciones, pasiones, compongan la humana condición, todo ello podía ser soslayado, obliterado y suprimido para salvar al trabajo.

Trabajo, capitalismo, valor y poder

La economía moderna ha dejado de lado toda consideración ontológica del “fenómeno humano”, porque lo consideran una cuestión metafísica y, por lo tanto, sin posibilidades analíticas, para asumir un principio de realidad establecido desde la emergencia del capitalismo y el mercado mundial, del Estado-nación moderno y de la ilustración.

Aquello que emergía en las entrañas del capitalismo era la promesa de liberar a la humanidad del yugo de la escasez y, gracias a la división del trabajo, esta promesa podía esta vez cumplirse. Adam Smith había encontrado el hilo de Ariadna precisamente en la división del trabajo para vislumbrar en su metáfora del taller de alfileres el nacimiento de una nueva era, en la que el más humilde de sus habitantes, según Smith, podría tener acceso a riquezas que el más poderoso de los reyes antiguos.

La riqueza, esta vez como producción consciente y como voluntad de poder, efectivamente podía crearse en magnitudes inéditas y, en última instancia, solo dependía de esa voluntad de poder. Nunca antes la humanidad había tenido ante sí la posibilidad de un volumen de riquezas de tal magnitud. La promesa emancipatoria de liberar a la humanidad de la escasez tenía visos de verdad. Sobre esa promesa descansa el universo simbólico de la ideología del progreso, el progreso, como sabemos es la “contradicción que nunca se resuelve” (Luckács 1985, 92); pero es el sustento simbólico de su heredera: el crecimiento económico. Se cree, con la fe del carbonero, que el crecimiento económico resolverá los

problemas sociales. No importa que la vida humana esté a punto del colapso por los efectos del calentamiento global, pero bajo ninguna circunstancia se puede resignar el crecimiento económico. Pero el crecimiento económico, como ya lo sabemos, es solo parte del mito fundacional de la burguesía. No hay, no ha habido y nunca habrá nada parecido al progreso.

Pero en ese proceso de “crecimiento económico” llevado adelante por la industrialización, los seres humanos, devinieron en insumo y apéndice de las máquinas y la tecnología. El proceso de trabajo se tecnificó y el trabajo humano se disciplinó en función del ritmo de la máquina. La fábrica devino en espacio autoritario, jerárquico, burocrático, fascista. A ese proceso se lo denominó taylorismo y, mal o bien, define la estructura misma de todo espacio productivo en todo el capitalismo hasta nuestros días.

El trabajo y la amputación ontológica

La conversión de los seres humanos en obreros que se produjo en el capitalismo, causó  la  amputación  de  toda  dimensión  ontológica  de  lo  humano.  Factorizó la condición humana solamente como fuerza de trabajo incrustada en la industria y como apéndice de la máquina. Aquello que constituye lo fundamental de lo humano, sus emociones, sus pasiones, sus afectos, sus sueños, sus locuras, sus apegos y desapegos, toda dimensión ética, erótica, lúdica y estética de la vida, en definitiva, la dignidad de lo humano, fueron dejados de lado para poder recuperar solamente la dimensión de fuerza de trabajo porque solo desde ahí, aparentemente, podía valorarse la riqueza.

Sin embargo, y strictu sensu, no existe la fuerza de trabajo. Los seres humanos no pueden ser amputados de la dimensión ontológica que los estructura y define en tanto seres humanos, ni tampoco en su dignidad, sin que medie un proceso de violencia y despojo de esa dimensión ontológica. La fuerza de trabajo es solamente un recurso heurístico y metodológico de la economía política clásica para comprender la división del trabajo, la formación de los costos de producción, y la extracción de la plusvalía, pero nada más allá de eso. Visto en su justa perspectiva, la plusvalía no es solamente un despojo de trabajo, es un despojo de la ontología de lo humano.

Ningún trabajador del mundo puede ser reducido a fuerza de trabajo porque él es en sí mismo una totalidad y una complejidad que rebasa por todos los lados la definición de fuerza de trabajo. En cada minuto del proceso productivo, hay un ser humano que siente, piensa, sueña, tiene emociones, recuerdos, anhelos, frustraciones, por más taylorista que sea esa industria. Cada fracción de ese minuto laboral está contaminada por la ontología de lo humano. Quizá los suicidios de trabajadores de la empresa china Foxconn (la más grande empresa tecnológica del mundo), por sobreexplotación y maltrato, den cuenta de ello.

Por eso no se puede liberar al trabajo, porque la noción de trabajo es ya en sí misma un empobrecimiento de la condición humana. No existe, y no puede existir, la emancipación del trabajo porque la emancipación del trabajo, por definición, exige su anulación. Pero anular el trabajo implicaría, por supuesto, anular el valor. Es decir, a la burguesía.

No se trata, en definitiva, de liberar el trabajo, se trata de liberar la vida humana sometida al trabajo. Se trata de humanizar al trabajo y otorgarle las condiciones ontológicas de lo humano porque forma parte de esa ontología. Se trata de comprender  a  los  trabajadores  como  seres  humanos  con  dignidad.  Se  trata  de recuperar la ontología de lo humano y evitar su evaporación, por así decirlo, en la explotación industrial y moderna.

El trabajo como demiurgo de lo real

Sin embargo, el ethos del capitalismo, con su apuesta por la frugalidad, el ahorro y el ascetismo, aquello que Weber describe como el “espíritu del capitalismo”, construyó al trabajo como una determinación trascendente a lo social. Se trataba de un punto de vista coherente con los procesos de emancipación política de la burguesía que quería liberar a los seres humanos de las relaciones de servidumbre para someterlos a los procesos disciplinarios de la producción fabril e industrial. Para la burguesía, el trabajo se determinaba desde un contrato que establecía las condiciones de libertad e igualdad del orden político moderno. Solo se firma un contrato entre iguales, tal es la ficción jurídica del orden burgués.

Para la crítica marxista, el trabajo estaba ya alienado en sí mismo porque el trabajador no es dueño de lo que produce, de hecho ha sido reducido a mercancía y, como tal, es el origen y fundamento de la propiedad privada. Si el trabajo construye lo real en tanto real, y si el trabajo está alienado en la sociedad burguesa, entonces lo real está también alienado. Emancipar al trabajo, equivalía, por tanto, permitir que los seres humanos se apropien de la realidad que ellos mismos crean en la producción.

En la alienación moderna, el productor no es dueño de lo que crea; los objetos aparecen extraños al proceso que los generó, y como tales se convierten en fetiches de una relación alienada. El sujeto alienado tiende a ver al mundo y a las relaciones sociales como si fuesen cosas. Deja de ver relaciones sociales para verlas como relaciones entre objetos. Cosifica lo real. Otorga a las cosas un poder demiúrgico sobre sí mismo. Pero no solo los objetos se vuelven extraños a sus creadores, sino la propia actividad de creación se convierte en extraña en sí misma. El trabajador no es él mismo en el proceso de trabajo. Ese proceso de trabajo lo reduce a ser un objeto más, apenas un apéndice de la máquina. La propia actividad de trabajar ya no le pertenece al trabajador. En consecuencia, el mismo proceso de producción se convierte en extraño para él.

Si la producción crea sus propias condiciones de existencia en tanto sociedad e historia, la alienación del trabajo implica la alienación social en conjunto, la alienación de su propia historia. Así, y de la misma manera que los trabajadores no reconocen los objetos que ellos mismos fabrican, los seres humanos hacen su propia historia pero tampoco se reconocen en ella. Hacen y construyen su propia sociedad, pero esta misma sociedad les aparece como una potencia extraña a ellos.

Es por eso que se consideraba, desde el marxismo, que la emancipación del trabajo equivale a devolver el sentido histórico y social a los propios seres humanos. En ese sentido, el trabajo es en realidad una categoría de ontología política, porque es la determinación que permite comprender la estructura ontológica de lo real. No obstante, fue leído como si fuese una categoría económica. Se hipostasió una categoría ontológica-política, como una dimensión económica y productiva.

La otra alienación

La analítica y la crítica a la alienación del trabajo, que de alguna manera se genera desde el ethos del capitalismo, no obstante, no permitía ver esa otra alienación que comenzaba el momento preciso de dejar la fábrica, el taller, la oficina. Esa otra alienación que colonizaba el tiempo aparentemente libre y lo convertía en el espectáculo de su propia alienación, se invisibilizaba, dejaba de advertirse y se soslayaba.

No se trataba solamente de la alienación del trabajo que transfería riquezas desde los trabajadores hacia la burguesía, había algo más que eso y que podía ser comprendido, asumido, visto, constatado en el instante mismo en el que el obrero, el técnico,  el oficinista,  en  definitiva,  cualquier  trabajador,  dejaba la  fábrica,  la oficina, el taller o cualquier sitio de trabajo. Se trata de una alienación más agresiva aún porque le quitaba aquello que no le había quitado todavía el trabajo de la fábrica o de la oficina.

En el proceso productivo o en la oficina, la serie de tareas a las cuales tenía que someterse el trabajador demandaban de su atención y, de alguna manera, absorbían sus capacidades y le dejaban poco espacio para reflexionar sobre sí mismo. Pero una vez fuera del sitio de trabajo, se supone que podía recuperar su propio tiempo. Se supone que podía reponer no solo sus fuerzas sino también a sí mismo. Pero no había eso.

Al salir del sitio de trabajo actuaba un proceso de alienación aún más fuerte de aquel de la producción. Se trataba de un proceso de alienación de su propio tiempo libre y por fuera del tiempo productivo. Una alienación que incluía a todos aquellos de forma independiente que estén o no en el proceso productivo. Niños, jóvenes, desempleados, ancianos, mujeres, retirados, en fin, todos ellos sentían cómo su propio tiempo era colonizado, expropiado, sometido a un proceso de alienación más intensivo incluso que aquel de la fábrica.

Era muy difícil que la analítica de la teoría economía pueda dar cuenta de ese proceso porque se generaba por fuera de las coordenadas de la producción, pero formaba parte de la producción. Se integraba a ella. La complementaba.

Había, en efecto, toda una potente industria que administraba el tiempo de los demás en función de sus propias necesidades de ganancia y que, aparentemente, no estaba en el proceso industrial clásico. Un proceso insidioso que se va a revelar en toda su amplitud a fines del primer tercio del siglo XXI, en pleno capitalismo tardío, cuando la estructura cotidiana de la vida social se convierta en big data, y se comercialice como mercancía. ¿Cómo entender esta nueva alienación y que no proviene directamente desde el trabajo alienado de la fábrica? ¿Bajo qué analítica visualizarla? ¿Qué conclusiones derivan de ella?

La Sociedad del Espectáculo

A mediados del siglo XX, Guy Debord, escribió La Sociedad del Espectáculo. Se trata de un texto seminal para comprender las formas por las cuales el tiempo social y el tiempo individual son alienados. Quizá sea conveniente analizar las líneas gruesas que plantea Debord en la Sociedad del Espectáculo, como un marco teórico general para entender esa otra alienación.

El espectáculo, escribe Debord, es una relación social mediada por imágenes en las cuales la verdad se convierte en un momento de lo falso. “Toda la vida de las sociedades en las cuales reinan las condiciones modernas de producción se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo aquello que es directamente vivido es alejado en una representación” (Debord 2006, 766).

El espectáculo unifica a la sociedad y permite separar a las personas de sus propias representaciones. No es suplemento ni decoración, “bajo todas sus formas particulares, información o propaganda, publicidad o consumo directo de diversión, el espectáculo constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante” (Debord 2006, 767, cursivas el original).

El espectáculo coloniza como una presencia permanente la parte principal del tiempo vivido fuera de la producción. El espectáculo permite separar la unidad de lo real con respecto a su imagen proyectada en la conciencia de las personas, de esta manera el espectáculo crea su propia realidad y la suplanta y la posiciona a la conciencia social como la única realidad posible, “esta alienación recíproca es la esencia y el soporte de la sociedad existente” (Debord 2006, 768). El espectáculo organiza a la sociedad y su empleo del tiempo en su cotidianidad, porque está construido sobre el tiempo social existente y sus representaciones.

Su carácter tautológico se desprende por el hecho que el fin es el medio y viceversa. El espectáculo es “el sol que nunca se pone sobre el imperio de la pasividad moderna” (Debord 2006, 769). Los individuos en la sociedad moderna y capitalista están acostumbrados a mirar su propia realidad y su propia vida como espectáculos. Bajo sus luces la vida social se ratifica, se verifica y se valida. Fuera de sus luces deja de existir.

El espectáculo reduce a las personas a condición de espectadoras de su propia vida como si fuese la vida de otros. En el espectáculo parecer es ser y ser es parecer. Es el barroquismo de la imagen que imposta su propia realidad. Las imágenes del espectáculo, aunque ilusorias, devienen, para los individuos, en reales, más reales incluso que ellos mismos.

El espectáculo, escribe Debord, “es la reconstrucción material de la ilusión religiosa”, porque si en la religión las personas habían puesto sus propios poderes y posibilidades en entidades separadas de ellos, en el espectáculo se realiza el mismo proceso y se transfiere la capacidad social de imaginar hacia una industria que confisca esos sueños, esas imágenes y las devuelve invertidas, alienadas: “El espectáculo es el mal sueño de la sociedad moderna encadenada, que no expresa finalmente sino su deseo de dormir. El espectáculo es el guardián de ese sueño” (Debord 2006, 771). Es el discurso ininterrumpido del orden, es su “monólogo elogioso”, es “el autorretrato del poder en la época de su gestión totalitaria de las condiciones de existencia” (Debord 2006, 771).

La sociedad del espectáculo no es solamente aquella que se expresa en los medios de comunicación de masas, ni la industria del entretenimiento, ni el parque temático, ni en las redes sociales, es una condición de posibilidad en la administración del tiempo social por fuera del tiempo productivo en el cual son las imágenes, creadas desde el espectáculo, las que suplantan a lo real. Es la enajenación absoluta del tiempo social.

El alfa y omega de la sociedad del espectáculo es la separación entre el tiempo de vida de las personas y el espectáculo de su propia vida impostada y falsificada por la sociedad del espectáculo (Debord 2006, 772). El espectáculo ha creado una imagen sobre las posibilidades de lo humano y ha inscrito dentro de esas posibilidades aquellas que definen los horizontes sociales. No se puede ir nunca más allá de ese horizonte social previamente establecido por la sociedad del espectáculo. Así, lo que es ha sido y será. El cambio social está prohibido y los trasgresores son estigmatizados como agentes del caos, el desorden y el mal. El espectáculo oculta, muestra y determina las fronteras del orden y su trasgresión.

El espectáculo transforma a los seres humanos de seres sociales e históricos en seres individuales, aislados y que se sienten solos ontológicamente. El espectáculo trabaja todo el tiempo para vaciar la ontología del mundo y para suprimir la autoestima de todos. Si la religión operaba desde la culpa ontológica, el espectáculo opera desde la comparación odiosa. El espectáculo fragmenta todo vínculo social solidario y fraterno. Construye soledades. Fabrica impasables muros invisibles. Construye consensos imposibles. Lesiona la dignidad de lo humano con la anuencia y el aplauso de los espectadores, y los reconstruye como seres perdidos en sí mismos y que solo se tienen a sí mismos: “El origen del espectáculo es la pérdida de la unidad del mundo y la expansión gigantesca del espectáculo moderno expresa la totalidad de esta pérdida” (Debord 2006, 774).

Debord escribe que el espectáculo “es capital a tal grado de acumulación que deviene imagen” (Debord 2006, 775). El espectáculo se adueña del tiempo de todos, lo coloniza y extrae de él plusvalía. Y lo puede hacer porque se mueve en la subjetividad de lo humano. Porque puede valorizar esa subjetividad y convertirla en una dimensión más de los procesos capitalistas de producción de valor.

Las industrias de la publicidad conocen bien el terreno que pisan porque están acostumbradas a crear patrones y arquetipos sociales asociados a comportamientos humanos que han sido previamente analizados. Se puede escapar de la fábrica o la oficina, pero nadie puede escaparse del espectáculo. Tengamos o no trabajo, festejamos los goles de la liga europea de fútbol, y sabemos más de fútbol que de las leyes que se aprueban en nuestros países; y de esos ejemplos, hay muchos.

Logo, marca, espectáculo

En el capitalismo tardío de la globalización se produce un fenómeno extraño e interesante: las grandes corporaciones dejan de producir los bienes y servicios que los habían posicionado en el mercado mundial. Nike deja de producir zapatos y ropa deportiva y subcontrata su producción. Las demás corporaciones de implementos deportivos siguen el mismo camino: Adidas, Puma, entre otras, también dejan de producir y se dedican a subcontratar. Apple, la empresa del capitalismo tardío más importante de todas por su capitalización en bolsa, tampoco ya produce nada. Ha trasladado a Foxconn, una empresa china, la elaboración de todos sus dispositivos. Si ya no producen bienes, entonces ¿qué producen? Y la respuesta es: marcas.

Adidas, Nike, Puma, Reebok, Apple, Cisco, entre tantas, producen marcas de sus propios productos. En Nike, por ejemplo, no hay un solo trabajador textil. Solo hay expertos en gestión de marcas, administradores y abogados. Pero el precio de sus

zapatillas deportivas o ropa deportiva, no ha disminuido en absoluto, más bien lo contrario. Lo mismo puede decirse de Apple Inc.

¿Qué produce, strictu sensu, Nike? Definitivamente ya no produce zapatillas ni ropa deportiva. Produce su marca, pero también produce algo más, produce comportamientos sociales en función de su modelo de negocios. Produce la industria del deporte. Gracias a esa producción industrial del deporte, los seres humanos se integran a ella y cambian sus comportamientos. De pronto, millones de personas salen a hacer ejercicio en calles, plazas, avenidas y parques de la ciudad. Los gimnasios se multiplican por todas partes. El cuerpo se convierte en objeto sobre el cual se trabaja con tesón y esfuerzo. Al gimnasio acompaña la dieta. A la dieta, la moda. El filósofo francés, Michel Foucault, a esa forma insidiosa que nace desde el poder y que se instila en la subjetividad, las denomina “las tecnologías del yo”. Ese comportamiento social, del cual extrae su plusvalía y, por tanto, su ganancia Nike, y tantas otras corporaciones, habría sido imposible sin la alienación creada desde la sociedad del espectáculo.

En el capitalismo tardío, las personas han sido acondicionadas a consumirse a sí mismas a través del mundo de las marcas y siguen las pautas de la generación de comportamientos definidos desde las corporaciones. No compran ya un bien cualquiera, compran una marca y trasladan hacia esa marca aquellas características subjetivas que, según su criterio, los haría diferentes. Compran habitus, Compran comportamientos y no tienen la más mínima conciencia que lo hacen y tampoco les importa. Su vida converge hacia una disciplinamiento del cual, al parecer, no tienen idea.

Al menos en la fábrica o en la oficina se siente la alienación. En el gimnasio, en cambio, se piensa que se está ahí de motu propio. No se alcanzan a advertir todas las mediaciones sociales que existen detrás de esa decisión aparentemente libre, saludable y cotidiana. No se percibe esa otra alienación más potente que les arrebata el sentido mismo de su propia vida y que los acondiciona a hacer cosas que, en otros contextos, no las harían.

En consecuencia, hay algo más que la producción, la distribución y el consumo. Hay algo más que la simple consideración del trabajo como factor de producción. Está ese tiempo social que empieza desde el momento en el cual cualquier trabajador deja el proceso productivo y se dirige fuera de él para entrar en la sociedad del espectáculo.

El capitalismo no está solamente dentro de la empresa y la fábrica, tampoco está solamente en el mercado y los intercambios. El capitalismo lo invade todo, y lo coloniza todo. Si en la producción separa al productor del producto, en el espectáculo separa el tiempo de las personas, lo coloniza y, sobre esa colonización, construye comportamientos y conductas. Separa la conciencia de la vida. Enajena la vida misma en toda su ontología.

La economía conductual

A fines del siglo XX y con mayor fuerza a inicios del siglo XXI, la economía empezó un proceso de análisis de esos comportamientos humanos, a través de la teoría de las conductas. ¿Cómo piensan las personas? ¿Cómo actúan bajo determinadas circunstancias? ¿Qué patrones son susceptibles de obedecer? La economía

conductual se convierte en la expresión más positiva de aquello que Guy Debord llamaba la sociedad del espectáculo.

La economía conductual no nos permite comprender que esos patrones de comportamiento y conducta forman parte de la ontología de lo humano. La economía conductual, o teoría del comportamiento, convierte la ontología de lo humano en fisiología del consumo. La economía conductual necesita conocer con la mayor precisión posible los comportamientos en circunstancias determinadas. Experimenta con las personas y las somete a una serie de situaciones para evaluar sus respuestas. Registra estas respuestas y las analiza a través de modelos. Pero estos modelos de la economía conductual no tienen nada que ver con los modelos de la teoría económica. Los modelos económicos, creados a mediados del siglo XX para otorgar a la economía cierta plausibilidad científica, procuraban abstraer lógicas económicas para construir posibles escenarios antes diversas circunstancias nacionales o internacionales. Eran modelos que trataban de comprender la lógica de los mercados y su interacción con las políticas económicas, con los movimientos mundiales de los tipos de cambio, las tasas de interés, en fin.

Los modelos teóricos de la teoría del comportamiento, en cambio, tratan de comprender cómo actúan los seres humanos ante un conjunto de señales, para construir patrones de comportamiento que luego puedan ser utilizados por las corporaciones en sus modelos de negocio.

Los patrones de conducta de la economía del comportamiento pueden utilizar metodologías de las neurociencias, e incluso pueden incorporar a esos modelos los estudios y exámenes neurológicos, para intuir patrones de consumo y de reacción frente a determinadas circunstancias, o marcas, o cambios de información en el mercado. Es como si la alienación de la sociedad del espectáculo se sometiese a un microscopio para ver cómo funciona y, de ahí administrarla de mejor manera.

Se produce un deslizamiento de la teoría del trabajo hacia la teoría del comportamiento, en donde los seres humanos primero son fuerza de trabajo con un precio determinado bajo un mercado concreto, en la ocurrencia el mercado de trabajo, hacia un contexto en el cual son solo información sobre patrones de comportamiento sobre el cual las empresas pueden definir sus modelos de negocios y, así, se convierten en la materia prima del consumo. Son solo big data.

En el capitalismo tardío todo acto de consumo expresa ese proceso de disciplina social y alienación. Es imposible tomar decisiones autónomas dentro de la sociedad del espectáculo. Todos y cada uno de nosotros estamos ya cuadriculados en una grilla definida ex ante por esas corporaciones que utilizan nuestra información en contra nuestra. Y somos nosotros los que la alimentamos día tras día. Es nuestro narcisismo ingenuo el que pone toda la información posible, sobre nosotros mismos, gratis, en las redes sociales. Este momento, y no es metáfora, la corporación del big data sabe más de nosotros que nosotros mismos.

Precariedad, uberización

La alienación del trabajo y la sociedad del espectáculo convergen en las sociedades precarizadas por el neoliberalismo. En la guerra fría del siglo XX, la burguesía tuvo que reinventarse para sobrevivir y en esa apuesta creó el Estado de bienestar y

amplió los derechos ciudadanos. Gracias a ello se conformó una enorme clase media y un Estado asistencialista. Pero esa apuesta se canceló cuando cayó el muro de Berlín y la burguesía comprendió que podía ejercer el poder sin simulacros. Las décadas finales del siglo XX son las de la demolición del Estado de bienestar. Una demolición que converge con la globalización, el internet, y la sociedad de la información.

En esa tendencia emerge la precariedad como sustrato del nuevo contrato social. El neoliberalismo precariza la sociedad. Flexibilidad laboral, privatización, desregulación, apertura comercial, austeridad fiscal, son las coordenadas de la política económica del neoliberalismo. Es esa precarización la que permite la intersección de la sociedad del espectáculo con la alienación del trabajo, y quizá el mejor ejemplo sea la plataforma Uber.

En las primeras décadas del siglo XXI, el acelerado desarrollo tecnológico de los dispositivos celulares condujo a su masificación y la ampliación de la cobertura y ancho de banda de las redes internet en las grandes ciudades multiplicó la capacidad de procesar información; esto creó varios modelos de negocios que tenían en la información del big data su sustento fundamental.

El big data nace de la intersección de la alienación de la sociedad del espectáculo y de la masificación de las tecnologías de información. Se alimenta de soledad y narcisismo. Pero esa intersección descansa sobre un entramado de precarización, pobreza e incertidumbre social. El empleo se convierte en escaso y abundan los desempleados, muchos de ellos con títulos universitarios. Despojados de toda certeza, son capaces de todo para obtener un ingreso. Y es ahí donde aparece la plataforma tecnológica Uber.

Son la precarización y la incertidumbre provocadas desde el neoliberalismo, y la alienación de la sociedad del espectáculo, las que crean las condiciones de posibilidad para la emergencia y constitución de Uber, una plataforma de inteligencia artificial, que no posee activos y que permite enlazar a cualquier persona con auto en cualquier ciudad del mundo, con un usuario de esa ciudad que necesite un servicio de taxi. Uber brinda una oportunidad de ingresos a personas que no son taxistas pero que pueden convertirse en taxistas sin serlo. Uber cobra una comisión por cada carrera de taxi que se contrate bajo su plataforma. Se trata de competencia desleal para los taxistas profesionales que tienen que pagar por costos de transacción para ejercer su profesión.

Detrás de este modelo de negocios está la información. Uber sería imposible sin la sociedad del espectáculo. Porque son las redes sociales las que permiten extraer información clave de todos y cada una de las personas usuarias, y eso solamente es posible bajo la sociedad del espectáculo. Si las personas ponen información, muchas veces íntima y confidencial, en sus redes sociales, y transfieren la propiedad de esa información a las plataformas tecnológicas que administran esas redes sociales, es porque esas personas se consideran parte de la sociedad del espectáculo y quieren participar en ese espectáculo. Esa información personal se procesa y de ella se extraen patrones y comportamientos que luego se venden a las corporaciones. El marco teórico que las define y estructura epistemológicamente proviene de la economía conductual.

Uber compra esa información y la convierte en insumo de su modelo de negocios. Aprovecha la desregulación laboral y la precariedad laboral del neoliberalismo para explotar a personas necesitadas de ingresos. Son trabajadores que no tienen ninguna seguridad social o límites de trabajo. Strictu sensu no son taxistas y por ello no pueden reclamar los derechos que las sociedades han creado para estos gremios. Pero representan la nueva forma de explotación del capitalismo de plataformas y del capitalismo cognitivo. Glovo, Uber, Airbnb, entre otras, empezaron como starups antes de devenir en plataformas con modelos de negocios definidos. La información es al capitalismo de plataformas y capitalismo cognitivo, lo que el petróleo a la industria de la energía fósil. La diferencia es que esa información, para la industria del big data, tiene costo marginal cero, es decir, es gratis. Nosotros se la regalamos cotidianamente a través de las redes sociales.

Si la “uberización” de la sociedad, establece una especie de coordenadas que pueden permitirnos avizorar los contornos que asume el capitalismo en nuestras sociedades, existen también otros fenómenos que dan cuenta de transformaciones profundas y que, de alguna manera, tienen que ver con la noción de trabajo, riqueza, moneda, y poder en el capitalismo tardío. Uno de los fenómenos más interesantes es el aparecimiento de las criptomonedas. Quizá una breve reflexión a partir de ahí pueda ayudarnos a situar otra perspectiva sobre la crítica a la noción de trabajo y riqueza y extraer algunos elementos para una propuesta emancipatoria.

Criptomonedas: los arcanos que prefiguran el futuro

En el año 2009 Satoshi Nakamoto publicó un texto sobre el Bitcoin (Bitcoin: A Peer- to-Peer Electronic Cash System) como un nuevo protocolo para transferencias de valor en el cual desalojaba al tercero de confianza, es decir los bancos, por la transparencia de los intercambios en línea persona a persona. Con ello produjo una verdadera revolución. Nadie sabe aún quién es Satoshi Nakamoto, pero cada vez hay un consenso en apreciar su contribución como uno de los cambios más importantes en el capitalismo tardío.

Las criptomonedas son difíciles de comprender a pesar que todos los protocolos de su funcionamiento son públicos y de libre acceso. Su lenguaje está hecho más para programadores de software que para el público en general, y se intuye algo del funcionamiento del bitcoin pero, en general, se desconoce cómo se crean y cómo se respaldan. Se sabe que la minería de bitcoins es un proceso abierto para cualquier persona y que consume mucha electricidad. Se sabe también que detrás del bitcoin no hay banco alguno y que todos sus procesos son transparentes, de hecho se denomina cadena de bloques a cada bitcoin creado. Es la capacidad de realizar emisión monetaria, que ha alcanzado un enorme valor, a disposición de todas las personas del mundo lo que lo convierte en un fenómeno inédito. Siempre detrás de una moneda había un banco. Esta vez, los bancos desaparecen. Dejan de ser los actores centrales de la moneda. Se produce una real democratización de la moneda mediada, obviamente, por la complejidad que le es inherente. Es un fenómeno del internet, de la emergencia de los “bienes informacionales”, y de la multiplicación de las capacidades productivas de nuestras sociedades.

Sin embargo, doce años después de la publicación del texto de Nakamoto, y la emergencia del Bitcoin como moneda digital que permite todo tipo de

transacciones económicas en internet y de un número cada vez mayor de criptomonedas, el país más pequeño de América Latina, El Salvador, asume al Bitcoin como moneda de curso legal para todas las transacciones del país.

Si es legal, entonces tiene que registrarse en el balance del Banco Central y, por consiguiente, en sus cuentas de reservas internacionales. El problema está que el Manual de Balanza de Pagos del FMI, que es el estándar utilizado al efecto por la mayoría de países del mundo, prohíbe registrar a las criptomonedas como divisas. El Salvador, de esta manera, y quizá sin proponérselo, se pone por fuera del radar monetario del FMI. Es el primer país del mundo en lograrlo.

El FMI registra en la balanza de pagos y en las cuentas fiscales, aquella contabilidad que es coherente con los giros monetarios de los bancos privados, las corporaciones y los mercados, y para todos ellos existe una teoría monetaria que los fundamenta pero que entra en contradicción directa con el sustrato mismo de las criptomonedas. En otras palabras, la teoría monetaria estándar estalla en mil pedazos ante el fenómeno de las criptomonedas.

Las criptomonedas, de hecho, están por fuera del radar del FMI y de la finanza corporativa mundial. Puede ser que algunos actores financieros apuesten a favor o en contra de las criptomonedas pero, definitivamente, no las  controlan, a diferencia de las emisiones monetarias que están bajo su directo control. Las criptomonedas escapan por los intersticios de la estructura panóptica y disciplinaria del poder financiero y monetario.

Ahora bien, más allá de los arcanos de las criptomonedas, está la constatación que el mundo está cambiando y que los referentes para comprender esos cambios aún tienen que ser creados. Los marcos epistemológicos con los cuales vemos e interpretamos al siglo XXI en realidad pertenecen al siglo pasado. Los conceptos tan caros para la industrialización y el desarrollo económico, y de ellos la noción de trabajo, dejan de ser pertinentes para comprender los problemas de la humanidad en el siglo XXI.

No hay teoría económica para interpretar correctamente los fenómenos de las criptomonedas, o los NFT. Porque estos fenómenos solamente pueden emerger en una economía que empieza a trasladarse hacia los bienes informacionales. Hasta el momento, nuestros marcos teóricos de una u otra manera intentaban comprender la creación de bienes y servicios concretos. La información era solamente un añadido a esos procesos. Pero ¿cómo entender, por ejemplo, el valor de mercado de un Token No-Fungible (NFT)? ¿Qué significa realmente la noción de trabajo y el ethos del trabajo ante la dinámica de los NFT? Los NFT son apenas el inicio de lo que se viene en esta nueva economía de lo digital. Se trata, por tanto, de la transición hacia una economía de la post-escasez, caracterizada por la producción de bienes informacionales. Bienes con alto valor añadido y que tienen poco que ver con la economía del siglo XX.

Estamos en plena transición de sociedades de escasez hacia sociedades de la post- escasez, es decir, sociedades de abundancia, en las cuales la economía gira hacia los bienes informacionales, que por concepto tienen, además, una tendencia al costo marginal cero.

En una sociedad de la abundancia, la noción de trabajo se convierte en anacrónica, o en todo caso, en una noción que debe ser reformulada. En el siglo XXI, se produce una riqueza cuyos referentes están en la información. Precisamente por ello, la pobreza deja de ser un fenómeno económico, como lo es en las sociedades de la escasez, para convertirse en un fenómeno político.

Las sociedades del siglo XXI tienen todas las posibilidades, por ejemplo, de crear una renta básica a todos sus habitantes. Tienen la suficiente riqueza para hacerlo. Si un país decide, por poner un caso, destinar un porcentaje de su riqueza (medida aún por el PIB), para renta básica universal, lo más probable es que la sociedad devuelva ese valor y, además, multiplicado. Porque la estructura productiva de la sociedad del siglo XXI está logrando la confluencia de la inteligencia artificial y la automatización total, entre otros procesos, a toda la cadena productiva de valor, de tal manera que la riqueza tiende a ser exponencial, al tiempo que se generan nuevas opciones de riqueza desde la información.

Los contenidos de la emancipación del siglo XXI están ahí: cambios en los patrones de producción industrial para salir de una vez por todas del crecimiento económico, y finalmente cuidar y proteger al planeta. Reconocimiento de los derechos fundamentales como el eje de toda nueva contractualidad, lo que significa abandonar de forma definitiva el Estado de derecho (que es el marco jurídico del neoliberalismo). Cambiar el sistema monetario mundial para devolver a los ciudadanos la posibilidad que sean ellos mismos los que realicen sus propias emisiones monetarias, algo que ya ha empezado con las criptomonedas. Crear una renta básica universal para todos y todas sin condición alguna. Reducir la jornada laboral. Crear un sistema integral y universal de seguridad social para todos. Abandonar el sistema escolástico de educación por una educación liberadora y sin referencia a la escuela. Liberar el sistema de patentes hacia el copyleft. Defender los derechos de las minorías, y garantizar el derecho al aborto, el matrimonio igualitario, el consumo recreativo de cannabis, etc.

Si las sociedades del capitalismo tardío empiezan a transitar hacia un horizonte de post-escasez, en las cuales la pobreza se convierte en inequidad y su resolución es básicamente política, lo que nos permite, además, confrontar de manera directa a la alienación del trabajo, entonces se convierte en plausible, pertinente y necesaria aquella apelación que hacían los letristas, allá a mediados del siglo XX en Francia y Europa: la tarea revolucionaria del momento es el ocio desalienado. De una u otra forma, mal o bien tenemos una agenda y una hoja de ruta para esta parte del siglo XXI, pero, sin duda alguna, la cuestión más fuerte y más compleja será: ¿cómo salir de la sociedad del espectáculo?

Bibliografía

Debord, Guy. Obras. Paris: Gallimard, 2006.

Weil, Simone. La Condition ovrière. Paris: Gallimard, 2002.

Mumford, Lewis. Técnica y Civilización. Madrid: Alianza Universidad, 1971.

Luckács, Georg. Historia y conciencia de clase (Vol II). Barcelona: Orbis, 1985.

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