Juan Ramírez

El secreto de esta modernidad –que fue la clave de su éxito y está siendo también la de su fracaso– ha estado en lo que desde hace al menos un siglo llamamos “capitalismo”

     Bolívar Echeverría, Las ilusiones de la modernidad

Temperancia

Quiero, al hacer una pausa, atemperar mis ánimos. Andrés Manuel López Obrador ha tomado posesión de su cargo; es el nuevo presidente de México. Me reconozco en una difícil situación. Abro un momento para captar el tamaño de mis temores y mis anhelos; no quedar dominado por frío ni calor. No ceder a la tentación de construir en otros una mirada como la propia. Quiero, al implicar mi palabra, encontrar elementos para asumir a conciencia una definición ideológica más precisa. Pero esto no es para todos los vientos del espíritu. Es para buscar dinámicas que trasciendan el inaceptable “destino cerrado” en el que nos entrampamos.

¿Dónde inicia la crisis en la que nos encontramos inmersos como humanidad? ¿Cuál es la magnitud y el alcance de esa crisis en un contexto en el que es cada vez más difícil articular los pequeños destinos individuales con el destino del mundo? ¿Qué tipo de optimismo político es posible reivindicar, más allá de las querellas que se libran dentro de los estados nacionales? Atenderé a los elementos que aparezcan sobre la línea de flote de esta barca para distinguir en ellos advertencias o posibilidades. Las ideas expuestas están conectadas por la necesidad de reconocer, en los acontecimientos recientes, pistas para comprender el tipo de “transformación” en la que estamos involucrados.

Primer acto; juego de abalorios

El llamado de López Obrador a transformar la vida pública de México juega, al anunciarse como la cuarta dentro de su género, con la idea de repetir el mismo tipo de cambio que ha tenido lugar anteriormente (Independencia, Reforma y Revolución). Al hacerlo se produce una sinonimia entre los términos. Siembra duda entre las similitudes y diferencias que se pueden encontrar entre estos acontecimientos históricos. Y no cabe aceptar sin réplica esta familiaridad porque las “transformaciones” aludidas son de distinta naturaleza. Sin embargo, estas “mutaciones re-adaptativas” contienen elementos que las emparentan de un modo distinto.

Si se dice “revolución”, recordando la utilidad que esta idea tiene para comprender las transformaciones históricas, es preciso reconocer que este tipo de operación transformadora tiene lugar en dos niveles distintos: como trans-formación “desde afuera” o ajena a la posibilidad de cambiar el sentido de las cosas y las relaciones sociales; y trans-formación “desde adentro” o habilitada para abrir otro sentido para esos mismos objetos producidos y para los vínculos humanos que los hacen posibles. Los tres episodios históricos que AMLO trae a cuento tienen en común haber “transformado” la vida pública de México sin haber detenido el avance de la civilización capitalista. Por el contrario, cada una implicó otra vuelta de tuerca en la interiorización de una cierta forma de vida humana. Una vida sirviente de la producción demencial de riqueza abstracta “por el bien de todos” y en la que, en verdad, no se salva nadie.

La “cuarta transformación”, de ser la repetición del gesto (pacíficamente o no) sería una trans-formación “desde afuera”; un revolucionamiento formal. Pero, de buscar posibilidades para hacerlo “desde dentro”, la transformación social real tendríamos que imaginarla y construirla a pesar, y quizá independientemente, de las posibilidades y los alcances de la organización estatal. En otras escalas territoriales y con otras formas de articulación para la vida de las comunidades humanas concretas. Un revolucionamiento estructural de la vida implicaría una diversificación de posibilidades humanas de la magnitud de la revolución neolítica, conceptualización en donde la idea de revolución despliega su verdadero potencial.

Los cuerpos se secan y desecan de dos modos: desde el interior y desde el exterior. Un desecamiento desde fuera es posible detenerlo. Su “resequedad” periférica no implica la muerte de su fuente vital. Pero en el caso opuesto, donde el cuerpo se ha secado por dentro, es imposible “remojarlo” desde fuera. Cuando sólo se les salpica, sin procurar a fondo su hidratación, se hace un mal buscando un bien. Como dijo Calderón de la Barca en La vida es sueño: pues dar vida a un desdichado es dar a una dichosa muerte.

Segundo acto; juego limpio

López Obrador ha elegido como reflejo predilecto, entre las figuras de la historia nacional, la imagen de Benito Juárez. La consistencia mítica del personaje le permite invocar, por medio del discurso, a esta versión mexicana del espíritu fáustico; la sed de modernización acelerada. ¿Hasta dónde se está dispuesto a llegar para alcanzar lo que se quiere? Sin proponérselo, el “autorretrato” se vuelve un elemento crucial para describir el drama en el que AMLO está envuelto. El aparente rejuvenecimiento y fortaleza quedan bajo sospecha porque algo está demasiado bien; todo parece tan natural, dice Julio Cortázar, como siempre que no se sabe la verdad.

La imagen de las escaleras limpias, como metáfora de la higiene institucional debida, nos permite reconocer, en medio de la legítima pretensión de honradez, las “fallas de origen” de la orientación trunca de este proyecto moral. Es ingenuo. Y más allá de lo balsámico que pueda resultar este “saneamiento” estatal, menos malo a la luz de lo peor, creer que la corrupción es la causa de la desigualdad social equivale a pensar que el origen de la crisis civilizatoria en la que nos encontramos se debe a las versiones imperfectas del estado nacional idealizado que jamás ha tenido lugar.

El presidente constitucional quiere jugar Monopoly exigiendo que se respeten las reglas que nadie ha pretendido obedecer. Y quién sabe, quizá pensando que si todos jugaran limpio sobrevendría la regeneración nacional. El desenvolvimiento de los acontecimientos permite ver que los estadistas siguen teniendo en el papel de Fausto una de las mejores representaciones del drama en el que se embarcan, cuando quieren ver en pactos la garantía de sus anhelos. Pero, más grave, todos protagonizamos, cotidianamente, finales alternativos de la misma ilusión fáustica.

Tercer acto; juego místico

Juguemos con algunas ideas, buscando eludir la fácil asociación que han hecho de la figura de López Obrador con dictadores del pasado. Del siglo XX en particular. Exploremos la posibilidad de pensarlo en relación con personajes modernos más lejanos, cronológicamente al menos. La mística que envuelve al presidente se corresponde no tanto con la del hombre de Estado totalitario, con la que buscan estigmatizarlo, sino con otra que podemos localizar hasta los tiempos del parto de la Nueva España y en la Ilustración, más tarde.

Hemos presenciado una verdadera “transferencia de corporalidad” en su doble investidura, la de Rey y la de Tlatoani. AMLO no solo derrumbó la triste caricaturización que se he hecho de la figura presidencial. Atraviesa por el medio la figura del “señor presidente” y alcanza a tocar la “cabeza” del corpus politicum mysticum de una época que soñaba con poder dotarse satisfactoriamente de una identidad artificial, una Nación hecha para el Estado, que viniera a llenar la ausencia que había dejado tras de sí la desestructuración de las identidades históricas precapitalistas. Sin poder eludir su responsabilidad como jefe del Estado mexicano, Andrés Manuel López Obrador ha preferido presentarse a sí mismo como hombre de Nación, una identidad fantasmal.

Él hará lo que cree posible. En otros lugares cobrará fuerza lo que se cree imposible. Reconocer en medio de la teatralidad política mexicana esta metamorfosis “al galope”, esta variante “fuera del guion” de la camaleónica vida política nacional, es sorprendente. Deja observar en mucha gente la gran necesidad actual por ver representados los sueños de destrucción de un régimen político. Y en López Obrador, deja ver su capacidad para capturar la necesidad de simbolización de una transformación social radical, una revolución substancial, que tal vez algún día llegue a suceder.

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