Por Xavier Flores
Andrés Arauz es un tipo con suerte. Tiene 36 años, cuatro idiomas, una abuela, estudios en el exterior y una linda familia con una manabita. Además, a tan corta edad (1), acaba de vivir una de las experiencias más intensas e interesantes de la vida política en democracia, como lo es competir para Presidente de la República.
Arauz ganó en la primera vuelta, perdió en la segunda. Obtuvo casi 4.234.000 de votos. Not bad. Y, dato no menor, es el más querido en la provincia de Manabí (donde dobló a Lasso), que es la provincia más bacán para ser querido (2).
Pero también Arauz es un tipo con suerte por haber perdido. Como es un político bisoño y sin una agencia política propia, sujeto a los controles a distancia de Rafael Correa (el Dr. Frankenstein de su experimento vital) y a los rigores del cargamontón de los actores de la derecha, incluidos los fieros medios de comunicación, Arauz iba a soportar una presión que terminaría en una implosión. De Andrés Arauz o del país. O de los dos.
De hecho, hay cómo leer su derrota como una elegante capitulación. Desde el campo de Arauz se sopesó la situación: por una parte, un político novel sin verdadero poder popular, más acostumbrado a los cuadros de Excel que a la calle, y por otra, un político aliado con el órgano electoral, con recursos y ambición, con los medios de comunicación a su favor. Si no se aceptaba el triunfo del rival (es decir, si hacía el berrinche que Lasso el 2017), Arauz iba a emprender una batalla desigual, que iba a concluir en derrota con humillación.
Para prevenir eso, la salida elegante: una concesión de la derrota rara vez vista en este país arrabalero, con un discurso que juzgo el mejor de su breve carrera. Me recordó esta frase de Borges: ‘Hay una dignidad que el vencedor no puede alcanzar’. Y Arauz la encontró.
(1) Si ganaba, Arauz se hubiera convertido en el segundo Presidente más joven de la historia del Estado ecuatoriano (v. ‘31 de enero de 1839’).
(2) Si una de las 24 provincias es para que a uno lo quieran mucho, mucho, esa es Manabí. It had me at corviche.