El sábado 23 de febrero del 2018, las redes sociales circularon una fotografía en la cual Juan Guaidó y sus aliados del Grupo de Lima observaban por televisión los acontecimientos en la frontera colombo-venezolana. La escena se parecía a aquellas ocasiones en las cuales los amigos se reúnen para mirar un partido de futbol con la comodidad de quién es no quieren ni siquiera hacer fila para entrar al estadio.
En esta ocasión, Guaidó y sus complotados tenían rostros compungidos, miradas lagrimosas y sonrisas perdidas. Evidentemente, su sainete para desestabilizar al gobierno del Presidente Nicolás Maduro fue un fracaso rotundo, incluso tomando en cuenta la destrucción de la “ayuda humanitaria” que se le imputó al pueblo chavista. ¿Acaso Estados Unidos no está interesado en invadir Venezuela? ¿Por qué no desembarcaron sus tropas?
Aunque controlen el Poder Ejecutivo, Donald Trump y su equipo no son Estados Unidos, una potencia cuyo “Estado” no puede iniciar una guerra en su propio patio trasero para perderla a los pocos días… ¡Eso sería tremendo bochorno!… especialmente cuando el dólar pierde poderío cada día como moneda para el ahorro y el comercio internacionales.
Si bien las guerras mediáticas incitan a los televidentes a esperar ansiosamente los sucesos del siguiente capítulo, la intervención militar directa estadounidense en Venezuela no será la opción con mayores probabilidades de imponerse en las próximas semanas. Veamos algunas razones que podrían disuadirle a Estados Unidos de embarcarse en una aventura bélica en Sudamérica.
El ejército estadounidense no tiene suficiente experiencia de combate urbano.
“Si bien las fuerzas estadounidenses han madurado significativamente… sus acciones en Bosnia, Iraq, Bangladesh, Ruanda y Haití permiten entrever algunos desafíos operativos que muy probablemente emergerían durante un conflicto con Venezuela… En el Ejército Estadounidense, no existen unidades de combate urbano, ni una sola unidad diseñada, organizada o equipada específicamente para los desafíos operativos en ciudades… Cualquier operación en Venezuela necesariamente requerirá una amplia experticia en combate urbano”. Professional Journal of the U.S. Army, Jan-Feb, 2019.
Salvo que la opción preferente de Estados Unidos sea fraccionar el territorio venezolano para controlar sus zonas petroleras y desentenderse después del resto del espacio nacional, cualquier intervención militar directa implicará combatir por el control de las ciudades. Si no pretende alcanzar una salida al “estilo Libia”, en términos simbólicos y militares, Estados Unidos necesitará tomarse Caracas y, aunque Trump imagine lo contrario, esa no es una opción viable pues, a pesar de las penurias causadas por el bloqueo estadounidense, el gobierno bolivariano ha logrado consolidar el apoyo de los sectores populares urbanos.
Por otra parte, dado que los invasores no consolidarían su presencia en los principales centros urbanos, la guerra contra Venezuela tendría que librarse en los campos de la región de los llanos hacia el lado colombiano o en los bosques tropicales de la región de Guayana hacia el lado brasilero. En ambos escenarios, la intervención tampoco sería favorable para Estados Unidos pues sus tropas han adquirido principalmente experiencia de combate en biogeografías en las cuales las líneas de abastecimiento existen previamente o pueden construirse con relativa facilidad. Dicho en una frase, sus tropas están acostumbradas a la guerra fácil.
La demora de la paz colombiana no facilita una intervención militar en Venezuela.
“Venezuela no es Granada o Panamá, dos países latinoamericanos invadidos por Estados Unidos en los últimos días de la Guerra Fría. Aquella tiene dos veces el tamaño de Irak… Cualquier invasión requiere preparativos en una escala similar, lo que significa una fuerza superior a 100 mil soldados… Si entran, las tropas estadounidenses debe prepararse para permanecer por largo rato”. O’Neil, Shannon (2018) A U.S. Military Intervention in Venezuela Would Be a Disaster. Bloomberg.
Aunque nadie parecería recordarlo en estos días, los aparatos de seguridad estadounidenses promocionaron el desmantelamiento del conflicto limítrofe entre Perú y Ecuador hace unas décadas atrás. Apreciado desde la lógica más elemental de manejo de frentes de guerra, aquella era una condición necesaria para poder concentrar los esfuerzos del Imperio y sus aliados regionales en el combate a las FARC en Colombia durante la primera década del siglo XXI.
Estados Unidos no improvisa la gestión de escenarios estratégicos. En esta ocasión, empero, le falló el “timing”. Si el proceso de paz entre el Estado Colombiano y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) hubiese concluido dígase en 2017, el Imperio podría considerar hoy a la intervención militar directa en Venezuela como una opción con riesgos y efectos colaterales controlables. Pero ese no es el caso.
Si Estados Unidos invade Venezuela sin lograr previamente la paz con las guerrillas colombianas, el ELN podría involucrarse en el conflicto por razones estrictamente instrumentales. El altruismo o la solidaridad con el pueblo bolivariano no serían los factores determinantes.
Una eventual presencia militar estadounidense en el nordeste de América del Sur constituiría una amenaza existencial inmediata, directa y contundente para los guerrilleros colombianos. Esto sería así incluso si el ELN desapareciese y se desmovilizase porque, como lo ha demostrado la sangrienta historia de la gestión del postconflicto con las FARC, el asesinato de ex guerrilleros, líderes sociales y políticos de izquierda sería notoriamente más fácil en el contexto de una ocupación militar estadounidense.
Aun cuando Trump pudiese amanecer más envalentonado en cualquiera de los próximos días, Estados Unidos no puede arriesgarse a una regionalización de lucha popular antisistémica o antiimperialista. Y esto lo intuye muy bien quien autoriza una intervención armada en el extranjero: el Poder Legislativo estadounidense.
“Me preocupa el ruido del sable del Presidente… Quiero dejar en claro a nuestros testigos y a cualquier otra persona que esté observando: la intervención militar de Estados Unidos no es una opción… El Congreso no apoyaría una intervención militar en Venezuela». Eliot Engel, presidente del Comité de Asuntos Exteriores, Congreso estadounidense, audiencia sobre la situación política en Venezuela, Feb. 13, 2019.
Desde la perspectiva de los intereses estadounidenses, invadir a Venezuela desde Colombia sería una torpeza sin precedentes pues aquella acción equivaldría a entregarle al Gobierno Bolivariano mejores condiciones para su resistencia al ejército invasor: el pueblo venezolano contaría inmediatamente con el apoyo, entrenamiento y participación de guerrilleros colombianos con experiencia de décadas en guerra irregular.
Para iniciar una invasión directa a Venezuela, Estados Unidos tiene que simplificar las posibilidades de respuesta armada. Obviamente, esto suponiendo que no quiere empantanarse por décadas en el territorio invadido, una opción que no parecería ser económicamente óptima. En estos mismos momentos, para ahorrarse unos cuantos billones de dólares en el presupuesto federal, el Imperio está urgido por despreocuparse de la OTAN, Siria, Corea del Norte u otros escenarios geopolíticos que no le proporcionan réditos inmediatos.
La alternativa será fastidiar a Venezuela con “Soldados de Fortuna” y “Contras”
En la mañana del sábado 23 de febrero, mientras el mundo concentraba su mirada en el sainete de Guaidó y sus amigos, se conoció el desenlace de una historia que comenzó una semana atrás y permaneció prácticamente silenciada por los medios de comunicación privados.
El domingo 17 de febrero, en la capital de Haití, en Puerto Príncipe, una ciudad estremecida por protestas populares contra las políticas de austeridad del Presidente Jovenel Moise, la policía detuvo por error a ocho personas fuertemente armadas en las inmediaciones del Banco Central.
Entre aquellas estaban 5 estadounidenses que pertenecieron al Ejército de su país, que portaban pasaportes vinculados al Departamento de Estado y que trabajaban para Kroeber, una empresa de seguridad privada con “una amplia trayectoria de operaciones comerciales y militares para la gestión de crisis”. Al momento de su detención, los ex marinos estadounidenses solicitaron a la policía no ser arrestados porque, según dijeron, trabajaban para el Gobierno Haitiano.
Después de guardar aquellos aturdidos silencios que la sorpresa o la culpa suelen ocasionar, los funcionarios del gobierno de Moise ofrecieron versiones contradictorias sobre la presencia de los extranjeros. Mientras unos dijeron que los detenidos querían asaltar las bóvedas del Banco Central, otros señalaron que los francotiradores querían subir a la terraza de esa institución para eliminar al Primer Ministro Jean Henry Ceant.
Finalmente, el Gobierno Haitiano optó por retornar a la comodidad del silencio. No dijo nada… ni siquiera después de que los mercenarios fugaron en avión comercial hacia Estados Unidos sin comparecer previamente ante algún juez para explicar qué hacían en Haití con pistolas, armas de asalto, equipos para comunicación satelital, drones y otros accesorios militares sofisticados.
Como lo evidencia la facilidad con la cual los contratistas entraron y salieron de la isla caribeña, Estados Unidos tiene opciones más baratas para controlar a los pueblos latinoamericanos. Entre ellas se encuentran los conflictos armados que pueden prolongarse con mercenarios durante años sin la presencia evidente de tropas estadounidenses. A ese negocio le apuesta el Estado estadounidense.
En su ansia por saciar apetitos de corto plazo, sin embargo, Trump, Bolton, y Guaidó propiciaron acontecimientos que no facilitan el despliegue de la estrategia del Estado estadounidense hacia Venezuela. Al contrario, hasta cierto punto, la estropearon… por el momento.
A partir de los documentos que las comunidades de formuladores de políticas públicas y los aparatos de seguridad estadounidenses suelen producir para valoraciones de amenazas externas o para audiencias en el Congreso, se podría inferir que la estrategia estadounidense contra Venezuela tiene elementos como los siguientes:
- Consolidar las condiciones para un conflicto de baja intensidad prolongado con sanciones y bloqueos económicos dirigidos a quitarle respaldos al gobierno venezolano;
- Inducir una caída de la producción y las exportaciones, así como una mayor hiperinflación y un colapso de los servicios básicos, para enfrentar a la población contra el gobierno venezolano a través de “levantamientos” insurreccionales periódicos;
- Crear grupos armados anti-bolivarianos, entrenarlos con mercenarios extranjeros y aglutinarlos paulatinamente en una versión contemporánea de “la Contra”;
- Incitar conflictos inter-estatales mediante incidentes en las fronteras venezolanas con Colombia, Brasil y Guyana;
- Alentar las acciones opositoras en el Estado de Falcón debido a su cercanía a Aruba, Bonaire y Curazao, así como debido a su proximidad con la refinería de Amuay, un complejo petroquímico que involucra al 40% del petróleo originado en la cuenca del Orinoco;
- Incidir en el ánimo de políticos, militares y policías en el Estado de Táchira, en la frontera con Colombia, para gestionar desde allí la amplificación mediática de los flujos migratorios y las deserciones de burócratas pactadas;
- Abrir territorios para la inserción de grupos armados anti-chavistas en el Estado de Bolívar, en la frontera con Brasil, un país donde las oligarquías de la tierra mantienen una industria de mercenarios rurales desde hace décadas.
Después del 23 de febrero, la opción más conveniente para Estados Unidos no emergerá de la imaginación de aquellos políticos cuyas ansias de poder los empujan a generar “el caos por el caos” pues, como dijo en enero de 2019, el General Douglas Fraser, ex comandante del U.S. Southern Command (2009-2012), no hay “ninguna buena razón para utilizar a los militares en [Venezuela]… valdría la pena entender cuáles podrían ser las implicaciones y los requerimientos”. Lo más conveniente para Estados Unidos, sin embargo, no lo es para nosotros.
Para América Latina no será ningún buen negocio el desencadenamiento de un prolongado conflicto irregular con mercenarios contratados entre “los guarimberos” de Guaidó protegidos en Colombia o entre “los colectivos” de Bolsonaro radicados en Brasil. Si bien Estados Unidos pudiese contar con los recursos financieros para iniciar una intervención con una coalición multilateral de ejércitos estatales o milicias paramilitares, América Latina no es ni será África, un continente donde ser soldado de fortuna es la única opción para miles de desamparados.
Por eso, el Guaidó, la burguesía venezolana y el Departamento de Estado no logran todavía conseguir quien pelee en su nombre en una guerra sin mayor futuro.