La trama política en Bolivia es en la actualidad de absoluta incertidumbre. Está claro que hoy el país sólo circunstancialmente se encuentra bajo la inesperada conducción de la senadora Jeanine Añez, no por mérito propio, sino porque el régimen de gobierno imperante durante la última década y media implosionó bajo su propio peso, sin que se pudiera avizorar aún la conformación de un nuevo esquema de poder capaz de sumar todos los consensos sociales y políticos necesarios para establecerse, permanecer y consolidarse en el tiempo.
En este sentido, debemos interpretar lo acontecido recientemente en Bolivia como parte de un mismo proceso de crisis de los regímenes democráticos sudamericanos, que comenzó a fines de 2018 con la elección de Jair Bolsonaro como presidente en Brasil, y que luego tuvo su correlato con la aparición del gobierno “alternativo” encabezado por Juan Guaidó en Venezuela. Posteriormente, los casos de Ecuador y de Chile no hicieron más que representar de manera directa y sin mediaciones los límites de un modelo económico restringido y restrictivo frente a demandas sociales cada vez más amplias y más profundas. En tanto que el proceso electoral en Argentina permitió institucionalizar una conflictividad creciente y vehiculizar a partir del voto una serie de exigencias ciudadanas para la conformación de un nuevo gobierno de signo opositor.
En este caso, la salida de Evo Morales del poder indefectiblemente se convertirá en la marca de origen de quien gobierne a continuación. Sobre su traumática renuncia existen dos lecturas políticas contrapuestas: o bien fue “autoprovocada” por su intento de volver a presentarse a un nuevo mandato contraviniendo la legislación existente sobre el tema y apelando para ello al mecanismo del fraude, que de todos modos aun no fue comprobado o en cambio se trató de un “golpe de Estado” provocado principalmente a partir de la colusión de actores con creciente peso político como los cabildos ciudadanos (principalmente, el de Santa Cruz) y las corporaciones militar y policial, junto con otros sectores de amplia ascendencia social como la Central Obrera Boliviana, otrora uno de los principales puntos de apoyo del gobierno de Morales.
Más allá de las distintas lecturas que puedan tenerse sobre el hecho, es indiscutible que lo que aconteció en Bolivia fue la interrupción traumática del gobierno de Evo Morales cuando todavía restaban más de dos meses para la finalización de su actual mandato presidencial, el próximo el 22 de enero de 2020. En
¿Cuáles son los argumentos utilizados por quienes defienden la postura de una especie de “golpe autoinfligido”? Que el gobierno provocó la reacción social y política que le terminaría explotando en la cara y que una vez producida la salida de Morales del poder ninguna corporación o sector de la oposición tomó el gobierno. En suma, se apela a un vago “él se lo buscó” por las pretensiones hegemónicas del ex mandatario, por su ambición de permanecer en el poder y por apelar a un presunto fraude, mayormente denunciado por entidades que, como la OEA, no son para nada neutrales en todo este proceso.
Sin embargo, por las características asumidas por la insurrección que puso término al gobierno, por los actores que finalmente terminaron liderando las movilizaciones y que sobre la marcha de los acontecimientos fueron radicalizando sus propuestas, y por los apoyos externos reunidos por parte de gobiernos como el de los Estados Unidos o de varios de la región (que o bien se solidarizaron con el bando triunfante -como ocurrió con Bolsonaro en Brasil o que evitaron pronunciarse directamente sobre el tema -como Macri en Argentina), se podría concluir en que se trató de un golpe de Estado.
Por otra parte, la admisión por parte de Luis Almagro, secretario de la OEA, de que efectivamente se trató de un “golpe”, aunque justificado, no exime de responsabilidades a quienes llevaron adelante el proceso destituyente, más allá de que se los quiera presentar como “héroes cívicos” o incluso, como “mártires de la democracia”.
Naturalmente, las implicaciones de este acontecimiento no son discursivas. El final de la experiencia de poder de Morales operará como una marca indeleble para el futuro gobierno, sea cual sea su signo político. Y no se tratará tampoco de una especie de “pecado de origen”. El futuro presidente iniciará su nuevo mandato de acuerdo a toda una serie de condicionamientos originados en la terminación abrupta de un gobierno que, aun con todos los cuestionamientos del caso, en la última contienda electoral tuvo más votos que cualquier organización opositora.
Y más allá de lo que resuelva la Asamblea Legislativa, hoy el problema en Bolivia ya no radica únicamente en el andamiaje partidario o institucional. Las principales fuerzas y actores de choque en contra del gobierno de Morales actuaron en las calles antes que desde las bancas parlamentarias. La violencia exacerbada por parte de auténticas bandas ultraderechistas, con proclamas misóginas, racistas y clasistas, y con prácticas aberrantes de persecución, saqueo y vandalismo, impone un límite preciso a quien asuma el gobierno de aquí en adelante.
En este sentido, sería ingenuo pensar que una nueva convocatoria a elecciones generales, junto con la recomposición del tribunal electoral, podrán operar como válvula de escape e inaugurar un nuevo ciclo político en Bolivia. Nada permite imaginar que la paz y la tranquilidad vuelvan a establecerse prontamente en un país cuyo presidente fue expulsado del gobierno por invocación a Dios y a la Biblia, y en las que se produjeron distintos hechos de violencia, incluso, en contra de la integridad física de quienes públicamente asumieron la defensa del mandatario depuesto.
La encrucijada en la que hoy se encuentra Bolivia representa un conflicto irresoluble en el corto y mediano plazo. Implica a una izquierda que, aunque desgastada, continúa conservando la mayoría política y parlamentaria, y a un caudillo político en el exilio y reconvertido ahora en un líder en las sombras, cuyos futuros pasos son aún indescifrables.
Pero, al mismo tiempo, incumbe a una derecha que, todavía desde la oposición, tendrá que resolver su propio conflicto interno entre una perspectiva institucionalista y sistémica, representada en este caso por el ex presidente y candidato Carlos Mesa, y el accionar triunfante encarado por Luis Fernando Camacho, conocido como el símbolo de un movimiento popular violento que tuvo la capacidad para golpear al gobierno pero no (al menos por ahora) para ocupar ese vacío político con el objetivo de imponer un nuevo orden hegemónico.
Finalmente, tiene que ver también con la actuación de las fuerzas militares y policiales que parecen libradas a su propia autonomía y que disfrutan en estos momentos de una falta de control y de límites, lo que sin duda, contribuye a alimentar el caos y el desgobierno, volviendo imprevisible lo que pueda acontecer en el próximo escenario político en Bolivia.