No hace mucho en una columna de opinión me referí a por qué aquella tesis del “fin del ciclo progresista” en América Latina resultó cuestionada por los hechos[1]. Especialmente me apoyé en lo sucedido de manera reciente en Argentina. De igual forma, lo acontecido en octubre en Ecuador y lo que viene sucediendo en Chile parecen ir en la misma dirección. Sin embargo, la ola de movilizaciones y protestas sociales registradas en estos dos últimos países si bien son expresión de ese hartazgo generalizado respecto al modelo neoliberal y sus políticas han seguido dinámicas diversas.

En aquella columna indicaba la importancia no sólo de lograr objetivos emancipadores (fines) sino de prestar igual atención a cómo éstos se alcanzan (medios). En otras palabras, prestar atención a los procesos de construcción colectiva de las fuerzas políticas que pretendan impugnar el neoliberalismo. Aludía entonces a los errores de plantear propuestas programáticas y de lucha “desde arriba”, que se condensan en sus cúpulas o dirigencias. Parte de las lecciones aprendidas nos hablan de la necesidad de ampliar las bases de acuerdos entre los actores del campo progresista superando desconfianzas históricas mutuas, concepciones iniciales y propiciando la generación colectiva de un proyecto ideológico común. Para ello obviamente se debe tener una profunda comprensión de la trascendencia histórica involucrada en esta lucha. La idea de construir una “unidad política superior” de las fuerzas de izquierda implica acciones generosas de sus protagonistas y compromisos sustantivos con lo realmente innegociable.

Ahora bien, lo sucedido en Chile y Ecuador parecen ser un buen ejemplo de estas vicisitudes. En el primero las movilizaciones han revelado una monumentalidad sin igual en términos de cantidad de gente en las calles y de persistencia de las protestas. Las últimas marchas marcan hitos no sólo para este país sino para toda la región. No obstante para Ecuador, y visto en su perspectiva histórica, algunos consideran que la movilización de octubre se equipara al levantamiento indígena de 1990.

Nadie puede negar que Chile es en América Latina el país que más profundamente llevó adelante el modelo neoliberal. Desde el quiebre del orden constitucional que se produjo el 11 de septiembre de 1973, su larga y penetrante dictadura militar (hasta marzo de 1990) y la pactada transición a la democracia (entre civiles y militares) fueron configurando condiciones para que en este país el modelo neoliberal se desarrollara a sus anchas. Este es un elemento ineludible para comprender las movilizaciones recientes y su envergadura. En Ecuador, por el contrario, no sólo se venía de 10 años de un gobierno y un proyecto societal que buscó contraponerse al modelo neoliberal (2007-2017), sino que en las últimas elecciones presidenciales ganó la fórmula y el programa de gobierno que proponía darle continuidad a esa alternativa. Empero, lo que sucedió después es digno de los casos más rocambolescos de traición política cuando el que fuera ex vicepresidente de Rafael Correa Delgado desde 2007 a 2013 y funcionario de ese gobierno ante la ONU en Ginebra (2013-2016), decidiera abandonar el mandato de las urnas. Apenas asumió el cargo de presidente de la República, Lenin Moreno Garcés, resolvió realizar una alianza de gobierno que incluyó a los partidos políticos de derecha, a las cámaras empresariales y a los medios de comunicación más influyentes del país. También inició una lucha sin cuartel contra sus ex compañeros de militancia de la Revolución Ciudadana.

Cuando Moreno decide, después del 24 de mayo de 2017, apostar por un proyecto neoliberal redefine los miembros de su gobierno. En ese nuevo reparto entran no solo los representantes de la banca, de las grandes empresas agroexportadoras e importadoras del país o de los medios de comunicación, sino que se suma cierta dirigencia indígena. Esta alianza táctica trajo beneficios para ambos actores. Para el nuevo proyecto gubernamental esta inclusión le otorgó su pátina “social”, el reconocimiento en clave étnico-cultural de parte de la agenda indígena. Respecto a los beneficios para el programa indígena, es importante indicar que se concretó mediante una específica modalidad de vínculo con el Estado. A la manera corporativa, conquistando cargos y espacios de intervención estatal de “interés” para este sector. Asimismo, los beneficios obtenidos no estuvieron exentos de importantes contradicciones. Por ejemplo, cuando Moreno decidió entregarles la sede de la UNASUR en Quito para que funcionase allí la universidad particular Amawtay Wasi ligada al movimiento indígena. Su aceptación implicó al mismo tiempo avalar la decisión del gobierno no sólo de excluir al Ecuador de este esfuerzo de integración latinoamericana, alternativa a la histórica estrategia geopolítica continental conducida por los EEUU, sino que respaldó el golpe mortal que se le dio al quitarle su sede regional.

Todo esto realizado en plena acción aniquiladora contra los correístas. Los indígenas parecieron aceptar implícitamente esto último. Muchos encontraron diversas explicaciones, pero la más plausible aludió a la relación de tensión y hostilidad creciente que se había configurado con la Revolución Ciudadana y, especialmente, con su líder -Rafael Correa-[2]. Debe recordarse que Correa siempre manifestó un discurso anticorporativo y universalista, el cual no cuajó con las demandas planteadas en términos étnico-culturales de la dirigencia indígena. Además, sus políticas en el plano económico, productivo, laboral y social generaron procesos de mejoras objetivas del bienestar que hicieron que, a diferencia del largo ciclo neoliberal precedente, los indígenas tuvieran dificultades para articular peticiones en clave de materialidad socioeconómica y sobre todo conectarse con otros sectores progresistas anti correístas.

Ahora bien, las movilizaciones en ambos países tuvieron un detonante. En Chile fue el alza del precio del metro de Santiago de Chile, aunque en un contexto de políticas neoliberales que llevan décadas implementándose y en donde queda casi nada por ser privatizado. Fue la gota que rebalsó el vaso. En Ecuador se trató de un “paquetazo” recomendado por el Fondo Monetario Internacional (FMI) que incluyó la quita del subsidio a los combustibles (Decreto No. 883) y una serie de medidas que iban a entrar vía reformas legales a la Asamblea Nacional entre las que destacan las ligadas al campo sociolaboral. Por ejemplo, en el sector público, reducción del 20% de las remuneraciones en contratos temporales, eliminación generalizada de 15 días de vacaciones y la quita compulsiva de un día laborado por mes para aumentar los fondos del Ministerio de Hacienda. En el sector privado, la introducción de nuevas modalidades de contratación menos costosas para los empleadores. También una reforma a la seguridad social que habilitaba la apertura del sistema a fondos de capitalización. Todas evidentemente pro-flexibilización laboral y pérdida de derechos y protecciones adquiridas. Tales propuestas de intervención coherentes con una seguidilla de políticas neoliberales implementadas en los dos últimos años[3]

En Ecuador, la movilización empezó con un paro de los transportistas y luego se fueron sumando otros actores. Los estudiantes universitarios, sindicatos, agrupaciones feministas, una serie de colectivos urbanos especialmente de Quito, los militantes de la Revolución Ciudadana, del partido socialista, los indígenas con sus organizaciones y la ciudadanía en general. En Chile fueron primero movilizaciones ciudadanas con poca base organizativa y luego se fueron sumando organizaciones de estudiantes, docentes, feministas, territoriales y sindicales. Una diferencia sustancial fue en que en Chile hubo un especial cuidado de los actores en protesta de no asumir representaciones anticipadas. Como indicaba la líder de la Central Unificada de Trabajadores y Trabajadoras (CUT) Bárbara Figueroa cuando le preguntaron si esta organización iba a ser “la mediadora entre la protesta social y el gobierno” contestaba:

“Prefiero decir que las organizaciones tenemos que poner nuestro rostro en la calle y que sea reconocible, por eso llevamos nuestras banderas. El gobierno está cómodo hablando de un estallido social sin forma para desentenderse del marco de las demandas, de los cambios que se exigen. Esta situación está fuera de los marcos tradicionales en cuanto a que si bien traen demandas históricas ahora tiene una multiplicidad de formas y expresiones que tienen que ver con la vida orgánica e inorgánica de la sociedad. Entonces, la responsabilidad nuestra es que no se pierdan esas demandas estructurales, que no quede acá, que no termine con la represión, sino que crezca hasta alcanzar las transformaciones de fondo que son necesarias”.

“Desde el mundo social y sindical no queremos arrogarnos ningún mérito ni representación, sino que queremos contribuir, desde la unidad del movimiento a canalizar, ampliar, y poner presión sobre el gobierno para que reconozca este estallido social y manifieste de una vez la voluntad de abrir los canales de diálogo que se les están exigiendo”[4].

En el caso de Chile la interpretación que prevaleció pareció ser aquella que indicaba que en tanto las demandas no eran puntuales sino estructurales, de fondo, era clave no producir recortes anticipados ni asumir prematuramente representaciones o interlocuciones “válidas” ni “excluyentes” ante el gobierno. Tan de fondo como redefinir las bases del pacto social en Chile mediante una Constituyente. Las expresiones vertidas daban cuenta de un interés por construir una “unidad política superior” de los sectores y clases subalternas, algo “distinto” a una negociación puntual y fragmentada[5]. Ahora bien, cuando vemos lo ocurrido en Ecuador pareciera ir en sentido contrario, la pregunta es por qué y qué consecuencias tuvo y tiene para la efectiva impugnación del proyecto neoliberal.

Luego de los primeros días de la protesta, cuando el movimiento indígena decide sumarse, lo hace bajo un discurso político en clave clasista, como parte del pueblo vulnerado por las medidas neoliberales. No como particular colectivo indígena con demandas en clave étnico-cultural. Esto se revelaba como un dato interesante ya que su inclusión en el gobierno de Moreno fue como “indios” y ahora protestaba dentro de los sectores plebeyos, componiendo una acción popular más amplia que los incluía, pero también los excedía.

El paro, como mencionamos, se inicia con los transportistas sin embargo estos prontamente aceptan un acuerdo con el gobierno. Allí la protesta se desborda y asume un perfil más amplio que aglutina a otros sectores[6]. Cuando intervienen de lleno las bases indígenas[7] y desde el oficialismo se avizora una conflictividad inmanejable, se empieza a operar una reinterpretación oficial de los sucesos. Se hace desde el Estado y desde los medios de comunicación aliados que copan prácticamente todo el espectro comunicacional. Se empieza así a anudar un relato potente en el que se recorta 1) el campo de actores partícipes y 2) las demandas en juego. También se establece a quién y a qué corresponde la “legitimidad” de cada recorte.

En primer lugar, desde el oficialismo se distinguen dos actores excluyentes: los correístas que quieren “desestabilizar al gobierno”, que “buscan un golpe de Estado” y que por eso llevan a cabo acciones de “desorden y caos social” que incluyen destrucción de bienes públicos y privados, robos, etc.[8]; y por el otro, los indígenas -resguardados por la moral de la exclusión y ciertos sentidos esencializados de la indigenidad- que están en desacuerdo con el “alza de los combustibles” porque afecta sus magras condiciones de vida. Queda claro que bajo semejante narrativa la “legitimidad” de la protesta queda sólo reservada a un actor. Las demás actorías que participan de las protestas o se diluyen o se degradan moralmente. De manera paralela, se busca mutilar la demanda inicial que dio lugar a la protesta y a las movilizaciones. De la eliminación del “paquetazo” se transita al “alza de los combustibles”. Recuérdese que la exigencia primera incluía todos los componentes de las medidas de ajuste anunciadas las cuales afectaban a diversos sectores, especialmente, aquellos ligados al empleo público y privado en el ámbito urbano. Empero el recorte propuesto considerará como “válida” solo la ligada a la quita de los subsidios a las gasolinas. Las demás se irán desdibujando, incluso algunas medidas de ajuste se considerarán “justas” frente al discurso de la corrupción, el derroche estatal y los privilegios del funcionariado público. Un discurso muy azuzado por Moreno pues le ha servido para justificar su política de ajuste y austeridad fiscal.

Estas operaciones de recorte tendrán un efecto amplio, incluso cuando durante la protesta se extienda el pliego de demandas. Por ejemplo, cuando el gobierno decide decretar el Estado de excepción y hacer intervenir a los militares y a toda la fuerza pública, llevando a cabo una represión brutal sin precedentes contra la población civil. Aquí se producen detenciones innumerables, heridos y muertos. La situación se agrava cuando se decreta el toque de queda. La acción arbitraria, desmedida y anti-ciudadana de las fuerzas de seguridad será cuestionada por los actores que están en plena protesta, también por organismos de derechos humanos. Desde aquí, al rechazo inicial por el “paquetazo” se le sumará el reclamo para que la justicia intervenga ante lo que se consideran privaciones y crímenes por abuso de autoridad. También se demandará la inmediata renuncia de los ministros responsables (Defensa e Interior).

Como mencionamos, al gobierno y sus aliados le interesará indigenizar la protesta y llevará a cabo varias acciones para concretarlo[9]. Finalmente lo conseguirá cuando logre sentar en su “mesa de diálogo” (y luego de las balas) a los “indígenas”. No serán tampoco todos entre ellos. Serán tres de sus organizaciones: la Federación de Indígenas Evangélicos del Ecuador (FEINE), la Federación Ecuatoriana de Organizaciones Campesinas, Indígenas y Negras (FENOCIN) y la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE). También cuando más allá de lo que todos escuchamos por televisión o radio (ya que el diálogo supuestamente debía ser a la luz pública), la negociación final realizada en secreto y a puertas cerradas, terminó reduciendo el temario de los reclamos a la quita del Decreto No. 883[10]. Con esto se levantó el paro y se desactivó la movilización social.

Es importante tener en cuenta este resultado porque permitirá explicar lo que sucederá automáticamente después. Luego del pacto alcanzado con los actores indígenas, el gobierno arremetió aún más en su persecución contra los correístas. Apalancados por los supuestos desordenes producidos por las protestas, y a través de la Fiscalía General del Estado, se instruyeron causas para detener (mediante prisiones preventivas) a dirigentes de la Revolución Ciudadana. Por esto la Prefecta de Pichicha en funciones se encuentra detenida por el “delito de rebelión” y por su relación “a los actos delictivos registrados durante las protestas”. También fueron detenidos otros funcionarios de su gobierno provincial. Incluso ex asambleístas, como Virgilio Hernández. Otros igualmente perseguidos apenas lograron pedir asilo político en la Embajada de México en Ecuador. Y esto nuevamente pareció ocurrir bajo la aceptación tácita de la dirigencia indígena[11].

Lo que debemos preguntarnos es por qué éstos optaron por abandonar la posibilidad de constituirse en la punta de lanza de una unidad política superior en contra del proyecto neoliberal. ¿Por qué se resignó la oportunidad de producir una articulación con el resto de los sectores progresistas contestatarios al neoliberalismo? ¿Es que su hostilidad hacia el correísmo pudo más?

Más allá de los balances que puedan hacerse de la relación que funcionó entre el gobierno de la Revolución Ciudadana y los indígenas (2007-2017), debe quedar claro que únicamente la unidad de un frente progresista podrá frenar la insaturación de un autoritarismo neoliberal mucho más fascista, racista, machista, xenófobo y regionalista que el que funcionó entre fines del siglo XX y principios del XXI. Las recomposiciones neoliberales contemporáneas han extraído grandes lecciones de las experiencias progresistas y de las nuevas formas de hacer política. Difícilmente se podrá pensar frenar tal arremetida sin un pacto superior entre los indígenas y el correísmo, también entre éstos y los movimientos ecologistas y feministas y otras agrupaciones políticas de izquierda como el socialismo y el comunismo en Ecuador. La insurgencia de octubre quedará consumida en su explosividad y efervescencia más no logrará gran cosa en términos de transformación política y social si sus protagonistas no logran ponerse de acuerdo respecto a lo que realmente está en juego y a la necesidad de transitar un proceso de construcción colectiva de las fuerzas que pretendan impugnar el neoliberalismo.


[1] https://rutakritica.org/los-proyectos-progresistas-entre-ciclos-oleadas-y-emancipaciones-perdurables-ii/

[2] Como ejemplos se pueden mencionar las dos marchas indígenas contra el gobierno de Correa, la de 2009 y 2012 por el tema minero y el del agua, aunque ninguna adquirió la envergadura de esta movilización de octubre de 2019.

[3] Ver https://mondiplo.com/el-regreso-del-neoliberalismo-a-ecuador ; https://www.alainet.org/es/articulo/200021

[4] Ver https://www.pagina12.com.ar/227000-barbara-figueroa-presidenta-de-la-cut-fue-una-marcha-masiva

[5] Debe prevenirse que una protestas y movilización social sin representaciones únicas no niega la mencionada búsqueda de unidad política como revela el caso chileno. Algunos sostendrán que se podrá caer en las dificultades registradas en otros fenómenos de este tipo como el de los “chalecos amarillos” en Francia. Según Michel Wieviorka, este movimiento presentó el problema de no poder “transformar la horizontalidad en una verticalidad de tipo político”; más aún en contextos como el francés donde no se registran correas de transmisión o mediación entre el gobierno y el pueblo (él lo define como “desierto político”). Empero esto no parece ser lo que sucede en Chile o lo que aconteció en octubre en Ecuador. Ver https://nuso.org/articulo/los-chalecos-amarillos-se-desarrollaron-en-un-desierto-politico/

[6] Incluso si bien los transportistas habían llegado a un acuerdo con el gobierno no fueron acompañados por otros actores del sector como los taxistas.

[7] Algunos hablaron de 40.000 indígenas en las calles de Quito lo que implica en el contexto de Ecuador una enorme capacidad de movilización social. Ver  https://lahaine.org/mundo.php

[8] El gobierno en su relato incluyó también una suerte alianza conspirativa entre correístas y fuerzas extranjeras desestabilizadoras enviadas supuestamente por el gobierno de Venezuela: “Fuerzas oscuras, vinculadas a la delincuencia política organizada y dirigida por Correa y Maduro -en complicidad con el narcoterrorismo, con pandillas, con ciudadanos extranjeros violentos- causaron zozobra, violencia nunca vista». Ver  https://www.milenio.com/internacional/latinoamerica/en-ecuador-gobierno-e-indigenas-pactan-poner-fin-a-protestas

[9] Durante el paro se les ofreció un programa enfocado en el agro, con sistemas de riego parcelario, reestructuraciones de deuda, condonación de 100% de deudas con SENAGUA y un seguro agrícola. También en el campo de la educación intercultural bilingüe el gobierno ofreció reabrir escuelas unidocentes y aumentar el número de maestros en este subsistema. Sin embargo, inicialmente, los indígenas no aceptaron argumentando que se mantenía el paro hasta que se cumplieran todas las demandas. Ver https://www.elcomercio.com/actualidad/gobierno-propuesta-plan-agricola-medidas.html ; https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-50000274

[10] Ver https://www.infobae.com/america/america-latina/2019/10/13/ecuador-comenzo-el-dialogo-entre-el-gobierno-de-lenin-moreno-y-los-indigenas/

[11] Es importante indicar que luego de haberse levantado el paro, el gobierno buscó “extender” la categorización de “violentos y desestabilizadores” a otros actores de la protesta. Esto afectó con el correr de los días incluso a algunos miembros del movimiento indígena lo cual fue denunciado públicamente.

Por Editor