Por Pedro Brieger
El domingo a la noche la céntrica avenida Paulista en San Pablo se pobló de una multitud ansiosa por saber si Lula había ganado la presidencia en primera vuelta. Miles de camisetas rojas identificadas con el PT se agolparon frente a la pantalla gigante que había instalado la cadena de noticias CNN para seguir el conteo oficial minuto a minuto. Como en el antiguo teatro griego cada vez que Bolsonaro sumaba un punto aparecían las máscaras del drama y la tragedia. Por el contrario, a medida que Lula mejoraba, afloraban las máscaras de la alegría.
Inducidos en gran medida por algunas encuestas que pronosticaban una victoria en primera vuelta gran parte del electorado de Lula pensaba que efectivamente esto sucedería. De allí el juego de las máscaras en más de una persona y la dificultad para valorar en su justa medida el 48,4 por ciento obtenido por Lula en la primera vuelta, a décimas de conseguir un rotundo triunfo. Las emociones tapaban la mirada equilibrada frente a una votación extraordinaria.
Producto de la multiplicidad de ofertas electorales y la crisis de los grandes partidos tradicionales, en los últimos años en muy pocos países de la región (y otras latitudes) se logra un triunfo en primera vuelta, y mucho menos se obtiene el 48 por ciento de los votos. Desde ya que hay casos excepcionales como Andrés Manuel López Obrador en México (53,1 en 2018), Alberto Fernández en Argentina (48,2 en 2019), Luis Arce en Bolivia (55,1 en 2020) o Xiomara Castro en Honduras (51,1 en 2021). Está muy lejos de ser la regla, ya que cada vez es más difícil conseguir
una alta votación en primera vuelta. Así lo comprobaron Andrés Aráuz en Ecuador (32,7 en 2021), Pedro Castillo en Perú (18,9 en 2021), Gabriel Boric en Chile (25,8 en 2021) y el mismo Gustavo Petro en Colombia (40,3 en 2022).
Para poner en valor la extraordinaria votación de Lula hay que analizar el contexto de esta candidatura presidencial. Desde su surgimiento como líder obrero Lula fue perseguido y demonizado. Gobernó durante ocho años y sufrió el desgaste lógico de cualquier gobernante. Su sucesora, Dilma Rousseff, fue destituida en 2016 en un juicio político amañado y donde un ignoto diputado -Jair Bolsonaro- reivindicó a quien la había torturado. El objetivo del establishment político, empresarial, judicial y mediático era claro: impedir que Lula regresara al poder el 1 de enero de 2019 y completara 20 años seguidos del PT en el poder (2003-2023). No estaban dispuestos a aceptarlo. Por eso, para sacarlo de la carrera presidencial, poco después de la destitución de Dilma, fue condenado a 12 años de prisión. En abril de 2018, a seis meses de la elección presidencial, entró a la cárcel donde estuvo casi dos años. El PT, de apuro, tuvo que elegir un reemplazante y Fernando Haddad consiguió apenas el 29,2 por ciento de los votos en la primera vuelta. Amén de la condena pública y humillaciones que sufrió, en el camino perdió a su compañera de más de cuarenta años y a uno de sus pequeños nietos.
Su regreso, aunque nunca se fue, muestra la vigencia de la figura política más importante del Brasil en los últimos 50 años. Como nos dijo Djalma Bom, compañero de Lula desde sus comienzos en el sindicato y el PT, “Lula es muy intuitivo y perseverante”. Bom, seguro del triunfo de Lula en segunda vuelta ya prepara la máscara de la alegría para salir a festejar en las calles el 30 de octubre. Sabe que Brasil lo necesita.
Tomado de Nodal