Antonio Malo Larrea

«El que crea que, en un mundo finito, el crecimiento puede ser infinito, o es un loco o es un economista»

Kenneth Boulding, 1966

En octubre del 2003 el profesor Ulrich Loening del Centre for Human Ecology había invitado a su casa a la nueva camada del programa de maestría, una casa en el campo, con una huerta orgánica que tenía hasta quínoa, muy cerca de la frontera entre Escocia e Inglaterra, y llena de violines, chelos y contrabajos que estaban naciendo de manos del profesor. Su argumento era sencillo: nos explicaba que la economía mundial pronto colapsaría porque vivimos en una economía falsa, porque la riqueza, el capital, ya no están atados a una base material, a una base real. En el 2007 vino la crisis. Este salto al vacío se dio en 1971, cuando Estados Unidos abandonó el acuerdo Bretton Woods y dejó de respaldar su riqueza en el oro, lo que permitió que se comience a generar riqueza falsa, y lo que necesariamente haría que en algún momento colapse sobre sí misma.

Esa sencilla visión de profundas bases físicas, químicas, biológicas y ecológicas tiene unas implicaciones enormes: la economía tiene que estar atada al mundo físico y ecológico, y no puede escapar a las leyes universales de la física. No podemos crear riqueza, las leyes de la termodinámica lo impiden. Si no podemos crear riqueza, si queremos que cada ser humano del planeta tenga una vida digna, entonces lo obvio es que debemos distribuir esa riqueza de forma justa y equitativa. Necesitamos nuevamente una economía real, donde la riqueza esté atada a algo físico. Justus von Liebig y Sergei Podolinsky ya lo decían en el siglo XIX, e inspiraron a Marx, y cada día lo repiten más académicas y académicos de un espectro enorme de ciencias.

Aunque suene redundante, no solamente vivimos en una economía inhumana, injusta y destructora, sino que también es una economía falsa. ¿Qué tiene que ver esto con algo tan etéreo como el capitalismo? Que la economía de mercado que lo sostiene es justamente esa economía falsa de la que estamos hablando. La base conceptual profunda del capitalismo es la reproducción del capital o la creación de riqueza, es decir, el crecimiento económico. Para medir el famoso crecimiento económico se usan indicadores mañosos y mentirosos, que lo único que hacen es maquillar las cosas para que parezca que la riqueza está creciendo. El más utilizado es el Producto Interno Bruto (PIB), un indicador que no mide ni la disminución y destrucción de la calidad de vida de la gente, ni la pérdida y degradación de nuestros sistemas de soporte vital (la naturaleza o sistema ecológico), así como tampoco el desgaste y el deterioro de la base material y energética que nos permite existir. Es decir, medimos el crecimiento de un indicador que no incluye la verdadera riqueza, y a eso le llamamos crecimiento económico. ¿Suena ridículo y surrealista? Pues todas las instituciones internacionales, las políticas económicas globales, regionales y nacionales, y la economía política internacional y nacional, se orientan a buscar el crecimiento del PIB. 

Está claro que es absurdo confundir el crecimiento del PIB con crecimiento de la riqueza. Existe una gran evidencia científica, explicada en una amplia gama de publicaciones académicas, que demuestra que el crecimiento económico está directamente relacionado con un mayor consumo de combustibles fósiles (los causantes directos del cambio climático global), y con un enorme dispendio de materiales. Esto significa que la búsqueda de crecimiento económico infinito, solamente incrementa el consumo y el agotamiento de los bienes comunes, que son finitos. El documental corto la historia de las cosas (the story of stuff) (21 minutos) nos cuenta de manera brillante el tema.

Frente a todo esto son fundamentales las preguntas para qué, en qué y cómo estamos usando los materiales y la energía. Para que exista más crecimiento económico se requiere de más comercio, de vender más cosas, de que se incremente el consumo. Para que se incremente el consumo se necesita que la gente se deshaga más rápido de sus cosas, es decir, que las bote pronto a la basura, y que compre más. Para esto es indispensable que las cosas se dañen rápido y que las percibamos como obsoletas. El sentido de la existencia del marketing, la publicidad, y de un montón de herramientas que surgen de la psicología social, es manipularnos, vigilarnos y hacernos comprar. La supuesta libertad del mercado es sólo dominación y control.

En la otra cara de la moneda, producir más para satisfacer la demanda creciente, implica un mayor consumo de materiales y energía. Así, por ejemplo, no se puede entender la minería, la extracción de petróleo, el extractivismo, y en general, las economías primarias exportadoras, sino es para garantizar el abastecimiento del consumo y, por lo tanto, el crecimiento del PIB. Ahora bien, ese extractivismo tiene que costar poco, para que los productos sean competitivos en el mercado. Eso se consigue abaratando los costos mediante la degradación de la calidad ambiental y la violación sistemática de los derechos humanos, de los derechos laborales, de los derechos colectivos y de los derechos de la naturaleza. Y se instrumentaliza a través de los Tratados Bilaterales de Inversión, de los Tratados de Libre Comercio, de los Tratados de Propiedad Intelectual, y de las distintas normativas que regulan el comercio internacional.

El capitalismo se sostiene en el crecimiento económico, el crecimiento económico se sostiene en la degradación constante de la naturaleza y de la calidad de vida de las mayorías. En el capitalismo se produce para reproducir el capital, y no para satisfacer las necesidades de la gente y para garantizar el metabolismo social. En él no existe la posibilidad más mínima de sustentabilidad, y tampoco de justicia social, así digamos que es verde. Es verdad que otro mundo es posible, pero ese mundo depende de que dejemos atrás al capitalismo, y que la vida, la gente y la naturaleza, estén por encima del capital. 

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