Por José Antonio Figueroa
El uribismo ha decidido inscribir a Colombia en las grandes ligas de la guerra global del capitalismo tardío. En los últimos meses, una preocupante cadena de acontecimientos evidencian como la ultra derecha colombiana busca consolidar el fascismo y asegurar su presencia continental: en octubre del 2020, Francisco Santos, el uribista embajador de Colombia en los Estados Unidos, hizo declaraciones a favor de Donald Trump en plena campaña electoral norteamericana. Las declaraciones de Santos se sumaban al lobby que llevaban a cabo los uribistas de la Florida en favor del candidato republicano y a las declaraciones de los senadores María Fernanda Cabal y Juan David Vélez, miembros del partido Centro Democrático.
De igual manera, ha salido a la luz la intromisión del uribismo en la política hondureña, mientras en el Ecuador, luego de que el candidato del progresismo Andrés Arauz apareciera con grandes opciones de ganar la presidencia frente al neoliberal Guillermo Lasso, la ultraderecha colombiana y ecuatoriana emprendieron una campaña en contra del candidato progresista, acusándolo de haber recibido un “préstamo” de 80.000 dólares por parte del Ejército de Liberación Nacional.
En ese contexto llegó a Quito el fiscal colombiano Francisco Barbosa, con supuestas “pruebas” que entregó a su par ecuatoriana Diana Salazar. Una vez se aseguró el triunfo del candidato neoliberal se detuvo la campaña, evidenciándose así la manipulación de la información y el papel crucial de los medios de comunicación en la difusión de noticias falsas solo con el objetivo de empoderar al fascismo regional.
Uno de los efectos más profundos del uribismo ha sido el empoderamiento del paramilitarismo y la privatización de la guerra con una presencia cada vez mayor a nivel global. El paramilitarismo colombiano ha mostrado su poder en la participación que ha tenido en el reciente asesinato del presidente haitiano Juvenal Moisse, cometido por un comando conformado por 28 mercenarios, 26 colombianos y dos haitiano-estadounidenses, que, al parecer servían de traductores. El grupo estaba conformado por miembros retirados de las fuerzas armadas colombianas.
El caso de Haití ocurre en medio de una movilización social que ya va por su tercer mes, liderada por la juventud colombiana, principal víctima de las profundas reformas neoliberales que la ultraderecha ha llevado a cabo en los últimos veinte años. Durante su gobierno, Álvaro Uribe privatizó casi 50 empresas estatales, desmanteló la seguridad pública, reprimarizó al país, y en un corto tiempo puso a la clase media al borde de su extinción, mientras permitió la consolidación del poder de una minoría articulada al capital trasnacional legal e ilegal. A partir de la llegada a la presidencia de Iván Duque en el 2018, el delfín del uribismo ha retomado la imposición de la agenda mafiosa neoliberal saboteando los acuerdos de paz que el gobierno de Santos firmó con las extintas guerrillas de las FARC en 2016; en el gobierno de Duque se ha producido el asesinato de cerca de 1.000 líderes sociales y 300 exguerrilleros reinsertados, se han reactivado las masacres y ha continuado el desplazamiento y el despojo mayoritariamente de campesinos, indígenas y afrodescendientes.
La intromisión del uribismo en la política interna de diversos países, la profundización de la violencia en Colombia y la presencia activa del paramilitarismo a nivel regional son fenómenos interrelacionados y pueden comprenderse a través de un doble fenómeno: la privatización de la guerra y la reprimarización regional como único proyecto que las trasnacionales conciben para Suramérica. Durante la presidencia de Álvaro Uribe entre los años 2002 y 2010 la guerra contra las FARC resultó un recurso muy útil para imponer una agenda que consolidó el despojo de cerca de 10 millones de hectáreas de tierras principalmente a campesinos, afrodescendientes e indígenas, además del desplazamiento de cerca de 7 millones de colombianos. De igual manera, la lucha contra las FARC permitió la internacionalización de la guerra colombiana y el involucramiento directo de los Estados Unidos en el conflicto interno a partir de la firma del Plan Colombia en 1999 y creó un ambiente de miedo social que marcó la inmovilidad política de amplios sectores y el apoyo al uribismo.
El Plan Colombia requiere de una evaluación crítica: mientras todos los medios hablan de la “inversión” de 10.000 millones de dólares de “ayuda” por parte de los Estados Unidos, se silencia el hecho de que entre el 2000 y el 2015, los años en los que el Plan estuvo en su mayor apogeo, el gasto de Colombia en la guerra superó los 110.000 millones de dólares, lo que significa que en algunos años la inversión en la guerra alcanzó la escandalosa cifra del 4% del Producto Interno Bruto del país. Como muestran las cifras a las que puede accederse debido al secretismo con el que se maneja mucha de la información militar, la gran mayoría de los recursos del Plan Colombia fueron a parar a manos de las compañías trasnacionales militares privadas. Al mismo tiempo, los magros resultados en términos de la lucha contra el narcotráfico y del alcance de la paz muestran que la guerra colombiana se ha convertido en un excelente mecanismo de capitalización no sólo para los grupos más retardatarios de Colombia sino también para las trasnacionales privadas armamentistas. Si bien el Plan Colombia significó un importante debilitamiento militar de las FARC, la utilización de tierras para la producción de coca se duplicó hasta alcanzar la cifra cercana a los 230.000 hectáreas de tierra mostrando el estrepitoso fracaso en la lucha contra las drogas, como uno de los objetivos primordiales del Plan. La duplicación de la producción de coca se dio mientras los Estados Unidos colocaban 7 bases militares, catalogadas como “long term grounded”, junto a unas 50 bases militares norteamericanas encargadas de misiones más específicas como el abastecimiento de combustible para los aviones.
La participación de los mercenarios colombianos en el asesinato de Jovenel Moise, tiene antecedentes importantes. En agosto del 2006, la Revista Semana reveló que 35 exmilitares colombianos en calidad de mercenarios estaban “atrapados en Bagdad”, adonde habían llegado mañosamente contratados por la compañía ID Systems, filial en Colombia de la trístemente célebre compañìa Blackwater de Erik Prince. Este caso revelaba además los procedimientos propios de las compañías privadas de la guerra: a los contratistas se les pagó un promedio de 1.000 dólares mensuales a pesar de haber sido enganchados con la oferta de una paga 7 veces superior, y además llegaron a Bagdad sin protección y seguridad social alguna. Blackwater ejemplifica el modo en el que las distintas compañías privadas armamentistas imponen sus reglas violentando la soberanía de los estados nacionales; en algunos casos, las compañías privadas manejan incluso más recursos económicos que los propios estados nacionales. De igual manera, compañías como la Blackwater obligan a los países a firmar contratos que les exime de cualquier responsabilidad en casos de abuso contra los derechos humanos; además, les permite evadir los tribunales nacionales e, incluso, cambiar de nombre o razón social si se ven envueltos en escándalos. Los mercenarios, a su vez, no tienen ninguna seguridad porque cuando sus derechos son violentados sus contratos son considerados como acuerdos entre particulares y si protestan, como sucedió con los colombianos en Irak, pueden ser enviados al frente como castigo.
Las compañías privadas trasnacionales se llevan una gran parte de los beneficios de la guerra. El Plan Colombia, firmado en 1999 por los presidentes Andrés Pastrana y Bill Clinton, dedicó el 70% de los gastos a los rubros militares de seguridad, como parte de las estrategias del capital trasnacional claramente encaminadas a quitar a los estados nacionales el monopolio de la seguridad y la defensa. Compañías privadas como la United Technologies fabricante de los Black Hawk, y la Textron (Bell), fabricante de los Huey y Huey II participaron desde el inicio en el Plan Colombia como proveedoras de helicópteros para la policía y el ejército, mientras Military Professionals resources Inc., ofrece servicios de asesoría con la participación de agentes de la CIA y del ejército norteamericano. Grandes corporaciones privadas como la Dyncorp, Lockheed Martin, Sikorsky Aircraft, Arinc, TRW, Matcom, Air Park Sales, Aeron Systems, California Microwave System, acaparan acciones que incluyen entrenamiento militar, fumigaciones, ventas de radares, aprovisionamiento, de comida, servicio, formación y entrenamiento de pilotos, venta de aviones, helicópteros, transporte aéreo de guerra, coordinación logística, entre otros. Muchas de estas empresas están involucradas en masivas violaciones de derechos humanos y profundizan el despojo promovido por el paramilitarismo colombiano.
La persistencia de la guerra interna y la participación de las trasnacionales armamentistas son un factor clave en la regionalización del conflicto colombiano como ocurre en las fronteras de este país con Ecuador, Venezuela o Panamá y plantea grandes interrogantes para el futuro del continente. Las presiones del presidente Ivan Duque por reactivar las fumigaciones a pesar de la demostrada ineficacia de esa estrategia en la lucha contra las drogas son una señal clara del interés económico que tienen sectores específicos en perpetuar la guerra y profundizar un modelo que destruye la institucionalización y legitima el poder por parte de sectores que apuestan a la reprimarización del continente.
Además de la movilización de capitales y la profundización del despojo a las poblaciones en zonas en las cuales hay recursos legales o ilegales, la expansión de la guerra ha servido para justificar la presencia norteamericana en Sudamérica aumentando las posibilidades de intervención en contra de los países que elijan futuros políticos considerados como atentatorios a los intereses imperiales. Los ejercicios hasta ahora fallidos de invasión a Venezuela, promovidos desde un país como Colombia, con una clara presencia militar norteamericana mantienen la incertidumbre de una guerra generalizada que sólo beneficia a los poderosos sectores interesados en apropiarse de los recursos naturales del continente. La perpetuación de la guerra en Colombia por parte del uribismo también busca recuperar el estado social de miedo que condujo a una inmovilización política de la sociedad colombiana durante el período en el que la guerra contra las FARC se convirtió en un factor que permitió aglutinar a una gran parte del tejido social en torno a los intereses de los sectores fascistas y conservadores. A su vez, el gran temor que tiene el uribismo es a la sociedad políticamente movilizada que surgió luego de la firma de los acuerdos de paz con las FARC. Luego de constatar que detrás de la campaña contra las FARC impulsada por el uribismo, las fuerzas militares y paramilitares y el armamentismo internacional se escondía un proyecto de desmonte institucional y reprimarización, ha surgido una sociedad movilizada que ha batido el récord de mantener un paro de más de tres meses. A pesar de la violenta reacción del uribismo en el poder, la sociedad colombiana repolitizada apuesta a sacar al fascismo lumpen en las próximas elecciones.
Habrá que esperar a la próxima confrontación electoral confiando en que la movilización social liderada por el progresismo logre neutralizar las acciones combinadas del paramilitarismo, el fascismo interno y las corporaciones armamentistas transnacionales. Del mismo modo, es urgente crear mecanismos que permitan entender a la comunidad internacional que la globalización de la guerra privatizada liderada por el uribismo, es un asunto que compromete el futuro del continente.