Un texto a partir de la película Los fantasmas del Caribe de Felipe Monroy
El realizador Felipe Monroy nos regala Los fantasmas del Caribe, un documental de profundo contenido autobiográfico en el que describe la Colombia posmoderna que continúa atravesada por la violencia y la descomposición social. A través de una visita a Bogotá luego de 10 años de ausencia, Felipe constata que su ciudad al igual que su familia son sólo escombros y testimonios dolorosos de historias de vidas moldeadas por la tragedia y por la heroicidad propia de la supervivencia individual. Narrado desde un barrio de “clase media baja”, eufemismo que adorna la descomposición de una localidad que se asemeja peligrosamente a barrios tristemente célebres como el Cartucho o el Bronx, el documental muestra cómo un explosivo coctel de fundamentalismo religioso, escepticismo político, marginalidad y violencia social amenaza permanentemente con socavar el precario tejido social de los barrios pobres de Bogotá y de las ciudades colombianas. Monroy llega a Bogotá para reconstruir su historia familiar tan estragada como la firma del acuerdo de paz entre el gobierno de Santos y las Farc en la Habana, evento que marca la temporalidad del documental. La firma del proceso de paz y del plebiscito que le siguió, mediante el cual una mayoría ignorante y fanatizada rechazó los acuerdos convencida por las grandes cadenas de comunicación de que esto significaba la entrega del país a una imaginada dictadura “castro-chavista”, son los eventos que marcan la temporalidad del documental. En el documental los noticieros y las telenovelas en manos de esas grandes cadenas, constituyen la única realidad cultural y política consumida por una importante mayoría de la población que ha hecho de la televisión uno de los pocos puntos de unión de los colombianos.
El documental de Monroy me evocó la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo, así como el papel que juega la familia en una importante narrativa latinoamericana que ha sido crítica de las relaciones interno coloniales propias del continente. Siempre he creído que la genialidad de la novela de Rulfo es la de haber descrito las relaciones de poder propias del modelo interno colonial, característico de Comala, mediante unos rasgos que resultan familiares a lectores formados en el catolicismo. En la novela, el pueblo de Comala que evoca las relaciones propias de cualquier espacio hacendatario, donde los peones están sometidos a la voluntad del amo, es descrito como un purgatorio habitado por almas en pena, sometidas a la voluntad de Pedro Páramo. Según Jacques Le Goff, el purgatorio fue una invención del siglo XII y fue concebido como un lugar a donde iban las almas que no eran tan buenas como las que ganaban el derecho a ir inmediatamente al paraíso, ni tan malas como las que estaban condenadas a ir directo al infierno. En su perspectiva, el purgatorio fue uno de los mecanismos ideológicos en los que se fundamentó el poder de la iglesia católica que se consideraba como la única instancia que tenía el poder de llevar las almas al paraíso. En la novela de Rulfo, los habitantes de Comala deambulan en un estado indefinido entre la vida y la muerte, dependientes de la voluntad de Pedro Páramo. Por su parte, Monroy nos muestra que en el espacio público del barrio Santa Fe deambulan estragos humanos detrás de la caridad de un poco de arroz con papa cocido en ollas comunales, raperos cantando alabanzas al señor, agradecidos de que les permita estar momentáneamente fuera de la cárcel, mientras persiste un paisaje construido por las ruinas de barrios habitados por fantasmas, herencias del Bogotazo, que devinieron en “ollas” dedicadas al expendio del bazuco, la heroína o el crack. En los últimos años, fragmentos de ciudad ubicados en pleno centro como El Cartucho o el Bronx, alcanzaron tal grado de deterioro que tuvieron que ser desalojados y demolidos, pero sus ruinas permanecen como constancia de que volverán a cumplir su papel infernal, si acaso no son simplemente reemplazados por otros infiernos. En este espacio público fantasmal, el fundamentalismo religioso de las sectas neo-pentecostales juega un papel tan importante como el eco lejano de unos diálogos de paz transmitidos por la televisión y rechazados por una gran parte de la sociedad atrapada en la ignorancia y el escepticismo político.
Una importante corriente de la narrativa latinoamericana ha recurrido a la descomposición estructural de la familia para mostrar el fallido intento de los proyectos conservadores que intentan que ésta sea un sustituto de la débil esfera pública del continente. Novelas como Doña Bárbara del venezolano Rómulo Gallegos, Don Goyo o Los Sangurimas de los ecuatorianos Demetrio Aguilera Malta y José de La Cuadra, o la La casa grande del colombiano Álvaro Cepeda Samudio, muestran cómo la defensa del honor, la violencia y el conflicto son inherentes a estructuras familiares que pretenden convertirse en poderes regionales y locales y son la marca de su fracaso final. Dentro de esta narrativa sobresale Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez, donde la violencia y el incesto de la familia Buendía corren paralelos a la historia de la violencia política de Colombia, evidenciando el patetismo de las pretensiones de sustituir la vida política de la nación por parte de la endogamia familiar.
En su documental, Monroy nos describe cómo su biografía y la de su pequeño círculo familiar, inmersa en las violencias cotidianas, así como en la violencia social y política, no es más que la constatación de la imposibilidad de la construcción de cualquier vínculo de solidaridad permanente. Dibujados sus miembros como sobrevivientes, la familia deviene en un retrato de biografías construidas por el dolor, el abandono y la violencia.
Fotograma: Los fantasmas del Caribe, de Felipe Monroy
Con su documental estrenado en el 2018, durante el gobierno de Ivan Duque, con una cifra que se acerca a 1.000 líderes sociales y reinsertados de las Farc asesinados, el ambiente social de Colombia justifica la tristeza del rostro de Monroy. Sin embargo, en este tiempo la sociedad también se ha movilizado y muestra que quizá haya un futuro que supere los límites de la familia desestructurada y del infierno.
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Tomado de festivaledoc