Por Lucrecia Maldonado
Muchos comentaristas, académicos y comunicadores críticos del neoliberalismo y a veces afines al progresismo se lamentan del odio político con el que se ha actuado en países como Ecuador, Argentina, Brasil y otros con el fin de impedir que los políticos progresistas retomen el gobierno (que no el poder, porque en la realidad nunca lo ganaron totalmente).
Sin embargo, parecería que hay un error en esa apreciación, porque no se trata tanto de un sentimiento, por tóxico que este parezca, sino de una estrategia. Y es ahí donde el progresismo vuelve a ser ingenuo, porque, como acabamos de decir, no se está peleando contra el odio, sino contra su instrumentalización desde estamentos más perversos y desprovistos de cualquier pasión, incluso, a riesgo de parecer conspiranoica, diríamos que provenientes de portales orgánicos más que de personas.
Se habrán dado cuenta de que las derechas y el neofascismo en el mundo actúan de forma concertada, y de que además tienen una serie de acciones preparadas tomando en cuenta lo que se haga desde la izquierda o el progresismo. Observan la psicología de los individuos y de los pueblos y desde allí actúan. Les dictan a los periodistuchos a su servicio un guion preestablecido en el que absolutamente todos están de acuerdo.
¿No han visto, por ejemplo, en el atentado contra Cristina Fernández, cómo se han unido para echarle la culpa de lo ocurrido o para decir que ha sido un montaje? Todos se articulan en un discurso uniforme, como si se tratara de un coro de teatro griego. Y desde luego, el corifeo se mantiene en la sombra. Eso no lo duden. Tal vez aparezca, hablando español con influencia anglosajona, y diciendo una o dos frases a favor, pero no se va a ensuciar los zapatos en el barro que ellos mismo han fabricado porque conocen cuán corrosivo puede llegar a ser.
Estrategias como el lawfare (en inglés… mala señal) o la guerra mediática y judicial no parecen venir de las enfebrecidas mentes de nuestros codiciosos líderes derechistas. Es algo demasiado bien armado, no hecho desde el odio visceral que nace en el bajo vientre y se transforma en ya saben qué, salga por donde salga. Es algo construido por una mente o un sistema que mide desapasionadamente cada acción, cada palabra, cada gesto y la sucesión de cada uno de ellos para conseguir una finalidad. Como un avezado delincuente psicópata planificando el crimen perfecto, corta cables de comunicación, mete cizaña con los posibles aliados, infiltra a sus lobos con pieles de oveja que no dejan lugar a dudas. Eso no es odio, es un total vacío de cualquier tipo de sentimiento aprovechando ahí sí el odio ajeno y las debilidades de los adversarios, o incluso de los aliados. Va más allá de lo emocional. O viene de mucho más lejos.
Si solo de odio se tratara, tal vez bastaría con inyectarle toneladas de amor, y ya. Pero no es así. Y las personas y organizaciones de pensamiento progresista así lo deben entender. No victimizarnos porque, pobrecitos, cómo nos odian esos malos. No. Articular, como ellos lo han hecho, una estrategia de defensa y también de algún tipo de ataque menos psicopático que nos saque de la lamentación a una acción concreta para trabajar por algo más justo que la codicia y el dominio, como ellos lo hacen. Lo nuestro, en cambio, es defender el bienestar, el bien común, y la reestructuración de un mundo a punto de destruirse por completo si no hacemos algo, y pronto.