Transcurridos cerca de cuatro meses desde el inicio de la pandemia, la teoría de que ésta se inició en el mercado mayorista de mariscos de Wuhan muestra cada vez más fisuras. Aunque un informe de 2007 realizado en la Universidad de Hong Kong alertaba sobre una especie de murciélago con capacidad para transmitir el virus en China, la irradiación del coronavirus por todo el mundo posibilitó diversas (y divergentes) lecturas.
Para Estados Unidos es claro que el atentado provino desde “Oriente”, esa difusa e imprecisa región que insiste en desafiar su poderío valiéndose para ello de cualquier medio, incluso, de una supuesta pandemia prediseñada. La denominación de “virus chino” por el propio Presidente Trump no hace más que evidenciar los pormenores de un enfrentamiento que está superando el terreno comercial para asumir una fase directamente política y, por ende, también discursiva.
En el terreno contrario, el gobierno en Beijing asume que si bien es cierto que el virus se desarrolló en China, en realidad fue llevado a ese país por la delegación estadounidense de los Juegos Militares Mundiales, una competición disputada en octubre pasado en Wuhan. De acuerdo a esta interpretación, los primeros muertos por la pandemia se produjeron en los Estados Unidos, información que habría sido deliberadamente ocultada y que habría sido revelada por Robert Redfield, director de Control y Prevención sanitaria. Se trata de una hipótesis sin mayor consideración en Occidente pero que, en cambio, estaría surtiendo un fuerte efecto en China.
Más allá de todas las versiones e interpretaciones, hasta el momento no hay claridad sobre el origen del virus y es probable que se trate de una incógnita de difícil elucidación. Sin embargo, las argumentaciones, las réplicas y las contrarréplicas alimentan una disputa global motivada por la búsqueda de responsables y culpables. Como telón de fondo se encuentra la disputa, según distintos analistas cada vez más semejante a una “guerra fría”, entre los Estados Unidos y China que, al parecer, estaría llegando a una nueva etapa, con una más profunda intensidad.
Más allá de quién tenga razón, importa generar una narrativa que pueda ser legitimada a nivel social, y mediante la cual se trace una visión particular de las relaciones internacionales en la que resulte clara, cuál es la nación que actuó con irresponsabilidad o que, en el peor de los casos, resalte su presunta “maldad”. Por ello, en el acto de endilgar responsabilidades o, más aún, de echar culpas, se dirime un aspecto trascendental de la política que, en tiempos de dudas e incertidumbres, sólo puede apoyarse con éxito en las diversas “posverdades” que con éxito puedan ser presentadas.
Así, no importa en qué laboratorio se originó el virus, si intencionalmente fue liberado o si comenzó su derrotero global producto de la impericia y de la falta de responsabilidad. En estos tiempos de zozobra, aparentemente sólo podría valer aquel discurso que logre mayor impacto mediático, o un más amplio espacio social de credibilidad, sin que necesariamente deba ajustarse a la realidad de los hechos.