[Antes que nada, una aclaración: esta crónica se llama 17b porque parece que se me pasó de hacer una crónica número 10, entonces para ‘igualar’a esta le pongo 17b y luego ya voy a la 18.]
Ocurre que en estos días he bajado de peso. No mucho. Pero algo. Tal vez el reordenamiento de la vida me ha llevado a comer y vivir más sano. Por su parte, mi hija hace ejercicio todas las noches mientras mira un programa que se llama KILOS MORTALES, en castellano (ella, aunque está muy bien de aspecto y peso, dice que es para motivarse). Y se trata de este doctor que atiende a pacientes con obesidad mórbida, generalmente a través de un cambio en su modo de vida y de una cirugía gástrica.
Es triste y aterrador mirar a gente joven, a veces de menos de treinta años, que no puede sentarse en una silla si no está reforzada, que necesita una cama king-size y aún así le falta espacio, Que para volar en avión compra dos asientos y para salir de su casa lo tiene que hacer siempre en ambulancia.
Es triste también mirar cómo esas personas han empeñado su existencia a su adicción a la comida. Cómo sus hábitos alimenticios están saturados de grasas, de harinas, de comida rápida, de satisfacción inmediata. Es triste mirar cómo, con frecuencia, viven así porque tienen un facilitador o facilitadora a quien esclavizan manipulándolo y obligándole a preparar o a adquirir la comida que los está matando. Y finalmente, es desgarrador verlos morir, a veces, presas de su propia y terrible condición.
El médico les manda, en primer lugar, a hacer dietas de máximo 1200 calorías diarias, incluso menos. Y hay que ver lo que les cuesta. Algunos no pueden cumplir con eso.
Al mirar, impresionada, dos o tres de esos programas, me he dado cuenta de que estas personas, muchas veces tan jóvenes, incluso talentosas si la obesidad mórbida no hubiera llegado a paralizarlos, representarían la metáfora ideal del sistema neoliberal al uso en la actualidad. Sí, ese que las oligarquías locales y los dueños del mundo nos quieren imponer.
La voracidad del neoliberalismo, sea por dinero o poder, es abismal y enfermiza. Y no come sano porque no le interesa un desarrollo armónico. Solo quiere más y más hasta deformarse y convertirse en un desagradable e impresionante amasijo de órganos y grasa que con frecuencia comienza a infectarse y causar mal olor.
Siempre termina esclavizando a alguien, que se convierte en cómplice y siervo de la triste enfermedad, y con frecuencia también enfermo de baja autoestima, de ambición, de servilismo, de crueldad congénita, codependencia o de lo que sea, que es quien le cocina el pollo rostizado, las papas fritas, los pastelillos y los pastelotes, y quien le compra la Coca Cola, los chocolates y otras dulzuras asesinas.
¿Por qué comen tanto? Yo, que he tenido sobrepeso, me siento delgada al mirarlos, y aun así ya me ha pasado factura. No entiendo cómo alguien puede llegar a pesar más de trescientos kilos y continuar viviendo tan campante. Todos ellos necesitan apoyo psicológico, pues, tras un trauma o sufrimiento excepcional, han pretendido sanar o curar sus vacíos emocionales y espirituales con grasa y con azúcares. O sea, con baratijas, con basura, con satisfacciones inmediatas que en cuanto se terminan solo dejan el deseo de otra dosis mayor hasta que llegue la letal.
Muchos de estos enfermos ya ni siquiera pueden caminar, al igual que un sistema sumido en el consumismo, el acaparamiento y la ambición de poder, al que ya no le es posible avanzar hacia un nivel de consciencia más alto. Todos presentan graves riesgos cardiacos, al igual que un sistema al que ya hace tiempo se le ha dañado o se le ha extinguido el corazón. Pero además esta condición predispone a las infecciones, al linfoedema, a la destrucción de la piel, a daños en los huesos y articulaciones y a un demecial círculo vicioso emcional.
Pero todo ese estropeo no parece importarles en el momento de sacrificar su vida y su bienestar a los dioses de la complacencia y el apego.
No es casual que la gran mayoría de personas con la enfermedad de los kilos mortales se encuentren el el país neoliberal por excelencia, como enrostrando el horror de un consumismo irracional y destructivo, no solamente de cada persona, sino del entorno y la vida. Estas personas, a quienes jamás me atrevería a juzgar, y por quienes siento respeto y compasión, llegan a ser el espejo en donde se refleja el sistema acaparador y brutal que ha creado su enfermedad y que es el verdadero monstruo demoniaco que se refleja en ella.