Dicen por ahí, y se ha repetido varias veces, que no importa tanto lo que pasa cuanto cómo lo afrontas. Y en este momento, aunque es muy grave y triste lo que sucede en Ecuador y en el mundo por la pandemia del COVID-19, eso no es nada junto a la dictadura fascista bancario-empresarial a la que dio paso subrepticiamente la estafa morenista.
Pero, como dije en otro texto, no voy a dar cabida a esa situación aquí sino de modo colateral. Porque quiero pensar y proponer soluciones para crecer como seres humanos y vivir en consecuencia.
Una de las primeras cosas que creo que se deben regular, y no desde los mercados externos, sino desde el fondo de nuestro corazón, son los hábitos de consumo.
Me confieso: yo era de esas personas que dañaban una blusa en una lavada y en el camino de reponerla se compraban cinco. Era una de esas personas con el mismo gen de Imelda Marcos, que veía un par de zapatos y caía rendida ante ellos como María Magdalena ante el sepulcro vacío (por estar a tono con los tiempos litúrgicos).
Y así, con todo: libros, discos, ‘adornos’, juguetes, ropa ‘para cuando adelgace’ que feneció sin siquiera sacarle la etiqueta del precio, incluso esas cosas que la persona que te vende te dice exactamente cómo usar pero llegas a tu casa y ya no te acuerdas de para qué servían.
Ya a fines del año pasado, y más después de que me tocara hacer un traslado de la biblioteca de mi casa de una habitación a otra, me di cuenta de que comprarme un libro más era algo muy parecido a lo que los católicos llaman ‘pecado mortal’. Ni siquiera sabía si me alcanzaría la vida para leerlo, y más ahora con la espada de Damocles del virus sobre nuestra cabeza.
Uno de esos días de diciembre del año pasado, tras arreglar mis cajones de ropa y deshacerme de unas cuantas cosas, tomé una decisión: no me compraría un trapo más hasta nueva orden. Tampoco nada de accesorios, y maquillaje solamente si se me terminaba algo.
Hay varios motivos, pero aquí les voy a exponer el que me parece más importante: lo que sostiene al capitalismo y permite el dominio del mercado es el consumo. Y ya que está visto que la humanidad tiene que cambiar, y que va a haber una crisis económica sin par, no está por demás plantearnos una revisión y un cambio de nuestros hábitos de consumo.
Pero no se trata solamente de dejar de consumir. También se trata de cómo nos conducimos en el momento de consumir. Y es ahí donde también se me planteó una duda: ¿quién se benefica de que yo consuma en supermercados, en grandes almacenes, en centros comerciales? ¿No es mejor comprar a quien lo necesita? ¿No es preferible adquirir vegetales a los pequeños productores en los mercados y los puestos de los barrios? ¿O hacer las compras en los servicios provinciales que hoy por hoy pretenden prestar un doble servicio, a la comunidad y a los pequeños agricultores de la comunidad?
Creo que el consumismo fatuo debe terminar. Y tal vez esa sea una de las enseñanzas de esta pandemia. La cercanía de la muerte nos hace tomar consciencia de lo que es realmente importante. Ante el peligro de perderlo todo, cualquier fatuidad se convierte una ridiculez. Y lo que realmente importa es aprovechar la cresta de la ola para contribuir con la aparición no de un nuevo sistema social y político, sino de una humanidad más consciente y solidaria, que haga honor a su nombre.
Entonces, por hoy, les recuerdo esas palabras del mínimo y dulce, al mismo tiempo que grande y maravilloso Francisco de Asís:
«Necesito poco, y lo poco que necesito, lo necesito poco»