NOTA: Esta va a ser una crónica o artículo de ciencia-ficción, no es un relato real, sino el fruto de una imaginación que tal vez sea más calenturienta de lo que parece.

Digamos que esto sucedió en un planeta lejano, pero parecido a la Tierra, sobre todo en la calidad moral y psicológica de sus habitantes. Entonces el imperio que se acerca a su decadencia, y lo sabe, no quiere soltar tan pronto el mango de la sartén, y entonces se las arregla para fortalecer un virus potencialmente letal y arrojarlo, diseminarlo o como se llame en el país que puede ser su sucesor y que por ahora es su principal competidor con altas posibilidades de ganarle.
Tal vez en ese mismo planeta existe, al mismo tiempo, uno o varios poderes en la sombra, interesados en varias cosas, a saber:

  • Mantener el dominio sobre la mayor parte de la población para que sirva al enriquecimiento de unos cuantos.
  • Impedir el desarrollo de la consciencia y de la alta vibración espiritual que están comenzando a incrementarse entre la población del pequeño planeta.
  • Reducir la población del planeta, sobre todo en aquellos grupos que, según estos poderes, representan un ‘gasto’ sin recuperación para los estados, los servicios de salud privados y la seguridad social.
  • Ofrendar odio, dolor y miedo a las entidades que se alimentan de esos sentimientos y de la ‘mala vibra’ en general.
    Ocurre que la epidemia o la contaminación del virus se les va de las manos (o tal vez no tanto) y el mismo país que arrojó el virus se convierte en el más afectado por la triquiñuela, con miles de muertos y decenas de miles de contagiados. Pero no importa, porque en su afán de poder se lleva por delante otros cuantos rivales reales o potenciales, aunque aquel al que se quiso afectar más salga casi totalmente bien librado del ataque.
    Pero, ya que se está en esto, hay que aprovechar el momento y realizar una serie de experimentos sociales, biológicos y etcétera para ver qué acciones se pueden tomar con miras a arruinar, de todas formas, el futuro del planeta.
    Entonces, un siniestro tiranuelo, esbirro del gran poder, ofrece su territorio (no gratis, claro, a cambio de pingües compensaciones y protección para él y los suyos) para que se realicen los experimentos y las ofrendas a los dioses del mal en su territorio. Y cuando llega la pandemia, simplemente se esconde en un bunker y se cruza de brazos a ver cómo se materializa la destrucción pactada.
    Durante semanas y meses incluso la muerte, el pánico y la desolación se van enseñoreando en el pequeño territorio y parece que no darán tregua hasta diezmar la población y destruir la vida del lugar.
    Pero lo que no ven los adalides de la destrucción, tiranuelo incluido, es cómo en medio de la tragedia comienzan a aparecer pequeñas flores blancas cuya proliferación no pueden controlar:
    Aparecen costureras que se ponen a fabricar mascarillas para que los médicos, desprovistos de seguridad y bioprotección puedan realizar su trabajo con menos miedo.
    Aparece gente que cuando mira una bandera blanca en alguna casa sabe que es porque allí dentro hay gente con hambre, y dona desinteresadamente las raciones de comida que puede, sin angustia, pues sabe que otros también donarán lo que puedan, y que cuando el hambre llame a su puerta su gente no se encontrará desamparada.
    Aparecen terapeutas que dan contención emocional a todos quienes lo necesiten, cobrando a quienes puedan pagar y siempre dando amor y compañía a los más necesitados.
    Aparecen artistas y poetas que en medio del encierro y la cuarentena deciden compartir sus obras, su arte, y la belleza se desparrama en gotitas por las redes del pequeño país.
    Aparecen personas que preguntan todo el tiempo en qué pueden ser útiles, y lo son ya por el solo hecho de preguntar.
    Aparecen carpinteros improvisados que fabrican ataúdes para los pobres que carecen de alguno en el cual despedir dignamente a sus familiares.
    Aparecen tías que se hacen cargo de los hijos de los doctores, alcaldes que dan la pauta para el comportamiento de las autoridades de buena voluntad, vecinos que cuidan a los hijos de los médicos, medios de transporte que piensan en la necesidad de los otros antes que en la propia ganancia, campesinos que van a las ciudades asoladas a repartir productos cobrando lo que la gente pueda pagar.
    Mientras, el tiranuelo y sus adláteres crean leyes para seguir destruyendo la moral de la gente y se indignan, y contestan a las críticas con maledicencia y cinismo.
    Pero en realidad la gente está ocupada en otras cosas. Y es cierto que la muerte se lleva a muchas personas de diversas edades con gran dolor de los suyos, y es cierto que los hospitales se ven desbordados pero también comienza a desbordar la solidaridad. Y más allá de la tristeza de las pérdidas y de las despedidas de quienes cumplieron su tiempo en medio de la tragedia, la luz de la consciencia comienza a brillar cada vez más, a extenderse, a crecer en el pecho y la mirada de la gente generosa, de la gente agradecida y de la gente en general.
    ¿Y el tiranuelo y sus esbirros?
    Parece que se desintegró. La luz de la consciencia lo reventó. Y no se supo más de él ni de los suyos…
    Ya ni siquiera importa.

Eso me imaginé.

Por Editor