Sebastián Carrasco

Hoy somos Diana, perforada el pulmón y cruelmente asesinada en Ibarra. Hace una semana empezamos a ser Martha, violada de manera atroz por tres hombres, dos de los cuales ella conocía bien, hombres de confianza. Hace un par de meses, Latinoamérica volvió a ser Lucía Pérez, una chica argentina que murió de dolor tras ser empalada por tres hombres en 2016; violadores a los que la justicia del país rioplatense decidió absolver escudada en argumentos machistas en noviembre del año pasado. Por esa misma época, también fuimos una adolescente irlandesa cuyo violador fue declarado inocente porque ella «llevaba una tanga con un frente de encaje».

Si nos vamos más atrás, seguiremos engrosando la lista de mujeres que somos y hemos sido; la lista de aquellas mujeres con las que nos hemos solidarizado tras ver los horrores de la violencia de género. Y, si pudiéramos anticiparnos al futuro, lastimosamente, la lista parece que va a seguir creciendo; más Marthas, más Lucías, más Dianas que corren peligro cada día.

Suena desolador, indignante y causa dolor en lo más profundo del corazón imaginar que cualquier mujer puede sumarse, en cualquier momento, a esa lista de víctimas cuyas muertes o cuyas violaciones han sacudido a nuestra sociedad, que nos han roto, que nos han hecho perder la esperanza.

¿Cuándo va a acabar? Tristemente, esa pregunta no tiene una respuesta clara. ¿Cuándo van a acabar los femicidios, las violaciones, la opresión contra las mujeres?

Quizá, como sociedad debamos dejar de ver la violencia machista bajo una lupa selectiva que solo nos dice que hay violencia en aquellos casos crueles, de sangre, dolor y muerte. Quizá, cuando empecemos a ver la violencia de género en los actos diarios que todos cometemos, cuando nos indignemos ante el chiste machista que escuchamos en una fiesta, cuando dejemos de tildar de fácil a aquella chica que disfruta su sexualidad; quizá ahí estemos un paso más cerca de erradicar casos como los de Martha y Diana.

¿Por qué nuestra idiosincrasia nos dice que hay violencia cuando una mujer va a parar en la clínica con lesiones vaginales tras ser violada por tres hombres; pero no nos dice nada cuando vemos a un chico intentando aprovecharse de una mujer borracha en una fiesta, a pesar de que ella se resista? ¿Por qué solo nos parece violencia cuando un hombre apuñala a su novia a vista de todos en la calle; pero no nos parece violencia cuando se comparten las fotos desnudas de alguna chica a través de Whatsapp? ¿En serio necesitamos que haya moretones y sangre para llamarlo violencia machista?

¿Cuándo va a acabar?

Quizá, el día que entendamos que el femicidio y la violación son el punto más visible de una escalera de violencia de género que la propia sociedad ha construido y permitido. Quizá, cuando decidamos abrir los ojos y ver que Lucía, Martha, Diana y Emilia (la niña lojana que fue secuestrada y apareció muerta a finales de 2017) no son casos excepcionales sino que son la punta de un iceberg que no hemos podido o, peor aún, no hemos querido destruir. Quizá ahí, hayamos empezado a dar pasos a favor de la erradicación de la violencia contra la mujer.

Hoy, debemos y tenemos que ser Martha, Diana, Lucía, Emilia, Cristina Palacio y todas las víctimas que nos han estremecido; pero penosamente no será suficiente. ¿Cuándo va a acabar? Es posible que el día que nos solidaricemos, que nos unamos, con las víctimas de las violencias mucho menos mediáticas, sea el día que nos acerquemos a ese sueño que tenemos de verdadera igualdad.

Quizá, el día que, además de ser Martha, seamos también la chica de 15 años que no puede salir únicamente con sus amigas porque su novio la tiene atemorizada. Quizá, el día que, aparte de ser Diana, seamos esa compañera de trabajo que dejó de ir en falda a la empresa por recelo de las miradas y los comentarios morbosos. Quizá, el día que no solo seamos Lucía sino que seamos esa mujer que se queda en casa, limpiando y cocinando porque su marido le dijo que ella no podía salir a trabajar. Quizá, el día que no solo seamos Cristina, sino que seamos la mujer que hoy está presa, tras abortar al producto que se concibió en una violación.

Quizá, cuando reconozcamos que la culpa de la violencia no la tiene la víctima, la policía, el estilo de vida, la vestimenta o la nacionalidad. Quizá, cuando seamos y nos solidaricemos con todas las mujeres que sufren violencia; cuando abramos los ojos y nos demos cuenta que nosotros mismos normalizamos pequeños actos que pueden desencadenar en un asesinato; cuando pongamos un alto a los chistes, a los comentarios, a los gestos y a los actos que puedan violentar de cualquier manera la integridad de una mujer; cuando al fin reconozcamos que hay un iceberg gigante de opresión contra ellas, que hay mucho más que esa punta violenta.

Quizá ahí, podamos despertar de esta pesadilla; ojalá que el iceberg no nos hunda antes.

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