Juan Paz y Miño
Entre el 13 y 14 de abril de 2018 se realizó en Lima, Perú, la VIII Cumbre de las Américas; entre el 18 y 19 de abril se realizó en La Habana, Cuba, la IX Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP). Ambas reuniones merecer ser comparadas.
La Cumbre reunió a jefes de Estado y presidentes del continente, pero no estuvo Donald Trump, representado por su vicepresidente Mike Pence; estuvieron los cancilleres de Cuba, El Salvador y Paraguay; además los vicepresidentes de Ecuador (Alejandra Vicuña) y Guatemala; tres representantes por Venezuela; no participó Nicaragua; pero sí Mauricio Macri (Argentina) y Michel Temer (Brasil).
En Cuba, participaron en la ANPP 605 diputados electos en marzo pasado en los 168 municipios. Ellos eligieron al Consejo de Estado, órgano supremo del poder del Estado, y al presidente Miguel Díaz-Canel, quien reemplaza a Raúl Castro y pasa a ser, por tanto, el nuevo Jefe del Estado y del Gobierno. Se trata de un cambio histórico trascendental en la vida de la Revolución.
La Cumbre tuvo como lema “Gobernabilidad democrática frente a la corrupción” y concluyó con la suscripción del “Compromiso de Lima”, un documento dedicado al tema. En medio de líricas declaraciones por la democracia, derechos humanos o libertad de expresión, el texto se concentra fundamentalmente en la corrupción pública y en los servidores públicos; enfatiza en la prevención de la corrupción en obras públicas, contrataciones y compras públicas; habla sobre cooperación jurídica internacional para el combate al cohecho, al soborno, al crimen organizado, el lavado de activos y la recuperación de activos; y también del fortalecimiento de los mecanismos interamericanos anticorrupción. La burla de todo ello está en que esos temas fueron tratados bajo la presencia de ciertos gobernantes latinoamericanos involucrados personalmente en escandalosos casos de corrupción, y que nada se dijo sobre la corrupción privada, las prácticas de este sector para corromper a funcionarios públicos, para aprovecharse de los dineros del Estado, para esconder recursos en paraísos fiscales, para evadir y eludir el pago de impuestos, así como sus responsabilidades sociales.
La VIII Cumbre, sin presidentes progresistas y de nueva izquierda, como los que participaron en reuniones anteriores (a partir de la IV Cumbre) y que liquidaron el proyecto del ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas), cuestionaron la globalización transnacional, introdujeron los temas de la inequidad, la justicia social, el reparto de la riqueza, la promoción del pueblo, etc., y supieron reivindicar la dignidad y la soberanía latinoamericanas, ahora abandonó esos temas, puso a la “corrupción” como eje, exaltó a la empresa privada y a los ideales del libre comercio y se subordinó a las geoestrategias imperialistas sobre estas materias. A diferencia de aquellas Cumbres en las que la defensa a Venezuela y a Cuba dominó el escenario, esta vez arreciaron los ataques a sus gobiernos.
La VIII Cumbre ha sido un fracaso histórico para los pueblos latinoamericanos. Un fracaso para los objetivos, esperanzas y orientaciones de transformación social que formaron parte de las agendas políticas de los gobiernos progresistas. Y es de tal magnitud el giro conservador y reaccionario del nuevo ciclo de gobiernos en América Latina, que a los pocos días de concluida la Cumbre, como si se cumpliera con una consigna continental claramente inducida, seis países anunciaron su retiro de UNASUR: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay y Perú, en claro golpe contra Bolivia, que asumió la presidencia de la entidad apenas el 17 de abril de 2018.
Junto a Bolivia solo quedan Guyana, Suriname, Uruguay, Venezuela y Ecuador, que igualmente se queda con el edificio sede cerca de Quito.
Por otra parte, a Cuba no se la puede entender con los parámetros que sirven para analizar la vorágine política y la democracia institucional de los otros países latinoamericanos. A consecuencia de la Revolución de 1959, Cuba tiene un sistema distinto, que incluso le ha permitido su progreso bajo condiciones adversas, pues largo tiempo fue una isla cercada por el bloqueo continental. Parecía que el acercamiento entre Raúl Castro y Barack Obama inauguraría un proceso que finalmente podía terminar con el bloqueo norteamericano que es el único que se mantuvo inalterado. Pero esa perspectiva ha sido liquidada por el presidente Donald Trump, quien ha retornado al viejo macartismo anti cubano.
El presidente Miguel Díaz-Canel marca la nueva fase del proceso cubano, una vez concluidas las que presidieron Fidel Castro (1959 a 2008) y Raúl Castro (2008 a 2018). Está garantizada la continuidad del proceso soberano de la isla y del sistema que ha forjado por décadas. Su democracia socialista continuará, a pesar del disgusto que ello provoca en las derechas continentales.
El pueblo cubano hizo frente al bloqueo, al derrumbe del bloque socialista y a toda acción desestabilizadora de su régimen. Siempre salió victorioso, incluso durante el período especial que atravesó en la década de 1990. Hay dificultades y limitaciones materiales que generan críticas internas. En el exterior suele interpretarse como resultados de su sistema, porque se desconoce el impacto que sigue teniendo el bloqueo norteamericano. Sin embargo, la realidad es distinta: precisamente su sistema es el que ha garantizado la vida independiente de Cuba y las soluciones autónomas para la población.
En contraste con la VIII Cumbre, que frustró a los pueblos latinoamericanos por subordinarse a las elites empresariales y oligárquicas de la región, así como a los ideales imperialistas, en Cuba el socialismo pasa a una fase de afianzamiento, en la que no se descartan reformas y ajustes, pero que tienen en la mira el desafío de continuar respondiendo a su pueblo, bajo una tradicional identidad latinoamericanista.