Alexander Amézquita Ochoa

La compleja situación de la frontera norte no puede comprenderse desde el reduccionismo y el corto plazo. Narcoterrorismo, insurgencias y disidencias, abandono del Estado, entre otras explicaciones que emergen para comprender la tragedia que se ha desarrollado, son insuficientes para reflexionar sobre los caminos que tanto estado, militares, sociedad civil y academia deberían transitar en la construcción de la paz en la frontera norte. Es imperativo pensar de una forma diferente a la frontera.

El territorio de la frontera ha sido, desde por lo menos los años ‘80, un escenario de disputa por su triple condición de abandono estatal de ambos gobiernos, sus posibilidades para los cultivos ilícitos tanto como su cercanía a la explotación petrolera, y su potencial para el tránsito de personas y mercancías. No es de extrañar la compleja alineación de fuerzas que está presente hoy en la frontera: una disidencia que sigue reivindicando la lucha insurgente, narcotráfico, complicadas relaciones diplomáticas, que no pueden abstraerse, además, de una relación de más de tres décadas en condiciones similares aunque no de esta intensidad.

Visto desde otra perspectiva, a finales del siglo XIX y hasta 1920, la economía cauchera configuró una suerte de unidad espacial socioeconómica para la Amazonía que reemplazó a un Estado ausente desde el lado ecuatoriano. Hasta los años ‘70, esta función integradora la cumplió la economía petrolera en canales marginales respecto de su aporte a la economía y política nacional. Mal haríamos entonces en despreciar el papel que las economías ilegales vinculadas al narcotráfico tienen en la producción de esta frontera hoy en día.

Pero existe una frontera más compleja: la creciente ola de manifestaciones y requerimientos de diverso origen ciudadano, sobre todo de origen urbano, que piden en general una guerra abierta contra los “enemigos” asentados en la frontera. Un viejo adagio africano reza que en una pelea de elefantes el que más sufre es el pasto, y eso es precisamente lo que podría producirse en la frontera norte.

Tan peligrosa como la porosidad geográfica o la estrategia del terrorismo que busca crear un clima de negociación favorable para el grupo de “Wacho”, es la separación paulatina de los centros de decisión política, junto con sus movilizaciones ciudadanas, respecto de las poblaciones de frontera que viven cotidianamente bajo el fuego de las balas y los negocios ilícitos, el abandono estatal y sus propias estrategias de supervivencia, y que ahora deben sumar a sus preocupaciones el afán guerrerista de un sector de la población que no necesariamente sufre o comprende sus condiciones y vulnerabilidad, y que además es probable que incorpore intereses económicos, bélicos y de reconfiguración de estructuras de poder.

La suspensión de la garantía de los diálogos entre el gobierno de Colombia y la guerrilla del ELN, es la primera acción estratégica en un camino que no conduzca a la fragmentación. A la mano dura en Colombia solo le debemos una larga lista de violaciones a los derechos humanos, en democracia. Presencia estatal y un sostenido apoyo de la sociedad civil a los habitantes de la frontera –no a las respuestas militares apresuradas– pueden revertir en el largo plazo la integración fronteriza por la vía de las economías ilegales y, sobre todo, la consolidación de la frontera imaginaria que nos separe de los compatriotas y los vecinos que no son agentes activos del conflicto sino sus víctimas más directas.

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