Se ha visto con asombro, con estupor y claro, con enorme dolor, la imagen de Luiz Inácio Lula Da Silva asistiendo al funeral de su nieto rodeado de agentes de policía, uno o más de los cuales llevaba una insignia del grupo de alta seguridad S.W.A.T. de Miami. Se ha visto al hombre que tuvo el atrevimiento de pretender erradicar la pobreza de Brasil vigilado como si fuera un delincuente de alta peligrosidad, en el momento más doloroso de su vida, presionado para permanecer solamente dos horas en el velatorio, exponiendo su dolor y el de su familia ante un grupo de desconocidos sin sentimientos que invadieron la sala sin ningún respeto, y a los que poco o nada les importaba la terrible circunstancia de la muerte de un niño de siete años, acosado en su escuela por el hecho de ser nieto de quien es. Se lo ha visto humillado en su hora más triste, pero también engrandecido por la humillación. Solo que esta segunda parte poco les interesa a sus captores y detractores. Lo que a ellos les importa no es ni siquiera controlarlo o proteger a la gente (¿de qué?). Lo que interesa, entre líneas, es demostrarle al mundo quien manda aquí. Y ‘aquí’ no es Brasil, no es ni siquiera América Latina. Aquí es el planeta entero.
A pocos días de presenciar estas imágenes, la opinión pública se enteró de los mensajes en redes sociales en los cuales un poco de personas incalificables (entre ellos los hijos del actual presidente de Brasil) festejaban la muerte del pequeño Arthur, catalogando el hecho como un ‘castigo de Dios’. ¿Castigo? ¿Por qué? En todo caso, si así fuese, no sería el castigo precisamente de Dios, y no sería tampoco el castigo por haber pretendido mejorar las condiciones de vida en general del país más poblado del continente más desigual del planeta. ¿O sí? Irónicamente, quienes se abrogan el derecho de decidir a quién castiga Dios pertenecen a una iglesia cristiana. Sí. A un grupo de seguidores de quien dijo: “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre al reino de los cielos”, o: “apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis”. Sí, ese mismo. El que habló de perdonar setenta veces siete a quien nos ofende (no se diga a quien piensa distinto) y de amar al prójimo como a uno mismo.
Los tiempos que corren son, en América Latina, tiempos en donde la crueldad gubernamental se ha puesto de moda. Más allá de la persecución generalizada a los líderes de la década anterior y sus coidearios, basada casi siempre en acusaciones de dudosa veracidad, se va retornando, con cautela, pero sin pausa, a un tiempo de detenciones arbitrarias, de ‘misteriosas’ desapariciones forzadas, e incluso asesinatos (¿ejecuciones?) que poco a poco van tomando fuerza e incrementando frecuencia. Y es en nuestro país en donde tenemos insólitos ejemplos de un comportamiento público que no solamente supera con creces el autoritarismo y la tiranía que se le endilgaron gratuitamente como atributos al anterior mandatario, pero que jamás se han podido demostrar fehacientemente. Porque si bien en todo régimen existen casos de cierto tipo de represión, en el gobierno anterior no se vio, por ejemplo, el caso del traslado a una cárcel de máxima peligrosidad, como es la de Latacunga, de un vicepresidente elegido que todavía no tiene sentencia y cuyo proceso está viciado por una serie de irregularidades, traslado que se da solamente por revancha ante la huida de otro funcionario (¿le quedaba otra salida?), al más puro estilo de las SS. Obviamente no importa el alto cargo de Jorge Glas, y mucho peor su delicada condición de salud o la tragedia familiar a la que se ven expuestos día tras día su madre, su esposa y sus hijos, en una buena parte por el hostigamiento incluso económico de que son objeto por parte de las mal llamadas ‘autoridades’ del país, ahora último, no contentos con todo este escarnio, envían a un asesino consumado para amenazarlo de muerte en el interior de la penitenciaría. ¿Su verdadero pecado? Muy similar al de Lula: haber dedicado su trabajo a la gente que más lo necesitaba. Haber rescatado del pánico y el desamparo a un pueblo sumido en la desgracia posterior a un devastador terremoto. En fin…
Pero hay otro ejemplo que clama al cielo, y es el trato que se le ha dado a Julian Assange en la embajada de Ecuador en Londres, en donde hace siete años había solicitado asilo político. Despojado de las más elementales condiciones para una vida digna, sometido al frío sin calefacción en el invierno londinense, apartado incluso de su mascota, como una humillación adicional.
Parecería que nuestros gobiernos, de seguro títeres de otros poderes más siniestros, lo que quieren demostrar es de cuánta maldad y abyección son capaces, para que cualquier persona que pretenda revertir el perverso orden del mundo actual entienda que el castigo será terrible. El mensaje no es de paz ni de convivencia social: el mensaje es de cuánto daño son capaces de hacer y hasta qué cotas de psicopatía pueden llegar los poderes del mundo en el momento en que cualquier hijo de vecino (o no tanto) busque paz, equidad, justicia, o cualquier derivado de ellas.
Curiosamente, el pírrico triunfo de Assange, Glas o Lula es no permitir que su espíritu se quebrante ante la maldad de los poderes re entronizados hoy por hoy. En medio de tanto rostro de robot, la expresión dolorida pero digna de Lula destaca como una triste y bella oda a la dignidad de un alma que supo obrar según su consciencia, así como la serena permanencia de Glas se impone a su angustiosa situación en una prisión injusta y humillante, y así como el espíritu luchador e íntegro de Assange no termina de dejarse vencer ante la pequeñez humana de sus verdugos.
Lo único que nos queda por esperar es que más temprano que tarde el nivel de consciencia de una mayor parte de la población se eleve hasta el punto de dejar de seguir socapando a los verdugos del mundo, para pasar a sostener y a seguir el ejemplo de los verdaderos héroes de nuestros días, más allá de la crueldad y la mentira.