Verena Hitner
Presentado en el panel «Ecuador Postconsulta: Cuatro escenarios posibles»
Presentación Ruta Krítica
Miércoles 28 de febrero de 2018
Quito, Casa Egüez
Decía Kissinger que la “política exterior de los Estados Unidos es no tener política exterior”. Con esa frase el autor hace referencia al hecho de que desde la Doctrina Monroe las acciones del vecino del norte hacia nosotros son parte de su “destino manifiesto”. Su destino de ser grande.
A partir de ahí, empieza el imperialismo norteamericano hacia nosotros. Vale recordar que desde las acepciones más clásicas, el imperialismo es una política de expansión y dominio territorial, cultural o económico de una nación sobre otras.
En el período de la guerra fría, la política expansionista norteamericana ganó connotaciones ideológicas con la Doctrina Truman de combate al comunismo, seguida por el Plan Cóndor, dirigida especialmente a Sudamérica, en los años 70 y 80.
En aquel entonces, el análisis era más simple, ya que pareciera que los EEUU eran la gran potencia hegemónica del mundo y que por eso, concentraba los poderes políticos y económicos.
Hoy, el análisis es más complejo. EEUU han perdido espacio relativo tanto en lo económico como en lo político, y China surge como actor importante, incluso en nuestra región.
Vivimos un período de crisis, de encrucijada civilizatoria, provocada por los efectos de la mundialización. Este fenómeno atiende a un patrón específico y asimétrico del capitalismo internacional. Hasta hoy, 10 años después de la crisis financiera del 2008, la economía sufre para recuperar sus indicadores de comercio e inversión.
Ese proceso no puede ser entendido de manera separada a la cambiante división internacional del trabajo que impacta de manera decisiva en los procesos de producción y reproducción de asimetrías internacionales.
Ello ocurre porque al buscar incesantemente una reducción de los costos, las empresas multinacionales con sede en los países del norte organizaron un proceso de fragmentación y dispersión productiva, responsable por transferir a los países subdesarrollados del sur las actividades industriales y de manufactura y, a la vez, mantuvieron localizada en estas regiones la producción de materias primas que subsidian la producción en las cadenas globales de valor.
Se concentran en el norte los centros financieros. La afirmación del dólar como patrón monetario internacional es un elemento central de la consolidación de la hegemonía estadounidense a partir de los años 70, como puede ser atestiguado por los procesos de dolarización o convertibilidad absoluta de las monedas de las economías latinoamericanas que han vivido experiencias neoliberales más radicales como Ecuador y Argentina.
El cuadro de los últimos 30 años apunta a una hegemonía política, militar, financiera y científico-tecnológica de los Estados Unidos que permitió al país, por medio de sus empresas multinacionales, proyectar una división internacional del trabajo favorable a sus intereses. Hoy, con la crisis de la globalización profundizada por la elección de Donald Trump y con el desarrollo tecnológico de China, esa división enfrenta una profunda transformación.
De hecho, después del 2001, cuando la OMC reconoció a China como economía de mercado, el país aumentó sustancialmente su inserción internacional. Diez años después de eso, superó a Alemania como principal potencia exportadora y, más importante que eso en el largo plazo, desde 2011 supera a los Estados Unidos en número de patentes, indicando la existencia de límites evidentes a la hegemonía tecnológica norteamericana.
Esa nueva división internacional del trabajo hizo central el control de la propiedad intelectual en los países hegemónicos del sistema, especialmente los Estados Unidos. Además, ella profundizó las asimetrías internacionales y, asociada al empeoramiento de la crisis internacional, está en la raíz de la crisis socio-humanitaria actual.
La crisis política actual puede ser entendida como una crisis de la democracia liberal representativa occidental y ha sido objeto de análisis que insisten en las tensiones crecientes entre el momento actual del capitalismo y la democracia. Uno de los análisis más significativos sobre la tensión entre neoliberalismo y democracia liberal es el de la politóloga norteamericana Wendy Brown.
En su artículo “El neoliberalismo y el fin de la democracia liberal”, Brown argumenta que el neoliberalismo, más como racionalidad política propia que como un conjunto de políticas económicas anti-keynesianas, apunta a difundir los valores del mercado entre diferentes esferas sociales, diseminando socialmente los valores de la competencia, la racionalidad económica y el utilitarismo del tipo costo/beneficio en todas las esferas sociales.
Ese proceso, que somete la esfera política a la racionalidad económica, imponiendo la lógica mercantil en otras esferas, produce una forma de subjetividad neoliberal contraria al sentido público de ciudadanía y está en la base de la profunda crisis política experimentada en diferentes democracias liberales del mundo.
La racionalidad neoliberal, al expandir la lógica económica a todas las esferas sociales, deteriora la autonomía de las instituciones políticas que garantizan el funcionamiento de la democracia liberal. Ese sistema político democrático permitió cierto control político, aunque restringido, durante algunas décadas en la segunda mitad del siglo XX, del capitalismo y del mercado, confiriendo legitimidad social y política al sistema social.
La democracia liberal ha sido minada por el neoliberalismo no solo como régimen político de toma de decisiones, sino también como régimen de garantías de derechos mínimos. Según Nancy Fraser, en su artículo “El final del neoliberalismo progresista”, las insurrecciones electorales de 2016 como el Brexit y la elección de Donald Trump marcan una reacción radical de la población contra “la globalización corporativa, el neoliberalismo y a las élites políticas establecidas que los promueven”. Sin embargo, eso no es necesariamente positivo y explicita el aumento de la crisis político-democrática bajo el neoliberalismo.
Ese diagnóstico formulado teniendo en la mira a las sociedades de Europa y de América del Norte, donde la fuerza del neoliberalismo siguió prácticamente incuestionada en los últimos 30 años, debe ser relativizado para el contexto de los países latinoamericanos donde, por el contrario, desde fines de los años 1990, un conjunto de gobiernos progresistas trabajó, en la construcción de una sociedad post-neoliberal.
Sin embargo, errores cometidos y contradicciones inherentes a estos procesos contribuyeron para que las corrientes neoliberales se hayan mantenido presentes, generando también en esta región del mundo un proceso de crisis política que sacudió profundamente a la democracia.
Considerando los datos sistematizados por Latinobarómetro desde 1995, es posible ver que el apoyo a la democracia, a pesar de haber crecido en el comienzo de los años 2000, volvió a caer después de 2010. Solo un 53% de la población de la región considera la democracia una forma de gobierno preferible a cualquier otra.
Más allá de eso, los datos apuntan a una caída en el nivel de confianza en las instituciones políticas tradicionales por parte de la población de América Latina. La confianza en instituciones como el gobierno, el congreso, la justicia y los partidos políticos, históricamente bajos, han caído aún más en los últimos 15 años.
Esa caída de confianza en las instituciones políticas tradicionales de la democracia liberal representativa contrasta con el aumento de confianza en otras instituciones sociales como las fuerzas armadas, de 48% en 1998 a 46% el año pasado, la televisión, que aumentó de 12,10% a 13,10%, y la Iglesia, que si bien vivió una caída de confiabilidad de la población en diez años, sigue siendo la institución que goza del mayor nivel de confianza entre la población latinoamericana (65% de la población confía más en la iglesia que en cualquier otra institución).
Es interesante observar que los partidos políticos, son los que presentan el grado más bajo de confianza. Los sindicatos también cuentan con un bajo y decreciente nivel entre la población latinoamericana. En 1998, 21% de la población confiaba en los partidos políticos y hoy el porcentaje ha caído a 15%. Más significativo es el hecho que entre la población latinoamericana, la confianza en los partidos políticos y sindicatos es significativamente menor que la confianza en instituciones del mercado como las empresas privadas.
En los últimos años la población latinoamericana disminuyó su confianza en las instituciones centrales de la democracia moderna como el parlamento, el gobierno, el poder judicial, los partidos políticos y los sindicatos. No es para menos. Basta analizar el golpe de Estado institucionalizado dado contra Dilma, el no respecto al debido proceso en la convocatoria de la consulta popular del Ecuador, o los mismos usos del lawfare que acontece hoy en día en el caso Lula y otros de la región.
Ahora los golpes en Latinoamérica no se hacen con fuerza bruta militar sino a través del parlamento, del sistema de justicia, de los órganos de control; es decir, de las instituciones de la democracia liberal. El grave problema que se desprende de lo mencionado, es que tal configuración institucional construye un ciudadano individualista no republicano y por lo tanto no solidario.
La mercantilización de las esferas sociales, el tipo de funcionamiento de las instituciones de la democracia liberal y la conformación de ciudadanos individualista edifican una crisis de mayor envergadura: la crisis ética en la sociedad.
Otra institución que ha perdido confiabilidad fue la prensa escrita, comparada con otros medios de comunicación como la radio y la televisión, lo que ha contribuido con la profundización del proceso de afirmación de narrativas ficcionales, para las cuales, los hechos objetivos tienen menos impacto que las convicciones personales en la formación de la opinión pública, la base de la idea de vivir cada vez más en tiempos de post-verdad.
Se configura un escenario diferente, y ciertamente preocupante, al constatar que las instituciones militares, religiosas, de la prensa corporativa y el mercado aumentaron su nivel de confianza.
Las crisis que vivimos hoy nos ponen un reto bastante importante: plantear una nueva agenda desde la izquierda, en un escenario bastante adverso hacia nosotros, y con fuerte presión de las grandes potencias en el marco de su disputa por la hegemonía internacional. Hemos avanzado mucho en términos cuantitativos, pero sufrimos un revés coyuntural importante los últimos años. El aporte que podemos dar a la sociedad, es, desde una perspectiva histórica, plantear la posibilidad del cambio estructural. Hoy, más que nunca, tenemos que reivindicar la izquierda y reinventarnos. O nos reinventamos como un proyecto político que busca la igualdad, a justicia y la solidaridad, o habremos fracasado como generación que vivió los cambios de los procesos de los últimos años.