¿Alcanzará la pandemia a ilustrarnos sobre el sentimiento plural de la vida? Eso que se llama desde siempre la totalidad de la vida, no como recurso demagógico que tergiverse o confunda lo que verdaderamente es la realidad. Hay que hablar, entonces, de una urgente y nueva operación de vida que por fin pudiera ubicar los hechos y la contingencia actuales, sin vigilancias ni entremetimientos, lejos de la simple convención retórica que sirva como agregado de particularismos o de afinidades meramente ideológicas. Es decir, hay que ponerle límites a esa desmesurada, antidemocrática y deshumanizada ‘privatización de la reproducción de la vida’, (Andrea Fumagalli, 2010) ligada al capital voraz y la especulación financiera.
En alguna medida, el mundo de las contingencias consigue volvernos más seres humanos. Entonces es cuando ensayamos algunas convicciones que pudieron haberse perdido: descifrar aquello que mantiene con vida lo vivo del amor. En ese esfuerzo también están las convicciones o las creencias -si el término cabe- para comprender la vida infinita, o, como sostiene Judith Butler, ‘lo que tiene de infinito la vida’, y esto supone identificar formas de relación que no sean conceptuales ni espectrales.
¿Reflexionar sobre la vida? ¿O reflexionar sobre el ahora? ¿Y el presente? No es solamente un problema vitalista para acceder a lo inmediato. Está, además, la temporalidad del nombrar, que nos ubica en un tiempo rotundo donde no se corra el riesgo de perder los referentes. Porque también hay acontecimientos que pueden contradecir cualquier signo de interpretación que haya prevalecido, por costumbre o imposición, en la subjetividad de cada uno.
Por lo tanto, cuando hablamos de contingencia, preferimos por el momento, referirnos a aquellos ‘rasgos esenciales de toda existencia humana’, a saber, verdades de hecho y no verdades de razón (Leibniz). Como decía Epicuro: “…algunas cosas suceden por necesidad, otras por azar y que otras dependen de nosotros…”, (Carta a Meneceo, 133). El surgimiento del coronavirus, explicado desde la ciencia médica y la biopolítica, incluso desde la filosofía, ha desplazado los tiempos del ‘ahora’, del ‘entonces’ y del ‘después’ (la pandemia los acaba de volver contingentes) porque ha afectado toda nuestra referencialidad anterior, es decir, ‘los rasgos esenciales de la existencia humana’.
De ahí la pregunta fundamental sobre aquello que ha permitido al ser humano, cuando las contingencias apuran, ‘disolver las figuras del sujeto y del objeto, y con ellas, aquello que separael cuerpo del mundo’, como señala Suely Rolnik en su estudio Geopolítica del rufián. Reafirmar un principio de resistencia democrática que ubique una conexión directa entre el arte, la política y la vida, es decir, hacer circular la creación/pensamiento ‘dentro del conjunto de la vida social (no virtualizada)’. Porque hay un sentido nuevo -afirman Horacio Medina, Agustina Saubidet, Matías Corba – ‘que se genera a partir de la contingencia de lo social, ahí donde lo social se derrama o parece detenido’.
Lo que plantea Rolnik está ligado a las ‘relaciones de exterioridad’, al presente, que establecen dos niveles de correspondencia con el mundo: el nivel de la temporalidad y el nivel de la percepción. Sobre la base de estas tensiones el ser humano ensaya sus pretextos de sensibilidad que se reajustan permanentemente y que Rolnik denomina (o nombra) como ‘subjetividad flexible’.
Lo interesante de esta postura aclaratoria y conjetural, ‘postcapitalista’, es que esta subjetividad flexible es a la vez aquello que el ‘capitalismo cognitivo o cultural, rufianiza para su propio funcionamiento’ y acentúa el riesgo político y la vulnerabilidad del sujeto respecto de sus derechos para acceder al conocimiento. De ahí que estos modos de subjetivación -el leguaje contingente de Rorty- han sido ‘fagocitados por un sistema mercantil, de marketing y de gestión empresarial de dicha plasticidad de subjetividad’ (Marie Bardet, 2012)
Por lo tanto, la pandemia ha creado una demanda temporal, que comienza a afectar el comportamiento social y cualquier forma de relación instituida, (quedarse en casa, encerrarse, distanciase socialmente) que nos empuja a aceptar cualquier forma de ‘sacrificio obligado’, desigual y discriminatorio, porque las condiciones sociales y económicas seguirán siendo distintas para unos y otros, en la escala vergonzosa y obscena de la división de clases que aplica el sistema capitalista.
¿Desprenderse del mundo objetivo, es decir, clausurar la realidad o ponerla en suspenso? ¿El mundo se enfrentará ya mismo a nuevos momentos de precariedad social, económica e institucional, porque al neoliberalismo solo le preocupa preservar el capital y aumentar los procesos de acumulación, ‘cuando las finanzas han reemplazado al estado’? (Andrea Fumagalli 2010)
¿Ya no hay nada que pueda constituirnos, que no venga de las catástrofes como la actual pandemia, o de la calamidad que provocó el terremoto de abril de 2016 y otras anteriores de parecida índole o naturaleza? ¿Dónde quedan, en esta emergencia, nuestros actos fundantes? Es como si el coronavirus, de pronto, nos hubiera colocado, como país, en una especie de indeterminación, sin que aparentemente seamos capaces de distinguir entre ser y estar. Apelamos entonces a la memoria y a los recuerdos como revitalizadores de la pena post conflicto o post catástrofe, para volver a testificar sobre la vitalidad persistente del ser humano. Ahí está la infinitud, entre los susurros de las evocaciones o en la quietud primordial de una vida fugaz, que ‘convierte la alteridad en un hogar de permanencia para encontrarnos nosotros mismos’. (Bardet)
Tal vez por eso mismo, desde antes, desde los giros lingüísticos y literarios o desde un extraño pragmatismo, el poeta Jorge Enrique Adoum, hizo alusión al uso, seguramente excesivo, del gerundio para situar al Ecuador como una nación que siempre estuvo ‘siendo’ porque no terminaba de ser. Y cuando alguien preguntaba con sinceridad manifiesta: ¿cómo estás?, el aludido contestaba: ‘aquí, viviendo’, ya sin buscar ningún fundamento en la comunidad contingente. Siendo y viviendo son la representación de una iconografía de alteridad sin alteridad, que constó en ese ignominioso ‘documento de barbarie’ con el que aparecimos a la civilización occidental, después de la conquista española.
Necesitamos ahora mismo una forma de conciencia distinta, que rompa las lógicas de control, posiblemente para dos cosas: superar la deformación del amor por la vida, sometido a un exceso consumista o materialista; y alcanzar una proyección espiritual, restituida, que involucre al otro, sin cálculos premeditados. Y hasta agregaría una tercera consideración: recuperar el sentido comunitario, -la vecindad, la proximidad, el afuera- como el ámbito natural para el intercambio de afectos y de solidaridad.
Eso significará un lugar distinto para el debate y producción de pensamiento, que no sea formulado a priori por el sistema. Con otras reglas para el juego político, con cartografías culturales múltiples, mapas distintos de sentido, modos de subjetivación que sean propios de un tiempo que ahora reclama más participación ciudadana para equilibrar la distribución de la riqueza. Establecer un paco social entre quienes sean parte de la reserva progresista, moral, ética y estética del país, en suma, (re) democratizar la representación democrática para quebrar la lógica capitalista/financiera y la confabulación mediática, que incluye a sus sirvientes criollos. Superar, finalmente, el fiasco neoliberal en todo el mundo y la mercantilización de la salud que el aparecimiento del coronavirus ha puesto en evidencia.
Quito, 31 de marzo de 2020