Nicolás Villavicencio

Pensar a Venezuela en la actualidad, nos abre las puertas a una serie de debates; se discute, entre otros temas, la magnitud real de la crisis, las causas de esta y el impacto que tiene sobre el país, su población y los países que de alguna manera se relacionan con aquel (en términos políticos, económicos, migratorios, etc.). La intención de este artículo es apuntar la mirada a un problema que va más allá de la situación venezolana (pero que se ha manifestado con extrema claridad frente a la latente inmigración): la xenofobia, problema que, como personas, nos compete erradicar de forma más directa frente a otros que definitivamente nos quedan grandes. Esto no significa que deban abandonarse los esfuerzos por comprender los procesos estructurales y por combatirlos, pero poco ayudamos a quien más fuerte siente el golpe, la gente de Venezuela, lanzando de un lado a otro la piedra de la culpa, armando argumentos muy (o muy poco) inteligentes sobre quién puso a Venezuela donde está.

El problema que nos atañe, en lo inmediato, del cual somos muy responsables, es la xenofobia, algo profundamente palpable en estos momentos. Podemos presenciar en las redes sociales un sinfín de olas de odio hacia los migrantes, que se presentan en variopintas formas; desde memes que hacen mofa de las deplorables condiciones de vida de los venezolanos, y argumentos falaces y ridículos que intentan justificar el mal trato hacia los inmigrantes, hasta campañas en su contra y llamamientos a la violencia.

Como primer paso para luchar contra la xenofobia es indispensable comprenderla, esta se presenta como un odio orientado hacia “los extranjeros”, vistos como un “otro”; siendo más profundos, la xenofobia es un factor de construcción de identidad basado en una forma de concebirnos como “mejores” o “superiores”, en función de estos “otros” foráneos, sobrevalorando nuestra cultura no por lo que es, sino por lo que no es, por lo que nos distingue imaginariamente de los extranjeros, atribuyéndoles cualidades negativas que, por supuesto, no les son propias; esto explica el que una gran parte de los argumentos en contra de la migración venezolana se dirijan a señalar diferencias falaces entre la migración actual venezolana y la que se dio por parte de los ecuatorianos en su momento.

Por otro lado, se puede comprender a la xenofobia como lo hizo Meysis Carmenati, profesora de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Central del Ecuador, en una ponencia sobre la xenofobia contra los migrantes en Ecuador. La profesora la entiende como un problema vinculado a la creación de los Estados-Nación que establece fronteras que trascienden lo material y se convierten en simbólicas, construyendo una idea de ciudadanía excluyente y conectada con la noción de territorio. El carácter de excluyente, le es inherente a este tipo de ciudadanía, debido a que se basa en una estructura contractual que establece quiénes tienen derechos y quiénes no dentro de determinado territorio, y que se ancla a un imaginario social, también excluyente.

Con una idea breve de lo que es la xenofobia, debemos encontrar la manera de suprimirla. Como vemos, es un problema de carácter estructural, pero también de identidad. Dado que lo estructural es algo que debe cambiarse, pero a largo plazo, los esfuerzos más próximos deben enfocarse en la reconfiguración identitaria de la población, para lo cual, un buen inicio es desmentir las falacias en torno a la comparación de la migración venezolana de hoy con la ecuatoriana de ayer. Un argumento engañoso es que los ecuatorianos migraron solo hacia economías fuertes; hay que recordar que Ecuador tiene una larga historia en lo que se refiere a movilidad humana, donde es crucial analizar el periodo que va desde los ‘60 hasta la primera década del 2000, cuando nuestro país se convirtió “en el país de la Región Andina con el mayor porcentaje de emigración con respecto a su población” (Torres y otros, 2008, p.15), según una investigación publicada por FLACSO, en la que se muestra que los principales receptores latinoamericanos fueron Venezuela y Chile, que en su momento eran economías relativamente fuertes, pese a que no estaban al nivel de otras economías significaban una salida a los problemas a los que se enfrentaban los ecuatorianos, un símil de la situación que encaran millones de venezolanos hoy, hecho que se corrobora fácilmente observando las condiciones que están dispuestos a sobrellevar fuera de su país con tal de escapar de una situación que definitivamente es peor, desde su perspectiva, la nuestra sería una economía fuerte.

La otra gran mayoría de los argumentos se centra en la criminalidad y en el “robo” de empleos por parte de los venezolanos, respecto a ambos temas hacen falta estudios que sustenten un aumento de la criminalidad vinculada con la población venezolana en Ecuador, sin embargo, según un informe de la Policía Nacional, en el año 2016, que fue uno de los que más entrada de migrantes registró (aproximadamente 102.619 de los que salieron 79.008 según el Ministerio del Interior, los índices de delitos se redujeron levemente; es evidente que la idea de que los venezolanos trajeron consigo el crimen se debe a pobres generalizaciones empujadas por una prensa falaz. Por otro lado, si hablamos de acaparamiento laboral, es bien sabido que la gran mayoría de inmigrantes venezolanos se dedican al comercio ambulante y muchos otros son explotados por empleadores que abusan de su situación vulnerable, contratándolos en grandes cantidades a cambio de una remuneración injusta, por lo que también se ven afectados trabajadores ecuatorianos, que se ven desplazados por aquellos migrantes que aceptan estos empleos en pos de sobrevivir, lo cual es un problema del que no podemos culpar a los venezolanos, sino a un sistema capitalista que se aprovecha de ellos. Es claro que se trata de un problema completamente estructural.

Es un deber humano, que rebasa las cuestiones jurídicas, el recibir con empatía, a quienes escapan de una realidad que los aplasta; no se trata de saldar una deuda histórica ni mucho menos, se trata de ser humanos; ninguna persona es ilegal, nadie merece ser odiado por nacer en determinado territorio y verse forzado a abandonar su hogar, en lugar de pensar en deportar a alguien que “no es como nosotros”, pensemos en “deportar” esa idea tan impregnada en nuestra identidad: deportemos la xenofobia.

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