Nicolás Villavicencio

El Ecuador se estremeció al enterarse del caso de Martha (nombre protegido), los medios dieron a conocer la grotesca escena (cosa que no replicaré para no alimentar el morbo) y quizá fue precisamente el carácter repugnante del suceso lo que hizo conmocionar a todos, desatando una serie de reacciones que van desde lo comprensible hasta lo desdeñable: muchos se conmovieron y se indignaron, unos cuantos abrieron los ojos y otros culparon a la víctima de lo sucedido.

Mi propósito aquí es mostrar que el escenario grotesco no es el bar en que Martha fue violada, el abominable escenario es Ecuador, es el mundo, un mundo patriarcal. Hay que cuidarse de ver el caso de Martha como aislado o excepcional, este hecho tiene lugar dentro de una estructura que invisibiliza una serie de prácticas cotidianas aplastantes para la mujer; y utilizo el término “cotidianas” en un doble sentido: por un lado aquellas conductas que son tomadas como ligeras y por ello aceptadas y, por otra parte, casos como el de Martha que suceden día a día, donde no cabe una comparación de más o menos grave, puesto que una violación no es menos reprochable por ser menos gráfica, dentro de tales actos no debe pensarse unos como más violentos que otros, TODOS son extremadamente violentos e igual de inaceptables.

Resulta tétrico pensar que hace falta un acontecimiento tan profundamente gráfico para que seamos conscientes de lo que sucede, e igual de trágico es saber que pasará un mes o menos y la mayoría (por supuesto, una mayoría masculina, pero también unas cuantas mujeres, tal vez aquellas que hoy culpan a Martha) se habrá olvidado del terror que significa ser mujer hoy en día. No hace falta esperar a que algo así se repita, a que una noticia se vuelva viral por su atrocidad, para ver la mano del patriarcado en cada espacio de nuestras vidas, basta subirse a un bus, donde la mayor incomodidad para nosotros los hombres es ir apretado o ser robado; allí, como en la universidad, la escuela, el lugar de trabajo y las calles, la mujer -su cuerpo y su mente- es diariamente vulnerada.

Según datos del INEC, solo durante el año 2018 hubo 4477 violaciones denunciadas, en estos días nos enteramos tan solo de una, que de seguro no fue la primera en este nuevo año, ¿de cuántas de esas 4477 nos enteramos?, ¿por cuántas de ellas nos enfurecimos? Podemos estar seguros que las violaciones que no se denuncian superan con creces esas 4477, y con toda razón, fuera de todo lo psicológica (además de económicamente) duro que pueda ser lidiar con ello, ¿quién querría denunciar algo tal en un país en que, ese mismo año, durante los cuatro primeros meses, de las 1780 denuncias receptadas, solo 4 tuvieron sentencia? Además, en la encuesta levantada por el mismo INEC sobre violencia de género, de entre 36328 mujeres encuestadas, más del 60% ha sufrido violencia de género, muchas de ellas fueron víctimas de algún tipo de violencia sexual, como ser tocadas, obligadas a tocar a alguien, etc.; entre los 5 y los 17 años, siendo los perpetradores principales sus familiares: padres, hermanos, entre otros. Resulta evidente por qué la mayoría de las encuestadas, así como de mujeres que sufren a diario por estos casos, no los denuncian.

De poco sirve encerrar a Juan Andrés M., John Alexander C. y Danny Paúl C. (quienes violaron a Martha), mientras el patriarcado moderno capitalista, se mantiene intacto. Si bien hay que hacerlo: reprochar el acto y castigarlo, seguiremos perdiendo la guerra contra el patriarcado si éste sigue reproduciendo violadores, si son invisibles para nosotros las formas en que, desde niños, muchos hombres son construidos como tales, si siguen enseñándonos a culpar a la víctima y a esperar a que suceda lo peor para voltear la mirada hacia el problema. No estamos hablando de gente que se hizo “mala” porque sí, como supo expresar un compañero en sus redes sociales, “hay que arrancar el problema de raíz”.

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