Por Marco Paladines

Hay días

en que no

tengo un país,

 sino un dolor

Los resultados del domingo tuvieron un impacto emocional fuerte. La política aquí en la tierra es, no solo, pero también, un circuito siempre cambiante de afectos. Y ella ciertamente no es el ideal deliberativo en el ágora, entre actores convencionalmente masculinos, puramente racionales y desprovistos de emociones. Es decir, la política nos afecta: directa e indirectamente, material y espiritualmente, nos mobiliza dentro y fuera de la piel. Y lo hace según la posición ‘real’ y la posición ‘aspirada’ de cada quién en la sociedad. Nada de esto excluye la necesidad de la reflexión.

He demorado estas palabras porque ante los resultados he sentido rabia y decepción, y no conviene escribir únicamente desde las emociones, sean alegres o negativas. Conviene escribir con las emociones, no sin ellas y no solo desde ellas. No excluyo aquí, por tanto, mis emociones, sino que las trenzo con reflexiones más calmadas y distantes, tamizadas por muchas conversaciones con amigxs. Diré a continuación dos cosas que me molestan, desde mi posición no neoliberal:

Me molesta mucho que gente del progresismo busque culpables de su derrota parcial (pues han triunfado en las legislativas). Ese no es un gesto reflexionado sino un hablar/escribir desde el dolor. El nulo es un voto legítimo. Hablar de “equivocación histórica” o de “falta de perspectiva” es situarse en una posición de visión privilegiada de la realidad (histórica), e implícitamente asumir esta última como única y objetiva. Hay múltiples historias entrelazadas que tejen el presente, y en algunas de ellas, lo abusivo, lo corrupto, o lo extractivista del progresismo, no admiten la lógica “del mal menor”. La autocrítica profunda es más honesta que la búsqueda de culpables.

Me molesta mucho también que la gente anticapitalista, feminista, o ecologista (todos los cuales son adjetivos que busco en el día a día separar de la retórica y realizar en la práctica cotidiana y política) asuma una posición del todo o nada frente al progresismo. Condenando al todo por la parte, como si no hubieran situaciones concretas de mejoría y dignidad que rescatar (y revivir) del gobierno progresista (2006/2017). Hay que conocer realidades fuera de la propia cámara de eco, acercarse a gente que piensa diferente, que vive fuera de las capitales, que antes no podía sembrar y ahora sí, que valora servicios ciudadanos más dignos, o que prefiere posiciones internacionales soberanas.

Evidentemente para ambos casos pueden sugerirse contraargumentos: que la deuda con China no es tan soberana que se diga, por ejemplo, o que el extractivismo no se elimina en un chasquido de dedos. Y ambos son ciertos. Pero enunciarlos es sólo la primera parte del asunto, y la segunda, más complicada y más necesaria, es proponer o realizar alternativas. Y ser capaces de comunicar esas alternativas con grupos que no se identifican con la posición de unx mismx. Sin negociación (en el hoy improbable buen sentido del término) en la política solo queda la violencia, es decir, que se imponga la fuerza. Se generan así enclaustramientos grupales con credos rígidos donde lxs diferentes son percibidxs, si acaso, como enemigxs.

Por ello, en lugar de analizar electoralmente los resultados del domingo, he preferido analizar la imaginación política dominante en los sectores no neoliberales para sugerir su transformación. Nuestra imaginación política, es decir, las imágenes, metáforas y conceptos que nos hacemos sobre afinidades y colectividades políticas, se parece a la teoría de conjuntos: aquella que aprendemos en la escuela donde hay grupos/conjuntos cerrados (marcados en la pizarra con un círculo bien delimitado), que contienen a individuos con caracterísitcas estables y definidas, como peras y manzanas. Cada individuo pertenece a un conjunto o a otro, y ninguno de ellos puede simultáneamente pertencer a varios (se es manzana o pera, pero no hay nada en el medio). En nuestra imaginación política ni siquiera cabe la intersección (que un individuo pueda pertenecer simultáneamente a dos conjuntos), y por ende no es dable imaginar que un ecologista, defensor del Yasuní, pueda valorar los efectos redistributivos del progresismo, ni tampoco que una militante progresista se oponga al extractivismo o al endeudamiento.

Desde tal imaginación política, los seres políticos “ecuaterrestres” (préstamo que hago de la poeta Elsy Suquilanda) somos, o peras, o manzanas. No hay movimiento, no hay cambios de opinión, no hay tránsitos de identidad, solo credos. Las intersecciones son imposibles o castigadas como herejías. Y esto es principalmente así en la concepción de quienes han diseñado las campañas y de lxs políticxs profesionales, enfocadxs en fortificar sus conjuntos y enfrentar los demás, pero también para las personas de a pie que imaginamos la política más como un campeonato de fútbol que como una maraña de posiciones cambiantes y conexiones parciales, negociadas, donde no somos solo peras o solo manzanas.

 No invoco aquí una política pacífica y sin antagonismos, sino una imaginación de ella que sea más realista y menos dogmática, capaz de ubicar los antagonismos donde corresponde a partir de las diferencias. La tensión, por ejemplo, entre extractivismo y conservacionismo se debe discutir, y aunque a mucha gente no le agrade, se debe negociar. Se deben encontrar allí las conexiones parciales, las posiciones impuras pero reales, la fricción generativa. Porque no es viable un país impoluto pero pobre, ni un país con clase media pero sin medio ambiente. En cambio, la tensión entre una descarada política de la muerte (exhibida impunemente en Octubre ’19, durante la pandemia y en la crisis carcelaria) y una política de vida, al fin y al cabo imperfecta, no debiera negociarse. Esa es la línea roja. Así, en los sectores no neoliberales debe hoy hacerse autocrítica para que esa línea no sea cruzada, ni por los propios excesos autoritarios al gobernar, ni por el cómodo pacto con los sectores neoliberales recalcitrantes.

Por Editor