Santiago Rivadeneira Aguirre

El mito, bien pudo haber reemplazado en su momento a la imaginación, como símbolo de lo esencialmente creativo. Porque la realidad, en los albores de la humanidad, apenas era un referente nebuloso e incomprensible que sobrecogía a los seres humanos. Y sin la imaginación tampoco habría cultura.

El mito fue el principio de la historia. Y fue el refugio que construyó el ser humano, cuando el miedo al pasado y la incertidumbre se apoderaron de su entorno. Para el peruano Mariátegui, el mal de la burguesía, es que ‘carece de la falta de un mito, de una fe, de una esperanza’. Sin embargo, los movimientos sociales y sus luchas, que pudieron plantearse el mito como espejo de la historia, debieron ‘ceder su sitio al conocimiento que es el reflejo concreto de la historia y del mundo’ como sostenía Héctor P. Agosti.

Es decir, fueron los avances sociales los que plantearon la construcción de humanismos reales para, justamente, ‘desmitologizar la historia’. Ahora vuelve a hablarse de mitos (Bolsonaro, por ejemplo, a quien califican como el mito viviente) y se enarbola la bandera de la nueva heroicidad, para configurar el perfil de quienes le devolverán a la región y al país, una noción de democracia, más ajustada a los intereses de los sectores poderosos. Se establece, entonces, una ‘democracia por encargo’, mistificada, que al mismo tiempo que vigila, también castiga. Las formas de representación adquieren así una grafía vaga, patibularia, que permite la ausencia de lo representado.

Lo que cuenta ahora, como estrategia política e ideológica de la derecha, no es la defensa de la democracia, son los entramados y las intrigas, la alegoría judicial, la charlatanería sobre la dignidad y la democracia, para establecer enseguida un manto de impunidad sobre la sistemática violación del estado de derecho. Las falsas acusaciones y las pruebas fraguadas, con testigos inexistentes y hechos forjados, sirven para que la ley pueda actuar y sancionar a quienes (ex mandatarios, políticos y militantes del progresismo) ocupan un espacio de ‘ilegalidad’ estratégica para criticar la ‘legalidad’ vigente. De esta manera, el sistema marca un estatuto que incluso llega a ser supranacional, tal como acabamos de comprobar en el proceso electoral brasileño.

Estamos viviendo una ‘neo colonización judicial’ expandida, con una forma de dominio que actúa en la subjetividad de los individuos. Es lo que Ignacio Ramonet llamó ‘la dominación de nuestro imaginario’. Bajo el esquema de tal reconfiguración, está la actuación de una supremacía impuesta que se normaliza en las elecciones y la representación, que establece códigos de comportamiento, junto a proyectos extremistas ligados a los intereses de la ideología imperial.

Y está el discurso de la anti corrupción, convertido en desenfreno policial, que se repite con sospechosa insistencia y puntualidad (como si un gran libreto hubiera sido escrito para todos por alguna mano retorcida) y que actúa como mensaje directo que encabeza cualquier alocución. Lo hace el presidente Lenin Moreno en las efemérides y conmemoraciones, cuando visita las provincias del país o en los informes semanales, también en los espacios ocasionales en los cuales suelta las arengas correspondientes.

Y lo hacen sus subalternos (ahí están los tres zares del conciliábulo gobiernista) ellos sí declarando a cada momento, incontenibles, que expresan esa política del pacto implícito y de confabulaciones para terminar con el ‘jabonado político’ del Ecuador. Esta categoría, la de la jabonadura, concibe un estatuto judicial-político para mitigar las discrepancias internas y admitir solo una especie de ‘oposición consentida’.  

La farsa jurídica (el negocio de los reaccionarios neoliberales) responde a la materialidad y a las características especiales del quehacer político ecuatoriano, que se inaugura muy temprano en el Ecuador. Porque el primer mito negativo, es la figura del ‘genial y grotesco’ García Moreno, pasando por algunos sucedáneos como Placita, Ayora, el Bonifacismo ‘cubierto de sangre hasta los tobillos’, la clique liberal de Mosquera Narváez-Arroyo del Rio (el ADN socialcristiano); hasta León Febres Cordero, Sixto Durán Ballén, Bucaram, Mahuad y Nebot, centenariamente atrincherado en la alcaldía de Guayaquil, que fantasea con ser mejor presidente que alcalde.

Siempre hubo un campo de impunidad y de provocación. Los antiguos -y los actuales- ‘dinamiteros del escándalo’, actuaron a sus anchas y fueron parte de la escatología política y del cinismo esquizofrénico que caracterizó gran parte de nuestra historia republicana, elevado ese cinismo a una magnitud considerable: reservar la democracia al culto de una banalidad generalizada, que le permite al poder económico, político y mediático, los sucesivos cambios de códigos que muchas veces fueron asumidos por los ciudadanos como forma natural de representación.

Porque la representación (votar cada dos y cuatro años) asimismo, es el mito de la cacareada democracia oligárquica, asediada por los fantasmas revolucionarios, decadente  y descompuesta, (la quimera de una coincidencia entre el representante y lo representado) que funciona como la narración contemporánea, como la mirada cosificada para construir una realidad siniestra y aparentemente colectiva. De ahí las provocaciones baratas de la actual ‘operación caterva’ del trujillista Consejo de Participación Ciudadana, transitorio, que puede dejar trastornado el estado de derecho, la constitucionalidad y la propia democracia.

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