Por Estefanía Manzano

Esta es una historia que puede tener distintos comienzos (nosotros estábamos saliendo del C.C San Marino, en Guayaquil), que involucra un taxi y, desde ahí, tiende a la violencia, la extorción, el abuso sexual, el secuestro prolongado y puede incluir la muerte.

Nuestro problema más grande es que el camino no se acaba cuando nos matan, nos hieren gravemente o sueltan a las víctimas, sino que el proceso de denuncia y el presunto “apoyo y servicio” de la justicia estatal allanan más el camino de terror y frustración para las personas que han sido y serán víctimas de actos delictivos en el país.

La noche del jueves 16 de diciembre de 2021, mi colega y yo salimos del Centro Comercial San Marino y tomamos un taxi en la puerta principal. El taxi tenía placas de color blanco, sus puertas tenían los distintivos de la cooperativa y el número de unidad al que pertenecía.

Abordamos el vehículo y, unas cuadras más adelante, el chófer nos pidió que le mostremos el mapa de nuestra dirección. Al sacar el celular, en cuestión de segundos, dos sujetos abordaron el taxi por la puerta del copiloto. Tratamos de bajar del vehículo, pero notamos que las puertas tenían seguro para niños y no se abrían desde adentro, las ventanas no bajaban y para cuando tratamos de gritar, los sujetos ya nos habían tapado los ojos y estaban golpeándonos para que les entreguemos las contraseñas de nuestras tarjetas bancarias.

Repetían constantemente que les dictara la contraseña de mi celular, pues el conductor hablaba con otro sujeto por teléfono, intentando desbloquear mi cuenta de iCloud y acceder a todos mis datos e información. Cada cierto tiempo el taxi paraba en un cajero donde estos sujetos extraían dinero de nuestras cuentas, mientras nos amenazaban si nos equivocábamos entregando las contraseñas.

Dos horas duró el recorrido del terror. Del norte del «Guayaquil de mis amores», al Centro, hasta terminar en el olvidado sur de la ciudad. Siempre frente a nosotros se encontraba una moto, que prevenía al taxi de posibles controles policiales. Nos bajaron en un lugar oscuro. Asustados, descalzos y corriendo a medianoche pidiendo ayuda, encontramos una estación de gasolina. Allí, nos ayudaron con un taxista seguro.

Nos prestó su celular para pedir ayuda y, algo que no puedo olvidar: nos hizo sentir seguros y afortunados de estar vivos. 

Al llegar a nuestro hotel nos desbordamos. No podíamos creer ese golpe con la realidad, que después de eso estábamos a salvo y que ningún dinero puede valer más que nuestras vidas.

Nos abrazamos, por fin, (durante el secuestro el único contacto y comunicación que tuvimos fue a través de apretones de mano). El lunes por la mañana asistí a la Fiscalía Provincial de Pichincha a poner la denuncia por secuestro extorsivo y me encontré que el camino del terror oscuro del taxi me había dejado en la entrada de una institución que me mostró toda una ola de desesperanza, incompetencia y falta de empatía a plena luz del día. Llegué a las 10h00 y el funcionario público que me atendió, tras revictimizarme y explicarme que la culpa siempre será de la víctima por «dar papaya», me dijo que se habían acabado los turnos de la mañana para colocar denuncias. Esperé hasta la 13h00 a que los funcionarios regresan del almuerzo.

Casi cuatro horas después, logré conversar con una funcionaria, quien tomó mi testimonio y emitió sus prejuicios sobre mi actuar en ese momento. ¿Por qué no puse la denuncia en Guayaquil? ¿Por qué no pedí ayuda al 911 cuando los captores me entregaron el celular para que lo desbloqueara? ¿Por qué me encontraba a las 21h00 del jueves en un centro comercial?  

Preguntas a las que aún no tengo respuestas, así como tampoco entiendo la indolencia hacia una persona que solo quiere que el Estado cumpla con su responsabilidad de garantizar un acceso efectivo a la justicia.

«¡Qué bueno que no se les fue la mano!», «solo les han hecho asustar». Amigos, familia, policía, autoridades: el Estado y su sociedad gritan la normalización de la violencia a quienes fuimos víctimas.

A través de la escritura, mi colega y yo tratamos de entender, sanar, incluso intentar responder las preguntas de esa funcionaria. Lo que sí, esta historia no será la última. Se repite, como un recordatorio de la ausencia y el abandono. Un síntoma de la terrible administración estatal, tanto de la que empobrece a las personas como de la que favorece a la corrupción sobre el servicio.

Nuestro camino del terror es entonces un reflejo de la situación social que nos rodea, tras una pandemia que privó a muchos de comer y desencadenó niveles incontrolables de violencia y crimen organizado.

Esta es nuestra forma de entender y agradecer que seguimos vivos, pero también de denunciar que el Estado (¡Qué sorpresa!) no nos favorece como ciudadanos.

Decidí quedarme en la institución hasta la hora acordada, a las 13:00 pm ya no era solo yo en la fila, éramos un grupo de 15 personas esperando por qué nos atendieran, por tres ocasiones diferentes el mismo funcionario preguntaba cuál era el acto que sería denunciado, se sentía un clima lleno de falta de empatía, dónde la revictimizacion era pan de cada día. 

Por Editor