Augusto Verduga
Esta vez quisiera tocar el tema de la identidad de género. Concretamente, me referiré a un caso clínico-psiquiátrico conocido como el caso Joan/John, el mismo que intensificó el debate entre la teoría del construccionismo social, según la cual la identidad de género obedece a un determinado proceso de socialización, y la teoría del núcleo esencial, que asume la existencia de un vínculo indivisible entre ésta y nuestro específico código genético. Por lo demás, todo ello lo haré remitiéndome por entero al lúcido artículo de la filósofa Judith Butler titulado Hacerle justicia a alguien: la reasignación de sexo y las alegorías de la transexualidad. Los hechos del caso son los siguientes:
Al momento de su nacimiento, a David Reimer lo intervinieron quirúrgicamente. Los cirujanos habían estado intentando corregir una fimosis que le impedía orinar y utilizaron para ello una máquina nueva para realizar la cirugía. Desgraciadamente, la máquina recién estrenada tuvo problemas de funcionamiento y los resultados de la operación fueron desastrosos. A David se le cauterizó y mutiló la mayor parte de su pene, quedando imposibilitado para procrear. Los padres del niño no supieron qué hacer hasta que, un buen día, vieron por televisión un anuncio de John Money, un psicólogo especialista en sexología que aseguraba que, con una adecuada socialización, las personas podían “desarrollarse normalmente” con un género distinto del que se les asignó al nacer. Los padres no dudaron en tomar la decisión. Entraron en contacto con el médico y aceptaron que a su hijo se le extirparan los testículos para que pudiera ser criado como una niña. Asimismo, convinieron en que David asistiría periódicamente al Gender Identity Institute de John Money, a fin de que éste y su equipo médico pudieran vigilar el proceso de reasignación de género de su hijo, al que pusieron el nombre de “Brenda”.
A la edad de ocho años, Brenda empezó a orinar de pie y a jugar con pistolas y juguetes. Este “desajuste” en el proceso de feminización fue el detonante para que los médicos del instituto le ofrecieran estrógeno y le propusieran implantarle una vagina, prometiéndole que algún día podría dar a luz. Pero a Brenda no le gustaba sentirse femenina. Aborrecía el hecho de que le crecieran los pechos y que, periódicamente, Money lo hiciera interactuar con transexuales para que éstos le explicasen las bondades de ser una chica.
La negación impetuosa de convertirse en una mujer persuadió a sus padres para que descontinuaran el “tratamiento” y lo llevasen con los psiquiatras de la ciudad en donde vivían, quienes aseguraron que el intento de reasignación de sexo constituía un error. El caso fue derivado a Milton Diamond, un médico especialista en anatomía y biología reproductiva que desaprobaba las teorías de Money y que creía fervientemente en que la identidad de género debía guardar correspondencia con el código genético. Así que Diamond le ofreció a Brenda inyectarle testosterona, extirparle los pechos e implantarle un falo. Brenda aceptó y, a partir de la cirugía, cambió su nombre de pila por “David” y empezó a vivir como un hombre.
El Gender Identity Institute presentó el caso ante los mass media como un éxito rotundo, y John Money lo utilizó en favor de su teoría del construccionismo social, arguyendo que la identidad de género resulta bastante maleable en los primeros años de vida y que no existe tal cosa como una “base hormonal” que condicione su desarrollo. Por su parte, los críticos de Money sostuvieron que el hecho de que Reimer haya decidido enérgicamente dejar de vivir como una niña -a pesar de haber sido sometido durante más de una década al proceso de reasignación- dejaba entrever que existía un vínculo intrínseco e indivisible entre la identidad de género y la base genética del individuo, esto es, la existencia de un núcleo esencial atado indefectiblemente a su anatomía.
Todo ello, como bien advierte Butler, situó paradójicamente al cuerpo de David Reimer en el centro de las discusiones sobre la intersexualidad y la transexualidad, a pesar de que él no era intersexuado ni transexual. Por un lado, el caso Joan/John ha sido aprovechado por el movimiento intersex para denostar la crueldad que supone la realización de ciertas cirugías reconstructivas a niños con genitales mixtos, en nombre de la “coherencia de género” y casi siempre sin su consentimiento. Dicho movimiento cuestiona el ideal normativista binario hombre/mujer, que anula las posibilidades de que los intersexuados puedan ser socialmente aceptados, a pesar de que “existe un contínuum entre el varón y la hembra que sugiere la arbitrariedad y la falsedad del diformismo de género como prerrequisito del desarrollo humano”. Y, por otro, la crítica también ha calado hondo en el movimiento transexual, el cual empieza a renunciar cada vez más a la idea de que la identidad de género deba necesariamente vincularse al ejercicio transformativo.
El caso de Reimer se convierte así, en palabras de Butler, en una “alegoría de la transexualidad”. Reimer recurre a la transformación genital y al tratamiento con hormonas para poder volver a su condición originaria, sin que ello implique necesariamente que esté de acuerdo con el esencialismo de Diamond. Lo único que está claro para él es que quiere volver a ser masculino, que ha sido sometido contra su voluntad a un “ideal normalizador” desde el momento de su nacimiento y que quiere poseer un falo para poder ejercer más plenamente su masculinidad. No obstante, el equipo de endocrinólogos dirigidos por Diamond está convencido de que el deseo de Reimer obedece, indiscutiblemente, a la presencia del cromosoma Y en su sistema hormonal.
Nos encontramos, entonces, con la singularidad de que Diamond y sus colaboradores inducen a la cirugía transexual en nombre de la naturaleza, mientras que Money y quienes conforman el Gender Identity Institute recurren a la imposición de charlas con transexuales en nombre de la normalización. Butler enfatiza en la forma en que las premisas que sirven de apoyo a ambas tesis son virtualmente desestimadas por la manera en que pretenden ser implementadas. Por un lado, la defensa de “lo natural” requiere del artificio de una intervención quirúrgica y, por otro, las “normas de socialización” demandan una aplicación forzosa.
Como corolario, Butler declara que el caso Joan/John es absolutamente ineficaz para dar por probadas tanto la teoría del construccionismo social como el esencialismo de género, y sugiere, a continuación, buscar la evidencia de lo que puede valer como verdad del género en el discurso del propio Reimer. Un discurso que ella considera como autocomprensivo y que, a su entender, constituye “la red de inteligibilidad mediante la cual su propia humanidad (la de David) se cuestiona y se afirma a la vez”:
Desde muy pronto noté pequeñas cosas. Empecé a ver cuán diferente me sentía y era de lo que se suponía que debía ser… Me miraba a mí mismo y me decía que no me gustaba ese tipo de ropa, no me gustaban los tipos de juguetes que siempre me daban… Me miraba en el espejo y (veía) que mis hombros (eran) muy anchos, quiero decir, no (había) nada femenino en mí… (Me di cuenta de que era un chico) pero no quería admitirlo. Me di cuenta de que no quería abrir la caja de los truenos.
El relato deja entrever que Brenda reconoce la existencia de una norma exógena que entra en contradicción con la forma en que se percibía. Es la norma de feminidad que se hace presente en lo que los demás esperan de ella. Esperan que sea y actué como una niña, a pesar de que cuando se mira al espejo nota que algo no encaja con ese molde. La imagen “anormal” que Brenda observa es un producto de la norma misma. Ella habla también dentro de los límites de un lenguaje preestablecido que, de alguna manera, se ha convertido en su propio lenguaje. Por eso, el hecho de que no le gustara la ropa y los juguetes que le daban representaba para ella un indicio, algo que chocaba abiertamente con lo que se suponía debía gustarle conforme al “régimen de verdad” que le ha sido transmitido. Más adelante, agrega:
El doctor me dijo: “Será duro, te van a molestar, estarás muy solo, no encontrarás a nadie (a menos que te hagas la cirugía vaginal y que vivas como una mujer)”. Yo no era muy mayor en aquel momento, pero me di cuenta de que esas personas debían ser bastante superficiales si eso es lo único que piensan que tengo; si creen que la única razón por la que la gente se casa y tiene niños y una vida reproductiva es a causa de lo que tienen entre sus piernas… Si eso es lo que piensan de mí… entonces debo de ser un absoluto perdedor.
Lo que David expresa es su cuestionamiento a la norma con la que los demás pretenden juzgarlo. Entiende que el discurso de los doctores es engañoso, pues está convencido de que su humanidad no se reduce -no puede reducirse- a lo que tenga o no entre las piernas. A pesar de que ha consentido en que se lo opere quirúrgicamente para obtener un pene, es consciente de que su valor como persona -su signo identitario- trasciende esa parte de su cuerpo, y que la capacidad para apreciar a alguien debe significar algo más que ese frívolo razonamiento. Como afirma Butler, “implícitamente sostenía algo llamado profundidad por encima y en contra de la superficialidad de los doctores”. Empero, la autora nos advierte que sería un error dar por sentado que lo que David hace es intercambiar una norma de género por otra. David no se considera en absoluto un perdedor. Su forma de valorarse a sí mismo revela que él tiene un alto sentido de estima personal, que él es algo más que lo que los doctores creen que es, pero que ese “algo” que excede a la norma le resulta difícil de hacer inteligible.
Se trata, en consecuencia, de un discurso que pretende liberarse de la “política de la verdad”, en términos de Foucault. Con sus palabras, David nos está revelando que existe una inconmensurabilidad entre su yo y lo que él tiene entre sus piernas. David se resiste a caer en la trampa del soborno, pues conoce que hay una razón más fuerte para ser amado que, sin embargo, no es capaz de explicitar. Comprende, en resumidas cuentas, que aquello que fundamenta su humanidad no puede ser aprehendido por la norma, pero que, a pesar de ello, él sigue siendo alguien, un ser humano dotado de dignidad al igual cualquiera de nosotros.