Augusto Verduga

Con la Constitución de Montecristi, Ecuador pateó el tablero de lo establecido en relación a las teorías modernas sobre la titularidad de los derechos fundamentales. Somos actualmente el único país del mundo que proclama en su Carta Política que no sólo los individuos de la especie humana son reconocidos como beneficiarios de la abstracción jurídica. La Naturaleza es también sujeto de derechos, derechos que gozan de la misma jerarquía que los tradicionales derechos humanos.[1] La inclusión de aquellos no solo obedeció a la comprensión, cada vez más corroborada por la historia, de que el cuidado de la Madre Tierra repercute en el propio bienestar del ser humano, sino también en el hecho de que ella es -en sí misma- un ente vivo que es capaz de sentir y sufrir cuando es maltratada. Por ello, Montecristi postuló un cambio de paradigma en el relacionamiento del ser humano con su entorno, realizando una apuesta histórica que cuestionó la visión cartesiana y antropocéntrica del “hombre como amo y señor de la naturaleza”, propia de liberalismo:

Art. 71.- La naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos.

Toda persona, comunidad, pueblo o nacionalidad podrá exigir a la autoridad pública el cumplimiento de los derechos de la naturaleza. Para aplicar e interpretar estos derechos se observaran los principios establecidos en la Constitución, en lo que proceda.

El Estado incentivará a las personas naturales y jurídicas, y a los colectivos, para que protejan la naturaleza, y promoverá el respeto a todos los elementos que forman un ecosistema.

Este expreso reconocimiento constituye un vuelco de tuerca en la lógica de la modernidad. El encuadre de las ideas de libertad y progreso en la exaltación casi teológica del homo economicus -que instrumentaliza a la Naturaleza en aras del eficiente funcionamiento de los mercados- no tiene asidero en nuestro ordenamiento jurídico.

Además, nuestra Carta Fundamental preceptúa que el aprovechamiento de los recursos naturales debe estar orientado hacia el logro del sumak kawsay:

Art. 74.- Las personas, comunidades, pueblos y nacionalidades tendrán derecho a beneficiarse del ambiente y de las riquezas naturales que les permitan el buen vivir […]

Así, si bien los beneficios de las riquezas naturales están dirigidos a todos las personas, los mismos no pueden ser otros que los que posibiliten la consecución del buen vivir (o sumak kawsay,  en la voz de los pueblos kichwas). A breves rasgos, el buen vivir puede ser definido como una concepción de la vida que propone una alternativa al desarrollo, que concibe a la vida en plenitud como una relación armónica entre el hombre y los demás seres de la Naturaleza, en donde se ponderan formas no capitalistas de convivencia y en donde la acumulación de la riqueza se torna en práctica que denigra y lesiona dicha armonía.

Así, la noción del buen vivir pretende cuestionar los cimientos del crecimiento económico como presupuesto del bienestar humano, en la convicción de que con la economía del desarrollo no es posible llegar a vivir a plenitud, al menos no para la gran mayoría de los ciudadanos del mundo, pues la alarmante debacle medio ambiental que azota al planeta está poniendo en riesgo, sobretodo, la supervivencia de los más pobres. De ahí que desde los propios países considerados de “primer mundo” se va viendo en la propuesta postdesarrollista del buen vivir una salida viable para acabar con las aberraciones del sistema dominante. La disputa por el poder entre la ideología neoliberal y la utopía del buen vivir es, hoy más que nunca, imprescindible, pues el horizonte del desarrollo, incluso en su versión más “moderada” (léase desarrollo sustentable) está poniéndose en entredicho por las continuas catástrofes ocasionadas por el calentamiento global y el cambio climático de las últimas décadas.

De otro lado, el buen vivir está consagrado en la Constitución ecuatoriana como uno de los ejes rectores del sistema económico[2], el cual se define como “social y solidario”. Esta innovación normativa se encuentra inspirada en el régimen de propiedad comunal de nuestros pueblos tribales, en donde existe un tipo de gestión institucional orientada hacia el manejo sustentable de los recursos naturales. Se trata de acuerdos sobre el cómo, el quién y el cuándo se puede consumirlos, sobre la base de normas y principios epistemológicos que desaprueban su consumo excesivo, por implicar una afrenta contra la Madre Tierra (la madre que nos da la vida y nos proporciona el sustento).

Así, por ejemplo, la institución del randi-randi, muy difundida entre los pueblos kichwas -que podría ser traducida como principio de reciprocidad- es un pilar fundamental dentro de sus prácticas comunitarias. Básicamente, se entiende como la capacidad que tenemos todos los seres humanos de asistirnos mutuamente, de saber dar para recibir y recibir para dar. En dichas comunidades, quien comprende este principio de vida y lo pone en práctica, se hace acreedor del prestigio social y goza de autoridad política. El randi-randi persigue la distribución de los excedentes de la caza, a fin de garantizar la cohesión del grupo y fortalecer los lazos de unidad. Pero estas relaciones de reciprocidad no se dan de forma exclusiva entre los seres humanos, sino también entre una comunidad más extensa de seres vivos que forman parte de la Naturaleza, de modo que los hombres debemos reciprocar también con ellos, cuidando sus ciclos de reproducción y recuperación.

El buen vivir, como utopía posibilista plasmada en la Constitución de Montecristi, es no solo deseable, sino también la única alternativa para aprender de los errores del pasado y abanderar una lucha contra los antivalores que permean el mundo de hoy, tales como el consumo, la competencia y la acumulación hasta el hastío. Ello, claro está, no significa hacer votos de pobreza, sino ser conscientes de que el tener no nos define como exitosos o fracasados; que la acumulación de bienes materiales no nos da valor como personas sino que, por el contrario, nos esclaviza y nos hace dependientes de un sistema que necesita de la opresión de otros seres humanos y de la Naturaleza para poder subsistir.

Esto es así porque el sistema capitalista no puede funcionar adecuadamente si es que el otro no es visto en forma de máquina susceptible de explotación, pero nunca como un ser igual en dignidad. Ello constituye una verdadera deformación del sentido de la vida, pues es evidente que un individuo no puede existir sin el otro, en el entendido de que los dos adquieren sus bienes como corolario de sus interacciones, y la de ambos con la Naturaleza. Estas lógicas divergentes entre el sistema dominante y la alternativa del buen vivir pueden ser desglosados de la siguiente manera:

LÓGICAS CAPITALISMO/DESARROLLO SUMAK KAYWAY/ BUEN VIVIR
ÉXITO ACUMULAR BIENES MATERIALES OBTENER LO  SUFICIENTE Y VIVIR EN ARMONÍA CON LOS DEMÁS SERES
RACIONALIDAD UNITARIA COMUNITARIA
NATURALEZA RECURSO NATURAL AL SERVICIO DEL HOMBRE/ OBJETO MADRE TIERRA,PACHAMAMA/SUJETO
DEFINICIÓN DEL SER TENER PARTE INTEGRANTE DEL COSMOS
ACENTO ONTOLÓGICO INDIVIDUO COLECTIVIDAD (SERES HUMANOS Y NATURALEZA)
MODO DE INTERRELACIONARSE COMPETENCIA COOPERACIÓN/RECIPROCIDAD
 TRABAJO CARGA QUE ESCLAVIZA FIESTA QUE LIBERA

Por ello, en tiempos tan sombríos como los que ahora vive el Ecuador, en donde la Constitución es pisoteada sin escrúpulos y la lógica de la acumulación es presentada como la fórmula mágica que nos sacará de una supuesta crisis económica, conviene agitar un poco la memoria histórica. Recordar, por ejemplo, que el “Chernóbil de la Amazonía” causado por Chevron Texaco -el delito de lesa Naturaleza más oprobioso ocurrido jamás en nuestro país- fue juzgado como tal por la justicia ecuatoriana, mientras que el gobierno de Moreno, aupado por las funestas cámaras de la producción, se allana pusilánime ante las sacrosantas resoluciones de árbitros internacionales confabulados con la transnacional para asegurar su impunidad. Tener presente que fue la revolución ciudadana la que convocó a la iniciativa Yasuní ITT, iniciativa que planteó por vez primera la posibilidad de inaugurar una justicia ecológica global, lamentablemente frustrada por la gran hipocresía de los países más contaminantes del orbe. Rememorar, por último, la renegociación de los contratos petroleros que hizo posible invertir la relación de ganancias con las empresas extractivistas, y preguntarnos con qué justificación legal o constitucional se nos retrocedió a la modalidad de contratos de participación, en virtud de la cual las empresas petroleras, tal como ocurría antes, lucrarán por encima de las regalías que perciba el Estado, en clara transgresión del mandato contenido en el Art. 408 de nuestra Carta Política.[3]

Ante esta realidad, la utopía del buen vivir deberá convertirse en la bandera de la sub-versión, un barómetro que nos permita juzgar los acontecimiento del presente para entender, de una vez por todas, que estamos realmente caminando en contra de la historia.


[1] Art. 11 (6).- EI ejercicio de los derechos se regirá por los siguientes principios: Todos los principios y los derechos son inalienables, irrenunciables, indivisibles, interdependientes y de igual jerarquía.

[2] Art. 283.- El sistema económico es social y solidario; reconoce al ser humano como sujeto y fin; propende a una relación dinámica y equilibrada entre sociedad, Estado y mercado, en armonía con la naturaleza; y tiene por objetivo garantizar la producción y reproducción de las condiciones materiales e inmateriales que posibiliten el buen vivir […]

[3] Art. 408.- Son de propiedad inalienable, imprescriptible e inembargable del Estado los recursos naturales no renovables y, en general, los productos del subsuelo, yacimientos minerales y de hidrocarburos, substancias cuya naturaleza sea distinta de la del suelo, incluso los que se encuentren en las áreas cubiertas por las aguas del mar territorial y las zonas marítimas; así como la biodiversidad y su patrimonio genético y el espectro radioeléctrico. Estos bienes sólo podrán ser explotados en estricto cumplimiento de los principios ambientales establecidos en la Constitución. El Estado participará en los beneficios del aprovechamiento de estos recursos, en un monto que no será inferior a los de la empresa que los explota […].

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