Este año el Municipio de Quito ha anunciado que ya no auspiciará la elección de reina de la ciudad. Según algunos datos de encuestas realizadas por la prensa comercial, la mayoría de encuestados está de acuerdo con esta decisión. La directora del Patronato quiteño, Lilian Yunda ha dado dos motivos principales para tomar esta decisión: el primero, el económico, pues en la noche de la elección se gastan, según el dato aportado por la personera, alrededor de 150 000 dólares, que podrían ser empleados en otros rubros menos superfluos y más urgentes. Y la otra razón, más profunda y fundamentada, es el hecho de que la elección de la reina fortalece ciertos estereotipos y también a ciertos tipos de discriminación relacionados con el aspecto físico de las personas.

Por otro lado, en la ciudad de Cuenca se ha añadido una regulación para la elección de su reina: que deba ser mujer de nacimiento. Es decir: no se admiten candidatas trans. Y por otro lado, también en la ciudad de Latacunga se ha tomado la decisión de no continuar con la realización de concursos de belleza o elecciones de reinas.

De alguna forma, la institución de las ‘reinitas’ comienza a hacer aguas, y realmente es un motivo de alegría en medio del caos, la traición y el escaso nivel de consciencia de nuestra gente. Fue el presidente Correa quien, hace algunos años ya, prohibió la realización de torneos galantes (?) en instituciones educativas, creando alguna especie de caos en los sitios en donde este tipo de concursos ya eran tradición.

Algunas voces en contra se han levantado. Principalmente la de la Fundación Reina de Quito, cuyo principal argumento es que a la Reina de Quito no se la elegía tanto por su aspecto físico (¿en serio?) sino para que realizara ‘labor social’. ¿Y qué se entiende por tal concepto? Bueno, según se ha visto, realizar este tipo de labor es ayudar a quienes de otra forma no serían ayudados por nadie, pues vivimos en una sociedad que prefiere la caridad a la justicia, y que cree que los pobres y los desventurados sirven para que los ricos y lindos tengan cómo irse al cielo o por lo menos un medio para tranquilizar su conciencia y dormir bien cada noche.

¿Qué creencias ayudaba a sostener la elección de reina de una ciudad o de una institución y la proclamación de sus funciones? Como muchas otras cosas, se escudaba una intención no tan loable en otras que parecían serlo más: en realidad se estaba realizando un concurso de aspecto físico en general, pero se decía que las funciones de la más bonita estaban también relacionadas con la de ser buena. En segundo lugar: la ‘labor social’ es para mujeres; los hombres se ocupan de cosas más importantes: la política, la economía, el conducir (con demasiada frecuencia mal) los destinos de los pueblos. Las ‘reinitas’ se encargaban de los enfermos, de los pobres, de los desharrapados. Pero ojo, sin cambiar jamás la estructura de manera que estos desventurados dejaran de necesitar su ayuda. Otra: solo las lindas pueden ayudar. Las feas se fregaron: ni para eso.

El mundo evoluciona. En este momento hay gente lamentando que sin toros ni reina ya no habrá fiestas de Quito. Y la verdad es que tal vez ya no. Pero no importa. Porque… ¿qué se festejaba? El aniversario de fundación de una ciudad que había sido establecida por primera vez en otro sitio, en otra fecha y por un fundador diferente al que se promocionaba. La masacre de la invasión y destrucción por parte de los españoles. La fundación de una ciudad cuyas clases medias y altas, además, centran su orgullo en un supuesto origen ‘español’ (como el de la mayoría de ciudades latinoamericanas, pero vayan a ver la calaña de los fundadores peninsulares) despreciando su raíz indígena, o por lo menos matizándola para que no resultara tan vergonzante…

Es bueno poner las cosas sobre el tapete y enfrentar la realidad. Como alguien dijo: la única y verdadera reina de Quito fue Paccha, la princesa Shyri esposa del inca Huayna Capac y madre de Atahualpa. En este país no hubo monarquía, salvo la española, y Quito no ha sido grande porque “España te amó” como reza el himno. Aún no es grande, al menos no con el tipo de grandeza que realmente debería enorgullecer. Tal vez llegue a serlo cuando se vuelva más inclusiva, cuando sus conductores de automotores respeten las señales de tránsito y a los peatones, cuando el chisme y el arribismo dejen de ser parte de su idiosincrasia, y cuando sus pobladores desarrollen un nivel de consciencia que les permita buscar el bien común antes que defender glorias pasadas, más imaginarias que reales.

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