Por Jimmy Herrera
La nueva intervención en el Metro de Quito, por parte de tres grafiteros, durante la noche del
domingo 2 de junio, activó la opinión y reveló que no hay nada nuevo: no se quiere hablar
seriamente sobre la expresión del movimiento cultural hip hop quiteño.
La lógica de amplificar estigmas en contra del vandalismo, ha convertido a la comunicación
mediática en un instrumento de la perversión oficial, lejos, muy lejos de acercarse a las realidades
que vive la ciudadanía y, más bien, repite de memoria consignas crueles, como la de hablar de un
atentado a la ciudad cuando se pintan los laterales de dos vagones. Cierto es que se afecta a la obra
municipal, pero más certeza tiene la crítica grafitera sobre la exclusividad con la que funciona el
espacio público respecto a los anunciantes publicitarios: el que tiene dinero se deja ver.
Obviamente, esta verdad profunda no se quiere atender, entonces se opta por lo trágico para no
asumir proyectos, planes y programas en el trabajo cultural y social, totalmente diferentes a los que
la ciudad se ha dedicado.
Se veía venir la pintada a los vagones del Metro de Quito. Las firmas de autor se escriben en afrenta
con la ciudad que reniega de sus pobladores y, desde un inicio, acudieron a los vagones del metro y
de los trenes de la ciudad para hacerse visibles. En Nueva York, donde se originó esta dinámica a
finales de los 60 e inicios de los 70, se creó una unidad antigrafiti de la policía para redimirla.
Todos saben lo que pasó. Luego de cada pintura de limpieza por parte de las autoridades, y de las
detenciones a sus autores, por lo general jóvenes entre los 12 y 15 años de edad, cada vagón de la
ciudad cosmopolita fue re grafiteado. Incluso, los adolescentes se convocaron en mayor cantidad y
aprovecharon las leyes que los dejaba en menor sanción, respecto a los mayores de edad, para ganar
la batalla en los medios de transporte.
Fácilmente, se puede ver que durante más de medio siglo, esta identidad cultural contemporánea se
ha expandido masivamente, creando ya una tradición, como la de afectar sí o sí al metro, además de
las paredes, escritorios, carpetas de las aulas, baños, puertas, señales de tránsito, ventanas, vidrios,
rollos lanfor, asientos de los transportes, bancas en los parques, aceras, ciertas calles aunque sea
raro hacerlo. Cualquier lugar que permita hacer visible a su autor.
Cada vez son más las mujeres que se incluyen a la vandalización de la ciudad, y también se practica
con permiso de los dueños de casas y negocios, simplemente porque los reconocen como vecinos o
jóvenes que van a intervenir la pared. Se reconoce como una expresión grotesca que advierte la
presencia de un autor no identificado, que es parte de una caligrafía urbana rara y una estética que
llama la atención. A pesar de ser una huella efímera, el conjunto la refiere como permanente. Y si
bien, hay nombres importantes entre grafiteros, la inmensa mayoría pasó desapercibida, aunque
forma parte del mito urbano sostenido desde una dinámica sumamente convocante por sus rasgos
simples, que pueden llegar a crear una expresión compleja de convivencia, solidaridad y crítica
radical que la pone en riesgo.
Como se sabe, Shuk, Skil y Suber murieron atropellados por el metro de Medellín en julio de 2018,
y sus nombres se conmemoraron en la primera pinta al Metro de Quito, en septiembre de ese año,
cuando el alcalde de entonces, Mauricio Rodas, ofreció un fondo de recompensa para dar con los
responsables y motivó la acusación contra un detenido. En otro estilo, otras entidades han puesto
énfasis en suscitar espacios para canalizar estas prácticas en ambientes amigables, sea mediante
encuentros, festivales, concursos, proyectos barriales, exposiciones museísticas, entre otras
iniciativas. Sin embargo, estas buenas voluntades distan de lo que representa la vida grafitera. Son
importantes, pero el discurso del hip hop, como de cientos de miles de jóvenes quiteños, la
inclusión debe ser radical, sin exclusiones.
La dinámica grafitera no solo es atrevida sino extenuante. Sus escuelas convocan sin dejar de lado a
nadie, aunque hayan preferencias y escalas de valoración entre ellos, los entrenamientos buscan
sortear las exigencias de la calle que siempre es dura. Todos esquivan las condiciones adversas con
la ilusión de ganarse un lugar, y si la dedicación canaliza opciones que provienen de lo singular, la
técnica o las demandas del arte contemporáneo, en buena hora. Lo que amplifica la trascendencia de
las grandes mayorías que hicieron su tagg y pieza novata para ser parte de una presencia colectiva
que engrandece y legitima a quien vive en la calle.
La composición grotesca grafitera tiene que ver con el entrenamiento que se da con pocos recursos,
una práctica informal, condiciones adversas y tampoco buscan agradar más que a su entorno que
exige rapidez, trazos únicos, un nombre potente, templanza y dedicación. El conocimiento es
fundamental, y las conversas buscan la minucia de lo sentido, la sabiduría que orienta también. El
dejarse ver es más importante que profesionalizar procesos creativos. Hacerse reconocido implica
repetir la firma más que incurrir en la composición o el dominio técnico, porque estos aspectos
vendrán si el estilo sabe sorprender. Muchos han hecho un nombre valorado entre grafiteros y la
comunidad que comparten, disfrutan y de la cual aprenden. El respeto proviene del apego a la
pared.
Lejos, lejos a esta realidad caen los anuncios contra el grafiti vandal. La ciudad debe diferenciarse y
tomar distancias claras de la arrogancia de la banana república del Ejecutivo que desalienta a la
democracia, con una dictadura efectiva. Quito requiere de inclusión social y cultural radical, y
seguramente habrá más grafiti y menos publicidad.