La última película de Martin Scorsese, al hacer un repaso de los últimos 40 años del siglo XX, desde la mirada y acción de Frank Sheeran, redescubre a esa sociedad estadounidense marcada por los grupos mafiosos y al Estado como un administrador de sus disputas y negocios, cosa que no ha dejado de ser -y mucho menos ahora con Donald Trump- en el siglo XXI.
No basta con mirar el recorrido histórico de los tres personajes principales (interpretados por grandes actores: Al Pacino, Robert De Niro y Joe Pesci), alrededor de un modo de vida, sino a la misma sociedad estadounidense en ese “american dream” que no es otro que el de alcanzar riqueza, enriquecerse a costa de, incluso, asesinar a los amigos sino garantizan el objetivo final: poder económico.
Frank Sheeran, el personaje principal en The Irishman (El Irlandés), fue un operador político y criminal del sindicato de transportistas del sur de Filadelfia durante los años 50 y 60, directamente relacionado con la mafia italo-americana local. Lo novedoso, y que además constituye un elemento clave, es que era irlandés y por tanto estaba limitado en la posibilidad de ascenso dentro de esos grupos delictivos. Murió en un asilo en 2003, al parecer sin llamar la atención de la sociedad, salvo por la publicación del libro I heard you paint houses, de Charles Brant, abogado que ayudó a Sheeran a obtener libertad condicional anticipada a los 71 años por problemas de salud. Brant conversó con él en el asilo y de esas confesiones personales, aparentemente sin ningún propósito político, se conocen algunos de los asesinatos más escandalosos en la historia de la mafia estadounidense. Entre esos asesinatos se sabe, gracias al libro y ahora a la película, el de una de sus figuras relevantes: Jimmy Hoffa. Obviamente, hay dudas sobre la veracidad de esas confesiones, no solo por la edad del protagonista sino por su conducta psicológica.
Hoffa fue uno de los líderes de la Hermandad Internacional de Camioneros, un sindicato poderoso, capaz de atemorizar a grupos políticos y económicos de EE.UU. Fue declarado oficialmente muerto en 1982, tras siete años desaparecido (desde el 30 de julio de 1975), sin que se supiera jamás qué pasó con él, hasta la publicación del libro y ahora de la película de Scorsese. Claro, hay otra película sobre él, de 1992, protagonizada por Jack Nicholson y dirigida por Danny De Vito, donde esa versión no está planteada.
El Irlandés rescata para el presente, con una mirada menos edulcorada del ‘quehacer’ de las mafias, la naturaleza intrínseca de los verdaderos poderes en EE.UU. Tanto que en la película se conectan acontecimientos históricos como el intento de asesinar a Fidel Castro, la fracasada invasión a Bahía de Cochinos y la mismísima muerte de John F. Kennedy. Aquí queda al desnudo el sistema político y económico estadounidense. No es que las mafias sean un actor externo al sistema sino su particular y gran esencia, les guste o no a quienes valoran la supuesta y perfecta democracia gringa como el baluarte de lo que se debe hacer en nuestro continente. Y esto viene desde su origen, el cine también ha servido como el gran reflector de esa realidad con películas como Pandillas de Nueva York, dirigida también por Scorsese, director -dicho sea de paso- que observa históricamente a EE.UU. desde esas zonas de la realidad y, sin ningún afán de denuncia política, retrata la naturaleza y gran esencia de esa sociedad política.
¿Cuántos poderosos estadounidenses hicieron el recorrido de Sheeran? ¿Cómo el sistema (y los servicios de inteligencia y de justicia) usaron a los capos para acciones de orden geopolítico y de persecución interna para eliminar a personajes que ya significaban un estorbo o perturbación al sistema, como ocurrió con Hoffa?
El cine está plagado de relatos sobre las mafias en EE.UU, ni siquiera para recrearlos, sino para reafirmar el “recorrido histórico” de los grupos de poder en función de los intereses más protervos (llámese ahora enriquecimiento individual e intromisión militar en otros países con grandes riquezas).
Si habría que resumir el recorrido de Sheeran, diría que empieza como el simple chofer de una empresa distribuidora de carne, que cuando se da cuenta que puede incrementar sus ingresos, roba su propia mercadería para venderla a los capos de la mafia de su zona. Al ser descubierto, el aparato de abogados de la mafia lo salva y lo pone a su servicio. Con ese “crimen” inicial llega a los más importantes jefes para cometer otros más horrendos y a sangre fría. Su preparación militar la obtiene, en la Segunda Guerra Mundial, asesinando a nazis.
¿Cuántos Sheeran sostiene el sistema estadounidense ahora? ¿Cuán más peligrosos y dañinos son en relación con los capos de los carteles mexicanos y colombianos encarcelados en las prisiones estadounidenses? Y otra pregunta clave: ¿cuántos Hoffa han sido eliminados o desaparecidos por constituir un peligro para el sistema aunque sean parte de las mafias o poderes fácticos?
El Irlandés no pasará de ser una película más para quienes van a las salas de cine (ahora a Netflix) como si la ficción constituyera solo un tiempo de entretenimiento, pero para quienes pueden y deben observar los entresijos y la complejidad de una sociedad marcada por estos famosos capos y sus tribulaciones delincuenciales, la última cinta de Scorsese ilumina, una vez más, a cuanto crítico ha cuestionado lo que nos venden como la democracia perfecta, la ruta de la felicidad y el paraíso de las libertades. Y, por supuesto, también queda pendiente una última prevención: la conexión entre El Irlandés como personaje y el Guasón como prototipo del efecto que producen sociedades de esa naturaleza.