Por Pedro Brieger
El pedido de prisión para la expresidenta y actual vicepresidenta de la Argentina, Cristina Fernández de Kirchner (CFK), reaviva el debate sobre las transformaciones estructurales que intentan los gobiernos que se definen como populares en América Latina.
Una de las características del llamado lawfare -con la activa participación de los principales medios de comunicación masivos- es que la población crea que los juicios contra dirigentes populares están desprovistos de intencionalidad política y que solo tendrían como objetivo enjuiciar a alguien que ha violado las leyes. Con ese fin, insisten en señalar que las personas enjuiciadas tienen todas las garantías legales para su defensa. Hay algo de verdad, pero una verdad a medias que es una trampa. El juicio político en 2013 contra Dilma Rousseff duró meses y pudo presentar su defensa ante el Congreso, así como lo pudo hacer Fernando Lugo en Paraguay en 2012, aunque luego lo destituyeron en apenas 48 horas. Y también es el caso de Cristina Fernández de Kirchner, aunque la sentencia parece escrita de antemano.
La fachada democrática es la que marca la gran diferencia con los sangrientos golpes de Estado del siglo veinte como los que derrocaron a Juan Domingo Perón en la Argentina en 1955 o a Salvador Allende en Chile en 1973, solo para nombrar algunos de los más emblemáticos. En ambos casos se acusó a los gobernantes de violar las leyes porque se atrevieron a modificar las estructuras económicas, sociales y jurídicas creadas por los fundadores de la patria. Es verdad, es lo que intentaban hacer, y por eso los derrocaron. Para muestra basta un simple botón: en 1954 el peronismo modificó las tradicionales estructuras jurídicas para habilitar el divorcio vincular. Quienes siempre habían gobernado no lo pudieron tolerar. Luego del golpe cívico-militar de 1955 se lo anuló y hubo que esperar hasta que el gobierno electo de Raúl Alfonsín lo rehabilitara en 1987.
El mayor de los pecados de todos los gobiernos que intentan incluir a las grandes mayorías es modificar las reglas de juego económicas, jurídicas y sociales que históricamente fueron diseñadas y manejadas por una minoría en su beneficio. Siempre hay que recordar que los Estados nacionales en América Latina se estructuraron desde su nacimiento alrededor de las clases sociales que los crearon, conjugando el poder político con el económico, diplomático, jurídico, militar y mediático, indispensables todos para legislar a favor de quienes, justamente, habían creado dichos Estados. Va de suyo que cualquier poder político-económico necesita de los medios masivos de difusión, adecuados a cada momento histórico, para generar los consensos necesarios que les permita mantener a la mayoría de la población convencida de que dicho poder es el natural. Y que no se lo puede tocar.
El problema que tienen hoy quienes ejercieron el poder durante décadas es la imposibilidad de derrocar gobiernos populares por la vía “tradicional” de los golpes de Estado como en el siglo veinte, cuando cerraban los parlamentos, postergaban de manera indefinida las elecciones, prohibían los partidos políticos y sindicatos, había una férrea censura, represión, muertes y desapariciones.
La imposibilidad, por ahora, de los poderes civiles de recurrir a las Fuerzas Armadas para destituir de manera directa y violenta gobiernos progresistas electos ha llevado a que los sectores sociales que históricamente controlaron al Poder Judicial utilicen nuevos métodos para debilitar y derrocar a estos gobiernos. Y de esto se trata el “lawfare”: minar el poder de los gobiernos populares para que se desmoronen en nombre de las instituciones y la defensa de “la república” utilizando una fachada democrática.
Por eso, cuando destituyeron a Manuel Zelaya en Honduras en 2009, a Fernando Lugo en Paraguay en 2012, a Dilma Rousseff en Brasil en 2016 e incluso a Evo Morales en Bolivia en 2019, se intentó mantener un relativo grado de “institucionalidad” respetando los cronogramas electorales establecidos en los tres primeros y convocando a un nuevo proceso electoral en Bolivia. Sin embargo, oh casualidad, quienes más insisten en respetar la institucionalidad niegan que hubo en un golpe de Estado que derrocó a Evo Morales en 2019.
En el caso argentino, históricamente fue el peronismo -con todas sus contradicciones- el que intentó modificar las estructuras. La maraña jurídica, que solo pueden comprender especialistas, está diseñada para que no se vea que lo esencial es invisible a los ojos. Pero esta a la vista: la persecución a Cristina Fernández de Kirchner no es jurídica, es política.
Tomado de Nodal