Por Lucrecia Maldonado
Mis padres siempre fueron burócratas. Se conocieron mientras trabajaban, allá por mediados del siglo anterior, en el Ministerio de Previsión Social.
Él, miembro de una de las primeras promociones de arquitectos graduados en la Universidad Central del Ecuador, no ejerció como tal la construcción. Fue profesor de su misma alma mater por más de cuarenta años, y además trabajó en las áreas de planificación del Municipio de Quito, de la Policía Nacional que en aquel entonces se ocupaba del tránsito, y del INEN, creando normas técnicas para temas de construcción y afines.
Ella se graduó de Trabajadora Social, profesión que adoraba y en la que nadaba como sirena en el mar Egeo. Durante un tiempo, inmediatamente después de su primer parto, se dedicó a la casa y a los hijos, pero luego, cuando mi papá perdió el trabajo en el Municipio, ingresó como trabajadora social a la Clínica del Seguro Social, y en cuanto se construyó el hospital Carlos Andrade Marín, pasó a formar parte de los profesionales que brindaban servicio ahí.
No recuerdo jamás haber visto a mi papá ni a mi mamá en chanchullos de ninguna clase. No recuerdo tampoco haberlos visto o haberme enterado de oscuros tejemanejes en su entorno o haberse involucrado en la politiquería mafiosa en torno al poder. Simplemente brindaban un servicio, y lo hacían con excelencia, con responsabilidad, diría que incluso con amor. Testimonio de ello es hasta hoy la actitud agradecida y cariñosa de todos los arquitectos a quienes mi padre ayudó a formar, la admiración y el respeto que le manifestaron hasta el último momento de su larga vida. Y en su paso por las diversas instancias públicas que mencioné más arriba también fue siempre un profesional destacado, que puso sus conocimientos al servicio de la comunidad y para la construcción de un país mejor.
Mi madre, por su parte, era una trabajadora social dedicada en cuerpo y alma a la ayuda de todas las personas que necesitaran su apoyo en el HCAM. Siempre presta a apoyar, a brindar información, a apoyar procesos, a encontrar instancias de ayuda y a establecer contactos en favor de los pacientes menos favorecidos y sus familias. Y por lo mismo, también reconocida, querida y respetada por sus colegas, pacientes y compañeros.
También conocí a la gente que trabajó con ellos: otros arquitectos y profesores universitarios, médicos, enfermeras, tecnólogas, psicólogos y un vasto etcétera. Nadie, al menos hasta donde me alcanza la memoria, me parecía ejercer la corrupción, ser un desperdicio de fondos públicos o medrar a costa de las arcas fiscales. Eran gente de clase media que hacía lo que mejor podía para mantener a sus familias a través de un trabajo honesto y dedicado, como es la cátedra universitaria y como lo exige el trabajo en las áreas de salud y bienestar.
¿Por qué entonces, ahora, se pretende hacernos creer que los empleados públicos deben desaparecer del mapa? ¿Por qué se desprestigia el servicio que brindan al país y su gente? Con orgullo, el presidente Lasso se jacta en una entrevista de haber ‘eliminado’ un determinado número de puestos de trabajo en las instancias públicas. Cabe preguntarse: esa gente, ¿adónde va? Pero no solamente eso: quienes eran atendidos por esos maestros, por esos médicos, por esas enfermeras y técnicos de toda clase, ¿a quién acudirán ahora que se han eliminado aquellos cargos? ¿En dónde buscarán solución a sus problemas de salud, de convivencia? ¿Dónde estudiarán sus niños si se eliminan cada vez más puestos de docentes y centros de atención infantil?
Obviamente, los trabajadores públicos no están ahí para quienes pueden pagarse un colegio particular, una universidad o una clínica privadas, quienes son minoría en nuestro país. ¿Qué se pretende, entonces al desmantelar los servicios con los que un Estado se ocuparía efectivamente de satisfacer las necesidades de sus ciudadanos?
De mis padres aprendí la importancia de ser una buena, un buen servidor público. Aprendí que, hecho con honestidad y excelencia, el trabajo en instancias del estado es un trabajo noble, respetable e incluso loable. No es un gasto, no es un desperdicio ni se les paga en desmedro de nadie. Los vi darse en cuerpo y alma a una sociedad en donde sus talentos y cualidades rindieron frutos siempre dulces, siempre valiosos. ¿Por qué entonces, ahora, se pretende que lo público debe desaparecer? ¿Para favorecer la codicia de quién? ¿Y qué se pretende al dejar a tanta gente en el desempleo y el abandono?
No creo ser la única persona que conserve tales recuerdos. Y en memoria de esos excelentes trabajadores del estado que fueron mi madre y mi padre, entre muchos otros cientos de miles, creo que es importante defender a los trabajadores del estado despedidos, muchos de ellos ahora en el subempleo y la informalidad, mientras la codicia campea por nuestras calles sembrando su estela de abandono y corrupción en gente que a la hora de elegir fue deslumbrada por una sarta de promesas falsas que jamás se cumplirán.