Jorge González Mendoza

Los años de dictaduras y el retorno a la democracia, marcaron el predominio de un discurso caracterizado por el ideal de los derechos humanos y las libertades ciudadanas. La prematura muerte del Presidente Roldós significó un giro hacia la libertad de empresa y los equilibrios macroeconómicos que falsamente sugerían, en el imaginario colectivo, el estoicismo social como garantía para alcanzar el bien común.

A partir de ahí, el discurso político jugó un rol elevado como modelador de la conciencia social y los simbolismos arquetípicos que configuraron la idiosincrasia de la nación. Indistintamente de la coherencia o no que éste guardara con el proselitismo político concreto, se constituía en el articulador de voluntades y adhesiones a una u otra visión de la sociedad.

El período de transición que sucedió al progresismo post-dictatorial, construyó las figuras retóricas que facilitarían el posterior surgimiento y auge del neoliberalismo en el Ecuador. En dicho período, el discurso se propuso modelar una conciencia social que, sobre la base del individualismo, sustentara la sobredimensionada fórmula del éxito. Con miras a ese objetivo, resignificó los conceptos del bien común; satanizó la inversión pública denominándola “gasto social”; habló de “flexibilidad laboral” para esconder la pauperización del trabajo; y desplegó una argumentación exclusiva y excluyente del “Progreso/Desarrollo” al que entendía simplemente como crecimiento económico, haciendo abstracción de la redistribución de la riqueza. 

Para la última década del siglo XX el neoliberalismo había provocado ya las mayores crisis de la historia contemporánea del país. Sus tesis del individualismo, reducción del Estado, gasto social, competitividad y libre comercio, habían fracasado en todos los planos, dejando un país destruido; material, económica y moralmente. Ese clima social de desconcierto fue el que labró el terreno para el surgimiento del discurso del Buen Vivir -o Sumak Kawsay, en la voz de nuestros pueblos kichwas- como una propuesta postdesarrollista de inclusión, modernización, soberanía y supremacía ciudadana, que propugnaba la construcción de un Estado de Bienestar que cobijara a todos desde la oferta de servicios públicos de calidad y calidez.

Así, con la llegada de la Revolución Ciudadana se articuló un discurso político que recogió el acumulado histórico reivindicativo de una sociedad que había naturalizado las mayores distorsiones sociales. El discurso del Sumak Kawsay se propuso redimensionar las concepciones del Desarrollo y replantear las formas de la convivencia social, en armonía con la naturaleza, de ahí que en el PNBV se leía: “El Sumak Kawsay fortalece la cohesión social, los valores comunitarios y la participación de individuos y colectividades en las decisiones relevantes, para la construcción de su propio destino y felicidad. Se fundamenta en la equidad con respeto a la diversidad, cuya realización plena no puede exceder los límites de los ecosistemas que la han originado. No se trata de volver a un pasado idealizado, sino de encarar los problemas de las sociedades contemporáneas con responsabilidad histórica”.

Sea como fuere, unas veces sirviendo los intereses del capital y otras los intereses de los más desposeídos, lo cierto es que el discurso político en el Ecuador representó la expresión de liderazgos, visiones y adhesiones colectivas que disputaban la interpretación de la realidad, desde distintos intereses, grupales o de clase. Recogió, siempre, los elementos objetivos de la misma para recrearlos en propuestas que, desde el plano deontológico, planteaban un determinado modelo de sociedad. Democracia, Libertad, Justicia Social, Progreso, Deuda Social, Bien Común, Desarrollo, Pueblo, Sumak Kawsay, entre otros, fueron entonces algunos de los conceptos y categorías a los que el discurso político pretendió dotar de contenido.

Sin embargo, aquella tradición democrática según la cual el discurso expresaba el ideal societario desde un ángulo particular del espectro sociopolítico, ha sido traicionada por la práctica de un “nuevo discurso político” que renuncia a la recreación de los elementos objetivos del entorno social para dar paso a una perorata motivacional que invisibiliza el tratamiento de los temas esenciales de la nación.

La nueva estrategia comunicacional trivializa el discurso mediante un cínico deambular que distrae la atención y conduce a la sociedad a discutir sobre las formas, sacrificando los contenidos, vaciándolo de su potencial visionario. En ese estado de cosas, el discurso se muestra superfluo, pues abandona su otrora función orientadora y modeladora de las legítimas aspiraciones del bienestar ciudadano, volcando las palabras hacia la consecución de un nuevo y perverso propósito: la confusión colectiva como herramienta para lograr la abstracción de la realidad, una suerte de enajenación mental que consigue esquivar la mirada atenta de la gente hacia los asuntos que le afectan en su vida cotidiana y que, de forma tendenciosa, la arrea hacia la frivolidad del pensamiento y la discusión de banalidades, logrando con ello la anulación del sentido crítico y la pérdida de un horizonte que permita juzgar la correspondencia entre las promesas del discurso político y las acciones encaminadas a materializarlo.

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