¿Por qué Rafael Correa Delgado es víctima de tanto odio? Es una de las preguntas más recurrentes de los últimos años en círculos de amigos, académicos y familiares, la misma que merece una respuesta singular, en la medida en que no abordaré, dada la limitación de espacio, detalles ligados a las contradicciones sobre política económica o economía política. Mi interés se cifra en razones aparentemente domésticas que alimentan el odio, con su multiplicidad de aristas, ponzoñas, entuertos y rencores.
Debo hacer referencia obligatoria al pensamiento del inglés William Hazlitt, el mayor ensayista británico tras el Dr. Samuel Johnsson, quien se preguntaba en la obra que da título al presente escrito, si eran acaso ¿el orgullo, la envidia, la debilidad y la malicia los ingredientes que hacen aflorar el placer de la maleficencia? Terminaba afirmando con pretensión de sentencia: solo el odio es inmortal.
¿Quiénes odian a Rafael Correa?
La burguesía, con sus arrugados pendones de alcurnia, los que aún se ufanan de pertenecer a familias de nobleza aristocrática, con su ceño fruncido y su desdén ante el advenedizo, con el agravante de ser este un costeño de clase media, refractario a la edulcoración hipócrita de los habitúes de clubes de golf y tenis y al pomposo ceremonial de aires condales y etiquetas refinadas. En algunos miembros de las elites aflora la estúpida melancolía por no haber sido paridos, aunque sea de casualidad, en la tierra de sus amos, en la que, paradójica desgracia para ellos, cursó su doctorado el ciudadano al que dirigen sus dardos envenenados.
Lo odia el pentagonismo, que jamás perdonó los desplantes de un presidente capaz de terminar con la Base de Manta, la expulsión de embajadores, funcionarios, representantes de organismos coercitivos como los del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, y, en especial, porque un gobierno progresista exitoso era ejemplo a seguir, por su lucha unitaria continental, por su invocación y creencia en el bolivarianismo concretada en UNASUR y CELAC, por su consagración a la memoria de Alfaro y del Libertador. Recuérdese la carta de Bolívar al Coronel Patricio Cambell, fechada en Guayaquil el 5 de agosto de 1829: los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para plagar la América de miserias a nombre de la Libertad. La memoria selectiva de los sumisos seguidores del imperio recuerda a Simón Bolívar solo para colocar la ofrenda de flores secas, no para desenvainar su espada libertaria.
Lo odian los usureros, artífices de la política del capital financiero que ha colocado en el poder, con variantes de personalidad o afinidad, a los presidentes desde el retorno a la democracia hasta la aparición de la Revolución Ciudadana, quizá con las excepción de Jaime Roldós Aguilera, con su magistral retórica y sus calificaciones legendarias, como aquella de caracterizar a León Febres Cordero como insolente recadero de la oligarquía. Con sus trapacerías, letras diminutas, ases bajo la manga y el mercado determinado por el onanismo invisible, jamás perdonaron a Correa el no haber sometido el escrutinio de la banca la política monetaria ni los nombramientos de los titulares en finanzas, banco central o superintendencias.
Lo odia la partidocracia, que impávida y absorta observó los triunfos electorales de la Revolución Ciudadana sin que haya podido levantar una oferta electoral que enfrente a la promesa ciudadana. Digo oferta porque para el status quo político siempre se trató de mercadotecnia, compraventa de votos, registros de vivienda popular, entrega de colchones, quintales de arroz. Huelga decir que, pasado el fervor electoral, el olvido y el desdén fueron las conductas de los ampulosos y farsantes que ofrecían oro y moro, pero solo manifestaron su enconado desprecio por los ofendidos y humillados.
Lo odia la izquierda falsaria conformada por aquellos que invocan la agudización de las contradicciones para tratar de modificar una realidad que se asemeje a su ideario; la que se enfrenta al dilema: o llega hasta el confesionario imperial, con el propósito de renegar de su pasado y expiar culpas, o demanda, desde una atalaya inofensiva, la transformación absoluta de estructuras. Pero en su ser íntimo existe otra razón, la del determinismo incubado a fuerza de un presunto mesianismo otorgado dizque, por su consagración a las luchas sociales. Los hemos visto desfilar, con sus cigarros, desteñidas banderas rojas o sus juegos de origami, siempre expeditos a la hora de conformar discretas y anacrónicas juntas de notables en las que, sin empacho alguno, cortejan a la oligarquía retardataria. Ese político que iza la hoz y el martillo no duda a la hora de transformar dichas herramientas hasta transformarlas en escoba, franela o cajón de lustrar, siempre a la espera que la lotería lo convierta en el delfín o en el escogido en la saga de sucesión que determine la hegemonía.
También lo odian los serviles, que viven a la diestra del amo para medrar, aunque sea de su sombra. El salamero se humilla para formar parte del séquito que pone la alfombra, siente que es pisoteado, pero al menos prueba la textura de las botas, la triste servidumbre haciendo alarde, decía Unamuno. El lambiscón solo se transforma cuando el jefe deja el poder y con su nuevo disfraz de chivato y soplón pasa a la dependencia de su nuevo mayoral, entonces, el rencor rumiado lo convertirá en desmemoriado subalterno que se prepara para al ajuste de cuentas. El abyecto alcahuete porta el puñal artero, la sonrisa falaz del adulador, la mueca del fulero, la celada y zancadilla del traidor de oficio.
Lo odian los falsos prohombres que han apostado por la hiel y no la miel, miembros de sectas supremacistas cuya veleidad los hace aparecer como sabios ideólogos, cuando en realidad son postizos leguleyos que, en su placidez de hamaca, pastan sobre los tumbados de casas de citas intelectuales. Lo odian los falsos académicos, acostumbrados a pontificar una sapiencia hueca, hijastra de la tirria y la herrumbre de su pensamiento que fuera, un día lejano, emancipado y soberano.
Lo detestan Procusto y sus secuaces, encarnados en la cúpula gubernamental, mesa chica de mantel largo, dados cargados y protocolo rancio. Procusto ofrecía posada a los peregrinos que visitaban la región y, tras ganar su confianza, ataba a su catre de metal a los desdichados huéspedes, antecedente de las prácticas de los asesinos seriales de nuestros días. Si alguno de sus invitados sobresalía del tamaño del camastro, el verdugo Procusto procedía a la mutilación, decapitación o descoyuntamiento de cabeza y extremidades para ajustar los cuerpos a la longitud prefijada sobre la base de las dimensiones de su propio cuerpo. La obsesión por la uniformidad, basada en su modelo, lo llevó a cometer crímenes innombrables.
Con el transcurrir del tiempo y lejos de tan crueles hábitos, la psicología conceptualizó el Síndrome de Procusto como la patología conductual de quienes agravian, ocultan o exterminan a otros seres humanos que pudiesen hacerles sombra. Padecen el síndrome quienes denigran y boicotean a los que los superan en inteligencia, carisma o talento. De por medio están celos, trastornos y resentimientos, características del ingrato que detesta la luz que le alumbra, en palabras de Víctor Hugo.
El síndrome de Procusto es obcecación que conduce a la mediocridad, a evitar que alguien del entorno sobresalga, a detestar a quien supere las propias limitaciones o ponga al descubierto su incapacidad, al pánico ante lo que se considera una amenaza para el estándar y patrón del receloso. Mitomanía, manipulación, falsía, son las características del síndrome de Procusto. Quien encuentre analogía con la historia presente está en el justo derecho de poner nombres y apellidos a este ritual del efímero poder. El moderno Procusto, oculta además, gracias a algún escrúpulo encubierto o a escondida vergüenza, un pecado capital de la moral cristiana: la envidia.
Odian a Correa los gacetilleros que pontifican sobre la moral, los hábitos, la etiqueta, las costumbres. Tan lejanos a Montalvo o Espejo, a los fuetazos zurdos de Pedro Jorge Vera o a la consagración patriótica de Jaime Galarza, jovencito a sus noventa años, los falsarios investigadores encubiertos por la insignificancia de sus adláteres, se regodean en sus lindos canales, en sus bachilleratos, en la cancha abierta que sus mayorales y banqueros les conceden y apañan para expeler sandeces y falsedades. Odian a Rafael Correa Delgado porque desnudó su medianía, su pobreza intelectual, su oferta lagartera, su fanfarria de fin de semana, cuando en presuntos programas de opinión manifiestan su verborrea lambiscona, sus sentencias baratas, su pobreza de espíritu.
Lo odian los circunspectos que odian la franqueza, los que vociferan en coro feudal que la confrontación que exhorta Correa es perniciosa, porque alimenta la lucha de clases, mientras exigen que la criada y los muchachos de mano les atiendan como se debe servir a los señores. Cuando algún síntoma de rebeldía aflora en los pobres, todavía se suele escuchar la diatriba: ¿Qué pretenden estos igualados?
Por el inventario parecería que son muchos los odiadores, pero no es verdad. Son pocos, influyen a medias, despiertan halagos entre sus secuaces, likes entre los anónimos trolleadores mercenarios, pero la gente, sabia y grande, los conoce, sabe que son correvediles, chismosos de alcurnia, amanuenses de sus patrones, los grandes que meriendan merced a sus tenedores.
El pueblo llano, lejano a las telemaratones de los fariseos, sabe bien por qué rehúye a esos panteoneros de la esperanza. Ahora mismo escribe en las paredes Correa vuelve, y esa frase, que me recuerda a Eugenio Espejo cuando pintaba Ser Libres, nos encontrará unidos para enfrentar la felonía. El odio no es inmortal, solo el amor es imperecedero.