Por Santiago Ribadeneira Aguirre

Los lloriqueos obscenos del poder entran en el plano de la cultura de la vergüenza, cuando se siente agredido por algunas de las expresiones artísticas populares últimas. Los espectros y los fantasmas han ido creciendo en el interior del gobierno del presidente Noboa, que le demandan cada día sus incumplimientos en el ejercicio de la primera magistratura, a la que pudo llegar debido a una suerte de falso designio provocado por el aparente miedo y la falta de coherencia de un grupo de electores.

Es la amenaza espectral la que le lleva al bisoño e improvisado presidente a recorrer cada  noche los espacios fríos del Palacio de Carondelet, asustado y prepotente buscando posibles culpables entre quienes le rodean y señalando a los que se debe sancionar más allá de los muros palaciegos, para imponerles la potencia del destino trágico que él llama la fuerza de la ley. Es el terror igualador del poder para purgar su mala conciencia y señalar la secuencia pecadora de los ciudadanos transgresores, que cada día osan agredir de muchas maneras la imagen suya impresa en una cartulina barata, sucia y gastada.

Eliminar simbólicamente cada día la imagen del poder es, desde luego, lo profundamente político del arte y la cultura en un régimen autoritario como el actual. Lo del presidente ecuatoriano, en cambio, es una enfermedad de la conciencia que pretende resguardar con el castigo público de los ‘supuestos implicados’. Aquella falsa implicancia de lo instituido en la política tiene sus límites en el terreno del derecho y la democracia. Él lo ignora. Atrapado entre la vergüenza y la culpa el presidente derrapa: actúa el mandatario en nombre de una seguridad inexistente y cada vez que abre la boca, sus palabras exiguas son como hálitos escualitos, sin resonancia alguna, que se pierden empujadas por los fantasmas internos y externos que le bullen en los oídos día y noche. Sus adláteres, ministros y corifeos de los medios de comunicación que le respaldan, corren desesperados soltando salmos a diestra y siniestra, escupiendo confesiones jurídicas o legales inexistentes para subjetivizar los hechos por la vía de la demagogia, el verbo y la catarsis.

Es el rasgo monstruoso de una realidad última: el presidente Noboa es la imagen de su propio espectro descompuesto y fracasado, que como Yago, actúa pautado por el odio indefinido de clase. Evita mirarse en el espejo y sin este requisito confesional, la reparación de la culpa es un suplicio que le impide alcanzar la predisposición absolutoria que demanda el perdón. ¿Y de qué (se) pide perdón el mandatario? El ordo político es el modelo imposible, inalcanzable de su gestión. Y quiere asumir el rol del Dios vengador del Antiguo Testamento para lo cual requiere de la pujanza de la espada. Declaró la guerra interna al comienzo de su mandato para establecer la paz. La espada, dijo sin decir el primer mandatario, es el instrumento divino de inculcación del amor y del perdón, herramienta divina del logos, es la violencia de la dominación. Y Agustín lo explicó con certera vehemencia: los quehaceres mal habidos son el testimonio del propio pasaje por el falso poder que será, a la larga, “la espada de su propia venganza vuelta contra sí mismo”.   

La mugre y la conciencia del sur ahorcaron simbólicamente al presidente, nacido, criado y educado en el norte. Alguien, finalmente, le pudo ‘meter’ miedo haciéndole caer en cuenta que es un ser de carne y hueso. Las canciones del grupo Mugre Sur lo volvieron frágil, vacilante, temeroso de la historia de la que infelizmente formará parte como un despojo inútil y transitorio, que no fue capaz de dejar alguna huella positiva en la vida nacional.

Las preguntas transcendentales en estos momentos de desestabilidad democrática, de corrupción institucional, de desmesura politiquera, de violencia, de falta de solidaridad, sin Estado de derecho, son las siguientes: ¿la sociedad ecuatoriana volverá a votar por otro anodino? ¿Los electores ecuatorianos volverán a creerle a la derecha neoliberal y fascista, cuando les diga que van a salvar el país o reinventar uno nuevo renegando del pasado, del presente y del futuro?

Hay que dejar la impotencia para interrogarnos otra vez sobre las formas en las que se expresa el poder, que hasta ahora solo ha servido para confiscar la democracia, el sentido común y la conciencia. La decisión individual del voto en las urnas es un requisito histórico, cívico y moral necesario para alcanzar, más temprano que tarde, las exigencias de una sociedad más equitativa y justa, sin retóricas y cálculos políticos corporativos ejercidos impúdicamente hasta hoy por los infernales gobiernos de Moreno, Laso y Noboa.

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